Un chelo bajo dos lunas (Novela-Fragmento)

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Cap. 15  ¿Una novela de ganga?

(Fragmento)

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César tenía la respuesta en la felicidad con la que ahora escribía. Creía haber encontrado la solución en la creación misma. En saber que hay algo de psicología positiva en el hecho de llenar hojas, por más que se mintiera diciendo que eran sólo para él, en saber que no había nada que le hiciera más feliz que seguir trabajando, seguir intentándolo, seguir soltando sus puntos oscuros en la hoja en blanco. Porque mientras esperaba que pasara algo inesperado y bello, se divertía haciéndolo.

Sin embargo, llevaba casi una semana en que se estaba atascando. No había perdido la inspiración, aquella gracia divina que le recitaba frases a la oreja cuando estaba en trance. Cuando lograba la concentración, era capaz de estar horas creando sentimientos por escrito que le parecían únicos y maravillosos. No, el problema era que cada vez que intentaba algo, cuando pedía en silencio aquel estado de catarsis para seguir creando, se le cruzaba frente un rostro de ojos rasgados que, hasta ese momento, no había significado nada en su vida.

Se había negado al principio a darle importancia. El final del curso no le había causado especial conmoción y, como era usual, seguramente no volvería a ver a ninguno de sus compañeros. No lo tenía claro con Mizuki, aunque él prefería volver a verla. La primera semana en la que podía dedicarse a sí mismo, tuvo esos pequeños momentos en que ella aparecía en sus pensamientos sin que él lo buscara. Quizá era una especie de ansia que queda por repetir algo luego de haber estado un largo tiempo haciéndolo, un síndrome de abstinencia tras una droga por largo tiempo consumida. La escuela había sido hasta ahora como un antibiótico para una enfermedad contagiosa, un golpe de consolación para una ansiedad no prevista.

No, no era Lutece, no era el curso, no eran sus compañeros ni era la necesidad de seguir mejorando el francés: era ella, que asomaba cada rato, muy a menudo, y sin motivo aparente. Ya no podía controlarlo ni engañarse con que era algo circunstancial. Cuando escribía imaginaba la opinión de Mizuki, cuando le incomodaba Arantxa no podía evitar la comparación con Mizuki, si leía un artículo, un libro, si escuchaba un nuevo tema, estaba la japonesa allí imponiendo desde la distancia una presencia que él no había pedido.

Habían tenido en esa primera semana, a diario, breves conversaciones por chat, unos minutos, quizás diez, quince, que iban aumentando hasta conectarse en las mañanas para darse los buenos días y otros minutos para las buenas noches. La segunda semana era casi cada momento. Los mensajes que ella le enviaba por chat le llegaban de manera instantánea al móvil, así que siempre respondía al momento y estaban no menos de veinte minutos tonteando frases cursis por escrito que es difícil expresar mirando al otro a los ojos.

No había grandes confesiones de amor, ni de hechos pasados, ni siquiera de los anhelos del futuro. Él le había exteriorizado en el último encuentro que necesitaba estar solo y sin pareja sentimental, aunque sabía que era una verdad a medias. Debió haber dicho quiero estar solo, a menos que encuentre alguien que me sane las heridas mientras tanto. Había fantaseado conque la sanadora podía ser ella, que después de todo, ni era tan deslucida como aparentaba ser, ni parecía tan hermética como creía que eran los asiáticos, pero la tonta idea de que pudiese existir algún vínculo sentimental entre él y una japonesa, le resultaba ridícula.

Y, sin embargo, cada día le iba resultando menos absurda. Vino a darse cuenta tarde que Mizuki se había metido en su mundo, serena y sutil, pero avasalladora. Ni siquiera lo había visto venir, se había acomodado tanto a la idea de que tenían una amistad diferente, aquella que no pasaba por las perturbadoras y necesarias debilidades de la conducta humana frente a la inminente exigencia de la procreación, que cuando se percató, estaba hasta el cuello en un mar de provocativa necesidad sin que hubiese hecho nada por evitarlo ni controlarlo.

En su ignorancia del conocido hermetismo japonés, no había visto en Mizuki ningún gesto que le diera a entender algo más allá de una sincera amistad. O quizás no había querido verlo. La había imaginado sentimentalmente cercana al disfrutar su velada sonrisa, su interés en verlo fuera del aula, en su cercanía en las clases, pues creía intuir que ella lo buscaba para sentarse a su lado, en algunas confesiones personales que creía imposibles en los japoneses, como que estaba rompiendo con Jerome, y, por último, aquel trozo de papel, aquella minúscula confesión de pretender tenerlo solo para ella, de querer hacer algo más que compartir entre tres.

¿Cuál sería su reacción si le confesaba que no dejaba de pensar en ella, que se le aparecía como un fantasma en situaciones inesperadas, que casi imploraba su opinión en un hilo imaginario entre sus cerebros cuando algo le preocupaba o emocionaba?, pensaba César con alguna angustia. ¿Se molestaría? ¿La ofendería? ¿Dejaría ella de hablarle, de verlo cada cierto tiempo, de compartir lo que muy pocos están dispuestos a compartir? No quería tirar a la basura aquello tan lindo que estaba viviendo, aquella forma de comunicar espíritus sin pensar en nada más que eso, en sentarse con alguien durante horas hablando de la importancia de la gestualidad en la cultura japonesa o de la forma de mirar con ojos de novato en la creatividad, de las novelas de Kawabata o el último disco de Beth Hart.

No es común encontrarnos con gente tan especial. ¿Para qué joderlo? ¿Para qué mezclar los peligrosos designios del sexo en aquello que estaba siendo tan atractivo y único? Pero luego miraba los mensajes de Mizuki, los releía una y otra vez, intentando no errar en la interpretación de sus sentimientos, buscaba los vídeos de Mizuki en Internet, la veía moverse con aquella soltura mientras ejecutaba una pieza al chelo, y no podía evitar imaginar que, si lo hacía todo bien, podía ser la verdadera, la única, la que creía esperar hace tiempo.

Un día se llenó de valor. En medio de una conversación de chat sobre ella, sobre sus gustos y la forma de ejecutar el chelo, creyó que era un buen momento para decir algo sin que pareciera algo que traía por azar, y por más que lo dudó decenas de veces, escribió:

¡Sabes qué? No alcanzo a saber por qué, pero no puedo dejar de mirar al cielo, ver la luna y pensar en ti, siempre esperando que haya una segunda luna que se me resiste. No puedo evitarlo. Lo siento.

Estuvo pocos segundos con el índice en alto dudando si presionar la tecla Enter o no. Sabía que después no habría vuelta atrás. Confesarle que no salía de su cabeza era la única manera de quitarse aquella incertidumbre, tener la confirmación de que a ella le pasaba lo mismo o que lo rechazara ofendida; al final, un alivio para su dilema. Bajó el dedo y escuchó el sonido de que su mensaje había llegado al otro lado de la línea.

Miró a la pared por encima de la pantalla del portátil, se levantó de la silla y ensanchó la mirada por la ventana hacia los tejados de la ciudad. ¡Qué inverosímil le resultaba! Una pareja de extraños con tantas analogías entre sí, en un mundo plagado de otros extraños que no se habían encontrado y jamás se encontrarán. Ellos, dos desconocidos de sendas ciudades diferentes y alejadas del planeta, que se turbaban con sus semejanzas, tanto como se sorprendían de su pertenencia a islas tan opuestas como Cuba y Japón. Ambos emparentados por un hilo invisible, pero inevitable, que se parecía algo al amor, coincidiendo en tiempo, espacio y espíritu bajo un cielo extraño, en un París que a ambos resultaba chocante y despiadado. Parecía una novela de ganga, una historia imposible de creer, y estaba ahí, sucediendo en la vida misma, en su mismo salón de estar. ¿Novela? ¿Y por qué no? ¿Qué pasaría si…?

El sonido del Messenger a sus espaldas le dio un vuelco en el estómago. Se sentó de nuevo y leyó la respuesta.

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