Cine y Literatura. Final triste, final feliz

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Una amiga me reta a que le explique el por qué muchas veces prefiero los finales tristes. Es aficionada a la literatura y no duda en leer al más vendido y, según voy intuyendo, casi adicta a Ruiz Zafón, que es todo un enigma para ella. Le gustan mucho sus libros. Cuando lo leyó por vez primera no se contuvo y fue a por un segundo libro y ha terminado leyendo hasta algunas de sus bildungsromans o novelas de iniciación. Sin embargo, cada vez cuenta su enfado por la forma en que Zafón culmina sus desenlaces: protagonistas muertos o hundidos en la misma rutina o miseria en la que comenzaron su vida de ficción.

Empiezo por confesar que Zafón no me vuelve loco. Contrariamente a ella, me escuecen los Best Sellers. Las contadísimas veces que he roto esa convicción he terminado, casi siempre, por naufragar en el mar de una lectura que me escuece o, cuando menos, me incomoda en la silla, pero la mayor parte de las veces me encuentro una literatura con minúsculas, una literaturilla. Probablemente sea psicopático porque nadie puede asegurar que vender más libros te condena a ser mal escritor ni que las listas de los culturales excluyan a la buena literatura. Best Sellers fueron en su momento excelentes novelas como El nombre de la Rosa, de Umberto Eco o El perfume,de Patrick Süskind, pero también lo fueron El código Da Vinciy aún lo es la mentirosa y poco trabajada El niño del pijama de rayas, y la calidad de los primeros deja a los segundos en muy mal sitio.

En cualquier caso, querida amiga, intento explicarte que un final es uno de los elementos más razonados de una novela. El escritor se enfrenta al libro de muchas maneras. Puede que alguien le cuenta la historia o la haya vivido en su piel, puede que una frase, una imagen o una canción le haga volar la imaginación cual Marcel Proust tras magdalenas y chocolate en En busca del tiempo perdido y lo plasma por escrito durante algunos cientos de páginas. El inicio, la famosa página en blanco, y el final, el remate de nuestro desenlace, aunque no los únicos, son elementos muy importantes para el creador de ficciones.

Un final feliz tiene la tendencia a provocar en el consumidor de la ficción, sea literatura, cine o cualquier otro arte de ficción narrativa, la complacencia con la historia. ¿Por qué? Estamos programados para ello. Los cuentos infantiles tienen todos finales felices y así nos hemos educado. Erróneamente creemos de niños que la vida siempre te da una segunda oportunidad porque la caperucita se salva del estómago del lobo, la sirenita no llega a convertirse en espuma de mar y la censura esconde que la madrastra de Blancanieves muere obligada a bailar con unos zapatos de hierro candente. Originariamente muchas historias infantiles no tenían finales felices, pero lo políticamente correcto –más antiguo que la sarna– los han dulcificado hasta la ñoñería en un fenómeno que se conoce como trivialización literaria y que no afecta solo a la literatura infantil sino a ciertos temas que hemos convertido en tabú de manera estúpida; ejemplo, la Guerra Civil española o el Holocausto judío. Así que nuestras expectativas de la vida son más altas de lo que la realidad nos ofrece.

Pero no es la única razón por la que casi todos perseguimos finales felices. El cerebro humano está programado genéticamente para hacernos olvidar los momentos duros de la vida. Cuando sufrimos un trauma profundo por un accidente –les sucede a muchas víctimas de atentados– o estamos en una situación de extrema tensión el cuerpo segrega adrenalina para evitarnos la aspereza de ese trance. Una de las terapias más extendidas es justamente intentar hacernos recordar ese momento olvidado para reconocer la situación y acostumbrarse a ella para evitar futuras decepciones.

Pues bien, una reacción bastante extendida ante historias tristes o finales tristes es la de: “no por favor, ya bastante tengo con mi vida como para ver más drama y tristeza.” Es verdad. Los finales felices nos hacen olvidar a enfrentarnos a nuestra propia vida, nos hacen recordar lo bonitos que eran los cuentos infantiles y queremos repetir esa belleza en todo lo que vemos en nuestra vida diaria. La mayoría de los psicólogos están de acuerdo que las lágrimas de felicidad no existen y sin embargo ante situaciones o finales felices tendemos a llorar porque hacemos la regresión a esa niñez dulce y mentirosa, y nos recuerda la realidad a la que tenemos que volver. Dicho de otra manera, queda en evidencia nuestro idealismo intrínseco, rememoramos aquella naturalidad de carácter simple y recordamos que muchos de nuestros sueños no se han cumplido o se han vuelto inalcanzables. No es ni malo ni bueno, es simplemente la realidad misma: el mundo no es justo y nunca lo será; más vale acostumbrarse a ello. Cuando una novela, película o cualquier otra ficción nos ofrece un final feliz no hace más que llegar de forma fácil a casi la mayoría del público.

Un final feliz es de esa forma un final más comercial, llega a vender más porque habrá más personas dispuestas a aceptarlo. Baste recordar el éxito que goza la literatura romántica, llena de drama, y tristeza, pero casi siempre con final feliz. En 2007 este género copaba el 4% del mercado editorial español e iba en ascenso, y no parece que la absurda historia de El niño del pijama de rayas vaya a cambiar esa tendencia a pesar de su final triste y poco serio. Por otra parte, los finales tristes, en un alto porcentaje, nos obligan a la reflexión mesurada sobre la vida, nos presentan la vida con toda su crudeza y verdad, y nos obliga a enfrentarnos a nuestros miedos como son realmente, y no desde el idealismo. Si estamos programados para rechazar por naturaleza genética y educación los finales tristes, un autor nos pone a prueba si nos los ofrece. Madame Bovary y Anna Karennina terminan con tragedia y tristeza, y si hubieran terminado felizmente hoy serían dos novelas románticas más, quizá mejor escritas, pero no nos habrían legado la inmensa crítica de la situación de la mujer en sus épocas y sus países. El final feliz nos hubiese atenuado esa vida cargada de infelicidad para hacernos creer que siempre habría una solución para una mujer independiente. De hecho, hay quien todavía cree que se vivía mejor en cualquier época anterior. Por algo será, porque la realidad histórica desmiente esa creencia.

¿Quiere esto decir que son mejores los finales tristes? En absoluto. Hay excelentes ficciones que tienen finales felices muy bien trabajados, y también lo contrario: bodrios que tienen finales tristes que siguen siendo desperdicios. Más que finales felices deberíamos hablar de finales optimistas como los del libro La uvas de la ira,de John Steinbeck o el filme Cinema Paradiso,de Giuseppe Tornatore. Hay muertes y tristeza en ambas, pero sus finales nos invitan a creer en el mejoramiento humano. Por otra parte, Titanicla versión de James Cameron tiene un triste final optimista y es una horripilante película llena de melodrama y situaciones inverosímiles a pesar de ser, técnicamente desmenuzada por secciones –banda sonora, efectos especiales, etc–, un dechado de virtudes.

Un final literario o fílmico debería ser “solicitado” por el propio argumento de la historia que contamos y no impuesto por nuestro deseo de causar un impacto final en el consumidor como pasa en los melodramas. En finales abiertos como los de La Montaña mágica, de Thomas Mann o Retrato del Artista adolescente, de James Joyce, no es necesidad saber más sobre la vida de los protagonistas pues nuestra reflexión sobre sus decisiones finales nos llenan este vacío. Pues parece, amiga, que la vida me ha llevado a preferir la reflexión a la fantasía, los finales tristes a los felices. No quiero que sea de otra manera no vaya a ser cierto lo que dijo Simon Kinberg, guionista de la película Sr. y Sra. Smith, que pone en boca de uno de sus personajes “Los finales felices son historias sin acabar”.

Más en: Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa

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