Es casi unánime considerar que la transición española del franquismo a la democracia ha sido modélica en cuanto a forma y resultados. Hoy es posible hablar de España (es verdad que con tintes claroscuros extensibles al grueso de las democracias mundiales) como un país democrático, con división de los poderes públicos, una sociedad civil dinámica, y a hasta el inicio de la crisis, tuvo un rápido crecimiento del PIB –incluso superior a la media europea, aunque deducible teniendo en cuenta la razonable gestión de los fondos recibidos por la Unión Europea– y un prestigio internacional que no existía durante los años del régimen franquista, aunque se había perdido antes.
Sin embargo no todo fue placidez a la muerte de Franco. Necesario es recordar que la transición meditada por el primer gobierno de Adolfo Suárez, pactada y luego votada entre los principales partidos políticos, si bien fue aplaudida por la gran mayoría de los españoles, dejaba insatisfechos a no pocos sectores. Los partidos más radicales, en especial los partidos nacionalistas, quedaban con la miel en los labios creyendo que a la muerte del caudillo se haría tabla rasa con el franquismo, mientras los grupos afines al franquismo veían con estupor y miedo una posible apertura política que legalizara a partidos que veían como enemigos mortales, y cuya cabeza visible era el Partido Comunista de España.
A pesar de todo ello el consenso hacia la transición se alcanzó; y quedó evidenciado en la aprobación del “Proyecto de reforma política” por parte de los más de dos tercios necesarios de unas Cortes que aún poseían propensiones franquistas, luego en la aplastante mayoría (94 %) que el pueblo español dio a este proyecto en el referendo convocado por el gobierno de Suárez y, finalmente, en el triunfo electoral de la Unión de Centro Democrático (UCD), más que un partido político, una alianza entre diferentes organizaciones y cuyo representante era el ideólogo de las reformas políticas que se estaban materializando en el país.
Ahora bien, en pleno siglo XXI, algunos de los principales conflictos a los cuales renunciaron estratégica y temporalmente algunos de los partidos y que se creían rebasados durante el proceso de democratización española, están haciendo aparición, treinta años después de la muerte del caudillo. Los afanes nacionalistas de vascos y catalanes que ponen en entredicho la organización territorial del Estado español, la manipulación de los poderes públicos por parte de los diferentes gobiernos, el sometimiento de algunos medios informativos a las políticas de partido, la indefinición del poder respecto a las relaciones con la iglesia católica, la limitación de la independencia de las empresas privadas, la división de la sociedad con respecto a los desaparecidos durante y posteriormente a la guerra civil; conflictos que parecían superados, problemas que existían, se mantenían agazapados y que han vuelto a asomar su nariz indicando que la transición, como fenómeno social, aún se está produciendo en España. A estos problemas se han sumado otros, como la inmigración descontrolada e ilegal y el terrorismo, que también enfrentan a los partidos políticos a pesar de un aparente frente común.
El consenso entre los grandes partidos políticos para manejar estos asuntos de forma similar, de imprimirles un carácter de “Pacto de Estado” parecía superado. Sin embargo, el ascenso repentino e inesperado –la mayoría de las encuestas previas a las elecciones de 2004 daban como vencedor al Partido Popular (PP)– del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el pacto de gobierno que estableció José Luis Rodríguez Zapatero con partidos de corte nacionalista para alcanzar la mayoría necesaria para administrar el gobierno, han hecho trizas los diferentes acuerdos consensuados con el resto de los partidos presentes en los inicios de la transición.
¿Todos estos inconvenientes ponen en peligro la democracia española? Indudablemente no, aunque algunos grupos políticos españoles lo crean así. Sin embargo producen malestar en gran parte de la sociedad, generan incertidumbre y, aún más preocupante, ponen en evidencia la impotencia de la democracia ante determinadas políticas que intentan el desmantelamiento de la estructura política y territorial del Estado.
Lo que debe aprender Cuba.
Los cubanos, para quienes no ha sido menos seductora la transición española –al menos para aquellos que ya van pensando en este proceso al cual arribarán de forma inevitable– es muy importante tener en cuenta estos problemas antes de lanzarse a locas a ordenar la transición “a la española”. No hay que negarla; a fin de cuentas los beneficios para el país peninsular están a la vista, pero sí se deben intentar atar aquellos cabos que España ahora está mirando asomar sin que la política del gobierno sea claramente definitiva en su solución. Tampoco deberían los cubanos democráticos subestimar el hecho de que en Cuba no existen situaciones conflictivas como las que se ha enfrentado España. No existen en Cuba, al menos hasta ahora, conflictos territoriales evidentes más que los tradicionales entre las capitales y el resto de las provincias en cualquier país del mundo, ni partidos nacionalistas que intenten el desmantelamiento de la estructura estatal. Quizás –y sería una insensatez desecharlo de manera tajante como imposible– pueda aparecer en Cuba algún partido anexionista, pero confiemos que no tendrá votos suficientes para ser un problema en la Cuba democrática.
Tampoco preocupan a los cubanos el terrorismo ni la inmigración, aunque éste puede hacer su aparición en una Cuba estable y democrática si la situación de Haití o República Dominicana no mejora de manera suficiente en los próximos años, lo que es poco probable que suceda si miramos las perspectivas de los vecinos caribeño.
Ahora bien, otros problemas sí deberían preocupar a los cubanos. En primer lugar cómo controlar los ánimos rebeldes e intransigentes de los castristas y los anticastristas radicales. No es posible una transición tranquila si alguno de los grupos políticos más influyentes de una futura apertura, enciende los ánimos de sus partidarios en un sentido u otro. Por desgracia, los cubanos, durante toda su historia, han convivido y se han alimentado de un espíritu belicista que ha desechado toda posibilidad del ascenso de dirigentes reformistas, más equilibrados. La toma del poder por parte de Fidel Castro, en 1959, y su fraseología ultranacionalista y beligerante ahondó aún más éste espíritu belicista que ha incrementado, hasta límites desequilibrados, la frontera entre los cubanos que defienden posturas divergentes.
En España, durante la transición, los grupos que pedían ajustes de cuentas con el franquismo, que querían esa reactivación de la memoria represiva, fueron controlados por la propia ley franquista, pero sobre todo y de manera mucho más importante, por sus propios electores quienes no compartían los ánimos incendiarios de sus dirigentes y que habían sido válidos mientras vivía Franco.
Aquí está uno de los detalles más importantes de la transición española y que debería calar en el ánimo de todos los cubanos, sean de una tendencia u otra: el consenso casi unánime de aprovechar las propias leyes de la dictadura para desmantelarla. No quiere ello decir que se mantengan eternamente las leyes del régimen; no pocas injusticias y bar
baridades se han cometido en plena democracia española basándose en leyes franquistas. Pero sí es vital que todos los ciudadanos y los grupos políticos que los representan, sean respetuosos, por mucho que hiera sus ideales, a estas leyes –a falta de otras– siempre que sirvan, a largo o corto plazo, para desarticular las bases de la dictadura. Es posible y es necesario para evitar enfrentamientos civiles.
Esa contención legal, pero en especial la ciudadana, que se impuso a los partidos radicales españoles debe entenderse como síntoma de un agotamiento de la gente por tantos años de enfrentamientos civiles, pero aún más por el hecho de que el franquismo, como casi todas las dictaduras de corte contrario al comunismo o socialismo, no había impedido el ascenso paulatino de una clase media en un ambiente tímidamente favorable, que dejaba paso a un mejoramiento sosegado de las condiciones económicas del país. A la muerte de Franco la situación económica española era bastante endeble comparada con el resto de Europa, pero indudablemente superior a los inicios del franquismo.
¿Cómo resolver en Cuba la ausencia de una necesaria clase media para el cambio? El gobierno cubano ha reprimido en sucesivas ocasiones todo cimiento de esta clase social. Cuando, obligado por la crítica situación económica de la caída del comunismo en los países del Este, cedió un poco sus zarpas para permitir la iniciativa privada y el uso liberado del dólar y las divisas extranjeras, no tardó en aclarar que eran sólo medidas circunstanciales, aunque algunos creyeron que ya no habría marcha atrás. Sin embargo, los pasos siguientes del profundamente conservador e inmovilista régimen cubano[1] dejan poco lugar a dudas, las presiones sobre la exigua iniciativa privada, así como el regreso a la política restrictiva del uso liberado del dólar dentro de la isla, dejan clara su intención de no permitir que esa posible y necesaria clase media en tímido ascenso tenga voz, ni siquiera autonomía económica, dentro de la isla. Lo peor es que las últimas medidas tomadas por el segundo Castro, como que los cubanos puedan usar móviles y entrar a los hoteles, huelen al mismo tipo de circunstancial maquillaje social.
Quizás el sustituto de esa clase media esté establecido en el exilio y vuelva alguna vez a la isla cuando se permita real y definitivamente la iniciativa privada. Pero para que esto se logre sin fricciones el gobierno que se forme luego de la muerte de Castro, si realmente quiere democratizar el país y mejorar las condiciones de vida de su pueblo, tendrá que hacer una labor propagandística eficaz para contrarrestar la influencia del mensaje falaz de que los exiliados cubanos quieren quitarle sus pertenencias a los de la isla y que, por desgracia, ha calado entre los isleños luego de casi cincuenta años de dictadura.
Por último es vital un necesario acuerdo político serio, efectivo y consensuado entre todas las organizaciones para evitar que aquellos aspectos vitales de la política del país, esos que son esenciales dentro de la “política del Estado” sean respetados por todos los partidos que ganen en las futuras elecciones cubanas. No es posible que un país imprima bandazos de ciento ochenta grados en su política exterior, en el mejoramiento de los poderes públicos –en especial, el poder judicial y las organizaciones que lo representan–, en delimitación clara y efectiva de los poderes públicos y la soberanía económica de las empresas privadas, en mantenimiento de las políticas de la educación ciudadana, etc.
El caso español había sido hasta ahora bastante efectivo. Ninguno de los grandes partidos políticos había cambiado tan radicalmente sus posturas con respecto al consenso general. Todas las reformas efectuadas en estos aspectos esenciales de la política estatal eran ampliamente consensuadas por la mayoría de los grupos políticos con un debate previo que garantizara una alta representación de ciudadanos a través de aquellos. Ese consenso se vio afectado con la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al gobierno y se ha afianzado con en la legislatura posterior de Mariano Rajoy. Algunos creen que el caso del socialista fue un supuesto radicalismo intencionadamente perpetrado para desmantelar la estructura del Estado. Sin embargo deberían entenderse, quizás, como un síntoma de la debilidad de los pactos que efectuó para garantizar la gobernabilidad, y se vio cómo en su segunda legislatura Zapatero regresó solapadamente a las políticas que antes mantuvieron sus predecesores: Felipe González y José María Aznar .
Sea por una razón u otra, lo realmente preocupante es que un gobierno que gane democráticamente las elecciones pueda utilizar la mayoría circunstancial que le dio el poder para hacer gobierno contra la oposición. Un gobierno, sea del partido que sea, debería tener en cuenta que sus adversarios políticos son sólo eso, “adversarios”, nunca enemigos a los que destruir.
Los cubanos deberían intentar “sujetar” este problema antes de su posible irrupción en la vida pública de la futura democracia y no dejar que el electorado sea quien decida si el radicalismo de un partido o del representante de ese partido, se imprima a las decisiones de un gobierno. Las mayorías electorales son siempre circunstanciales, volubles, relativas y pueden votar hoy lo que ayer odiaban. Con mayorías legales se hicieron Hitler, Trujillo o Perón con el poder, con mayoría legal se instauró el nazismo y se exterminó a millones de judíos, y también hoy día están Hugo Chávez y Evo Morales desmantelando la estructura de la democracia. No se debe permitir que un pueblo sufrido, esperanzado en descubrir un futuro diferente, se deje fustigar por una irresponsable tradición revolucionaria que impida una vez más el derecho de los cubanos a la libertad.
[1] Algunos aún dudan del carácter profundamente conservador del régimen cubano. Solo citaremos tres razones:
-La instrucción política de los cubanos es baja. Si bien el gobierno ha logrado extender la educación elemental, se instruye al individuo en el acatamiento a la infalibilidad del “Estado Benefactor”. La polémica, la necesaria duda hacia la bondad de los poderes públicos y, en especial, la crítica, son vistas como “traición a la revolución”. El gobierno necesita hombres poco instruidos y dependientes porque sus contrarios, la educación y la independencia económica, son obstáculos para la colectivización y la extensión del pensamiento único.
– La tendencia general y natural de la sociedad moderna es a la síntesis de los preceptos morales. Sólo hay que comparar la tendencia general en la actualidad con las sociedades precedentes. El régimen cubano, de forma contraria a esta tendencia, los potencia. El cuidado a saltarse las normas produce individuos poco emprendedores y sometidos.
-El régimen cubano usa una fraseología “revolucionaria” –que también practica– que contraviene la tendencia razonable de la sociedad moderna a la desaparición de las fronteras nacionalistas. Terminología como “defensa de la soberanía nacional y a las conquistas de la revolución”, encubre tendencias ultraizquierdistas y ultranacionalistas, que han sido el caldo de cultivo de los peores sistemas totalitarios de la historia.