Dorian Gray o el arte como antídoto

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Existe una historia, seguramente apócrifa, que propone al pintor Basil Hallward, como autor de un prólogo para una de las ediciones de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde. Hallward, como personaje al fin, no puede escribir un preámbulo para un libro donde él existe y, por desgracia, la historia no es cierta, pero quienquiera que haya escrito ese pequeño trozo de mentira superior a la realidad que existe sólo en el libro, hizo una pequeña aportación a la literatura haciendo casi real lo que es sólo ficción.

En ese pequeño fragmento se propone la idea de que Wilde estuvo presente mientras iba dibujándose durante semanas la silueta de Dorian Gray en el lienzo, y en algún momento se lamentó de que la belleza desquiciante del joven desapareciera con la edad, con lo que quedó sembrada en el cerebro del autor la semilla de lo que luego ha sido su obra más conocida.

Sin embargo, hay un apunte menor en ese fragmento fabulado cuando el autor dice:

El Radiante Adolescente es, sin duda, lo contrario, precisamente, del héroe perverso de Wilde, pero era tal la afición del autor a la paradoja, que esta antítesis del personaje fue lo suficiente para fascinar el espíritu del poeta…[1]

Quien escribe ficción ha tenido esa oculta fascinación por algo que no existe y que no lo abandona hasta que lo saca de dentro. Y sobre todo ha tenido la extraña sensación de que su ficción es tomada en serio por muchos de aquellos que se ven reflejadas en ella.

Mi experiencia en esto ha sido dispar. Algunos de mis recuerdos o anécdotas de niñez y juventud fueron a parar en mi primera novela El diablo bajo mi piel, y muchos de mis amigos y familiares reconocieron algunas de ellas, pero siempre advirtiendo que no ocurrieron como yo las contaba.

Es interesante porque en algunos casos yo tenía una visión diferente de los hechos y creía que había plasmado la historia tal y como había ocurrido, pero en otros simplemente las había cambiado literalmente para lograr el efecto necesario en el argumento que contaba mi novela.

Esto es, había utilizado fragmentos de mi vida para justificar o criticar, fragmentos de la vida de mi personaje, que sí, se parecía a mí, pero, evidentemente, no era yo, sino alguien que tenía ideas parecidas a las que yo tenía entonces, pero que tomaba riesgos y decisiones que yo en mi vida personal jamás habría realizado.

Esto es más común de lo que se cree.

Pero aún más interesante es que hubiera personas cercanas a mí que se reconocieran en mi novela sin haber estado jamás ni en mi cabeza, ni sirvieron de patrón de creación para alguno de mis personajes, ni los había tenido en cuenta en el plan inicial: esto era turbador e hilarante a la vez.

Con el tiempo he llegado a creer que algunos de estos que se apropiaron de historias que yo había inventado, que había sacado de dentro, que había inventado del todo, quizás sí habitaron en el plan de mi novela, pero estuvieron de forma inconsciente, sin que yo fuera del todo –ni un poco, apenas– consciente de que eran carne de cañón para mi Bildungsroman.

Este proceso se ha repetido más de una vez. Algunos de los textos colgados en mi web, las nuevas novelas que están escritas y publicadas y otras inéditas, recogen miedos, desprecios, alegrías, intenciones, ideas, apreciaciones, intereses y cariños personales, pero no siempre los que se dan por aludidos en ellas son los que los provocaron.

Quizás ya sea un lugar común, pero cuando escribo, lo mismo reflexiono sobre hechos y situaciones que he pensado, trato de hacer divertir a otros con algo que yo mismo me he divertido, pero también, y no son pocas veces, saco de dentro la ponzoña que intenta envenenarme, y quien lea las vidas de los autores clásicos y los textos que de ellos han salido, casi siempre las mejores novelas, los mejores textos, las mejores obras artísticas han sido parte de ese antídoto.

Falta en mi vida (al menos publicada) esa obra que demuestre el purgatorio de mis demonios, pero no pasa una semana sin que deje de escribir para purgar esos demonios, para describir unas circunstancias que me oprimen, como sustituto antidepresivo para no hacer canales en mis venas, que además, no es algo que me obsesione ni que me preocupe.

El episodio supuestamente contado por Basil Hallward sería el mismo que podría haber escrito Max Brod sobre Kafka, o el otro Max (Perkins) sobre Francis Scott Fitzgerald, quien purgaba sus tórridos amores con Zelda en Suave es la noche, o cualquier amigo del propio Hemingway, cuyos cuentos –pequeñas (por cortas) obras maestras– no sirvieron para evitar la descarga de sus sesos con un balazo.

Ser escritor, incluso más, ser artista, no es sinónimo de alma desgarrada e inconforme con el mundo. Hay montones de almas desgarradas por vivir que no son siquiera intelectuales, pero es un hecho que usar el cerebro para algo más que lo básico, construye personas inconformes con la realidad.

Escribir, pintar, crear, es casi un acto de rebelión y, como acto de rebelión, hace a su portador en un ser humano diferente, incómodo, por más que socialmente parezca otra cosa.

Quizás esa pintura del hombre que se sacrifica (o se duele) en vida mientras en la soledad de su cuarto una parte de sí mismo envejece, no es sólo una fantasía colocada casualmente en la mente de un creador. Lo que sí puedo asegurar es que el efecto balsámico de la literatura, por más que pueda parecer una utopía, ha causado efecto en mí. Quién sabe sin ella dónde estaría.

[1] Oscar Wilde. El Retrato de Dorian Gray. Libresa, Quito, 1997, 116

 

Más en: Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa

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