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Es interesante la importancia de la ficción en el ser humano. La literatura y el teatro cargan siglos a sus espaldas, el cine, aunque joven, ya cumplió el primero de su vida y aun nos seguimos emocionando con la ficción. Sean novelas como El Quijote o Madame Bovary, puestas en escena Hamlet o El fantasma de la Ópera, o filmes como Titanic o la Trilogía de los colores, año tras año seguimos emocionándonos y dando importancia a creadores que nos ofrecen fantasías sobre la realidad.
¿Cuál es la magia por la cual ocurre semejante milagro? ¿Qué requisitos se necesitan para lograrlo? Es conocido el caso de escritores conscientes del impacto que su obra provocaría en el público y en la crítica. Quizás el más mencionado sea Ulises, de James Joyce, quien lo ha dejado plasmado en su correspondencia. Pero aparte de unos pocos genios como el irlandés, la mayoría de los escritores reciben con sorpresa, y en algunos casos hasta con desagrado, la resonancia de alguna de nuestras creaciones de ficción.
Desagrado a veces, porque la obra que logra atraer la atención del público no es la que su autor esperaba, no es la mejor, no es la que el creador considera más atractiva. Esto como tendencia, si bien no siempre se cumple.
La cuestión es que ese misterio que provoca una complicidad inesperada entre el creador y el público, puede no suceder nunca; pero cuando sucede, uno no deja de preguntarse si fue buscado o casualidad. Porque es bastante difícil intentar escribir bien, tratar de lograr llegar a esa excelencia que permita acuchillar el alma de un lector espectador, como para también ser consciente de que se logrará obtener ese resultado.
¿Por qué mi libro llega a la gente?, se pregunta un autor. ¿Por qué el anterior pasó inadvertido? He escrito con el mismo esfuerzo, el conocimiento de las mismas herramientas, la misma capacidad de ser el escritor que nació para esto, o aprendió en el camino las herramientas para lograrlo.
El largo debate sobre si el escritor nace o se hace sigue y seguirá obsesionando a los que se mueven en el mundo de la creación. La polémica no se aviva sólo en los predios literarios. Se ponen ejemplos de una y otra tesis, y se intenta sustentar de mil maneras los razonamientos de cada bando.
La experiencia, en gran parte, demuestra la idea de que el talento artístico no viene desde la cuna como una capacidad genética que emparienta al escritor o al músico con un recordista mundial de salto de altura o los cien metros planos.
Un genio como Mozart, que revolucionó el Clasicismo con sus fuertes contrastes entre la orquesta y el instrumento solista, debe gran parte de su genialidad al estudio paciente y sacrificado al que se vio sometido en la niñez temprana por su padre.
Tampoco se puede asegurar lo contrario. Benny Moré alcanzó las cotas más altas de la música popular cubana sin haber estudiado en academia alguna. Su escuela fue la calle y cuando intentó estudiar música lo dejó casi al inicio porque le resultaba excesivamente complicado; ello no ha impedido que se siga reconociendo su excepcional talento, incluso en hechos tan extraordinarios como dirigir su orquesta de espaldas mientras cantaba de frente al público.
Es muy conocida la condición de autodidacta de Jack London, que debe su talento a un espíritu aventurero que lo llevó a viajar por el mundo y a una pasión sin límites por la literatura.
En la literatura hay una verdad de Perogrullo. De nada sirve un talento innato si no se cultiva en el entorno que te toca vivir. Para penetrar y entender los entresijos del conocimiento literario y su fascinante mundo de la creación es obligatorio: ¡leer literatura! Es inconcebible un escritor que no sea ante todo un buen lector, si bien sólo con la lectura no se garantiza la formación de un escritor. Pero no sólo.
Conocer los clásicos de la literatura, desmenuzar sus obras, intentar destripar los trucos que usaron para hacer sus obras, es un requisito indispensable. Pero un escritor, en función de los temas que produce, debería saber sobre el proceso de construir un lápiz, los argumentos de comunicación de los cetáceos o porqué un cohete es capaz de romper la gravedad terrestre. Sí, es imposible saber todo. Debemos escoger lo que aprendemos, lo que leemos, lo que nos interesa, pero no debe haber límites en los temas.
Se podría señalar de la misma forma que debe conocer de técnicas literarias. Nada más cierto, aunque existen excelentes conocedores de técnica y teoría literarias que son, a su vez, inmejorables lectores sin que lleguen a alcanzar la categoría de creadores literarios —al menos de ficción. ¿Y entonces qué?
Criterios hay miles: desde la platónica —en su acepción originaria— imagen de presentar al escritor como un simple portavoz de la idea divina, con su finalidad romántica de embellecer la vida, hasta considerarlo formado a través del esfuerzo diario con un comprometimiento social sartreano, donde el escritor, replegado en sus sentimientos, hace voto de confianza a la libertad de los hombres.
Aunque pueda resultar un lugar común, debe existir una conjugación de varios factores. El escritor comienza con una picazón interna, una especie de gusanillo que le corroe las entrañas, un don divino o infernal que lo obliga a expresar a través de la palabra, describiendo o inventando situaciones —o mejor: ficciones—, todo aquello que lo conmueve, alegra o entristece de la realidad.
¿Por qué escribimos? Como regla general porque algo nos ha trastornado, hemos sufrido por uno o varios motivos —incluso ajenos a nuestra vida cotidiana— y en lugar de contárselo a un amigo, lo soltamos sobre el papel.
En el fondo escribir es un acto de dolor, un parto a medias inesperado, donde se ponen en juego imaginación, inventiva y conocimiento universal del creador. Se le atribuye a Rilke en su Cartas a un joven poeta la frase de que, si alguien puede vivir sin escribir, que simplemente no escriba. Quizás sea un tanto exagerado.
Aunque no le falta razón en algo; si no hay nada por lo que sufrir, que nos incomode, que criticar, entonces tampoco habrá nada que escribir. Escribir es, sobre todo, vivir otra realidad para escapar o criticar la nuestra. Si se es del todo feliz, o todo lo feliz que se pueda, si la vida nos ha dado toda la felicidad que esperábamos, es difícil que lleguemos a sentir la necesidad de expresarnos en la literatura.
Pero puedo asegurarlo. El escritor se hace, si quiere. Antoine Albalat dijo:
La literatura no es una ciencia inabordable reservada a unos pocos iniciados ni exige excesivos estudios preparatorios. Es una vocación que cada uno lleva en sí y que desarrolla más o menos, según las exigencias de la vida y en condiciones favorables.[1]
Y tiene razón el autor francés. Y, aun así, ello no basta para crear una buena obra literaria. ¿Te atreves a buscar la respuesta? Cuando la encuentres, me avisas.
[1] Antoine Albalat. El arte de escribir. (Trad. H. G. Quintana). El Barco Ebrio Editorial, Madrid, 2015. Pg. 16
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