Hace un tiempo se ha filtró la noticia de que el Messenger de Hotmail no funcionará en Cuba por propia decisión de Microsoft, la empresa gestora del programa. El pretexto del que se hace uso para prohibirlo es que la isla, junto a cuatro países más (Irán, Corea del Norte, Siria y Sudán) están en la lista de países embargados por Estados Unidos. Me temo que debe haber algo más, pero en cualquier caso el impacto en la isla será mucho menor de lo que se cree. Muy pocos cubanos tienen acceso a Internet, y menos aún tienen acceso a herramientas de intercambios o redes sociales tipo Messenger o Facebook, siempre tan propensas a la libertad individual y al pensamiento propio.
En cualquier caso es sorprendente el impacto que damos a este tipo de noticias los cubanos que estamos fuera de la isla. Y yo preguntaría a los cubanos, ¿se han puesto a pensar cuántos de sus amigos, conocidos, compañeros de universidad, colegio, barrio, todavía viven dentro de la isla?
Cuando vencí mi natural tendencia a fruncir el entrecejo por esto de las redes sociales y decidí usar Facebook, me he quedado sorprendido de la dispersión de muchos con los que compartí mi niñez y adolescencia. Otawa, La Florida, Madrid, Filadelfia, y hasta países tan extraños para un latinoamericano como, Noruega, Finlandia, Suecia, y hasta Vietnam pasaban ante mis ojos cuando veía los destinos de todos ellos. Sí, todavía hay alguno por la isla y no sé cómo hacen para usar Facebook o un correo personal, o un blog, pero lo que está claro es que con muy pocos de los que aún están allí puedo establecer contacto electrónico.
Creía al principio que sólo me pasaba a mí. “De acuerdo, me han tocado los amigos más patilargos del mundo”, pensé, pero yo mismo no era un patilargo, no tenía, al menos al principio, particular interés en viajar, ni ningún familiar en el extranjero que me ayudara a salir, ni dinero para pagarme el viaje, no era pinguero (puto, chulo o prostituto), ni mi novia jinetera, y sin embargo, salí y vivo felizmente en Madrid. ¿No podrían pensar entonces lo mismo mis amigos y conocidos de mí, que era un patilargo, o un desafecto, o un antipatriota, o que ya había dejado de ser cubano, como me soltó en la cara un desconocido en una cola de los autobuses de La Habana cuando visité la isla en 2006? Así que la impresión inicial se esfumó cuando lo hablé con otros cubanos que también estaban fuera.
El escritor cubano Alejandro Aguilar dijo en una entrevista que Cuba es un país de adioses. ¡Claro, ahí lo entendí! Y es que los cubanos emigran en masa; salimos de la isla como moscas hacia un pastel o como ratas –eso nos dice el gobierno cubano creyendo que nos ofende sin saber que muchos nos sentimos orgullosos de ser ratas antes que borregos– cuando se hunde el barco, buscando la mínima posibilidad de hacer las maletas con las tres prendas que tenemos y el par de zapatos que ha aguantado, sin mirar mucho hacia atrás y con miles de ilusiones que se resumen en vivir teniendo todo (o casi todo) lo que nos faltaba allá en la islita.
Esta dispersión de cubanos por el mundo es interesante. Estamos triunfando en la literatura, la medicina, la política, la empresa personal, en muchísimos de estos destinos a los que llegamos, pero me duele que esos esfuerzos se los están perdiendo quiénes más deberían sentirse a gusto con ellos. ¿Imaginan lo triste de toda una generación –o ya varias– que si deciden hacer una fiesta de sus amigos del pasado no podrán reunir ni a la mitad porque el resto está más allá de los mares?
La economía cubana es un desastre (lo ha sido desde que tengo uso de razón, incluso en las vacas gordas soviéticas), y todo lo que de ello derive no estará mejor. Todos los que estamos fuera de la isla nos ganamos la vida como podemos, la mayoría en libertad y muchos con la tristeza de saber que aquella entrevista en la radio promocionando un libro, o el restaurante que regentamos o la empresa para las que nos han contratado es un logro personal que no está siendo además disfrutado por aquellos que nos vimos obligados a dejar atrás. Por desgracia seguimos viviendo sumidos en la nostalgia del pasado, aunque, eso sí, con la mirada puesta en la esperanza del futuro.