En defensa del Best Seller, pero… no tanto

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Cuando era adolescente (con 12 o 13 años) recuerdo caer rendido ante un libro de ciencia ficción. Prefiero no mencionar el título aunque seguramente ahora no se encontraría más que en alguna perdida biblioteca cubana; y casi seguro sea un libro subversivo.

Este libro fue el primero que leí donde no éramos los terrícolas los invadidos por habitantes de otro planeta sino quiénes llegábamos a otro mundo a implantar nuestras normas y reglas. Quizás fue este detalle el que me marcó para siempre. Con el tiempo, las mudanzas y las nuevas aficiones, el libro se perdió y yo lo olvidé, o eso creía entonces.

Un día, quizás 15 o 20 años después, disfrutando del placer que reporta hurgar en los libros usados, me pareció advertir su inolvidable silueta entre otros libros. Allí estaba aquel libro que tanto me había marcado. Lo compré, y no dudé un segundo en intentar revivir aquellos recuerdos tan lindos que me había  transmitido. ¡Y fue una de las experiencias más decepcionantes que recuerdo!

El libro era un alegato tendencioso en el que el mundo del futuro había sucumbido a la Unión Soviética, donde todos los hombres del mundo se llamaban camaradas entre sí, y el afán aleccionador sobre las bondades ideológicas y la superioridad moral del comunismo eran tan evidentes, que resultaba doloroso avanzar la lectura entre tanta maleza.

¿Qué había pasado? ¿Es que no tenía el mismo libro que me había trasladado a otro mundo siendo niño? Sí, el que ya no era el mismo era yo. Ya tenía este vicio que un amigo llama estampar letras y mi olfato para detectar mierda se había agudizado, el socialismo me había demostrado (y yo estuve disponible a dejarme convencer de ello) de su despego del ser humano, su incapacidad para tener en cuenta al individuo, y mis inclinaciones literarias habían dejado detrás a Agatha Christie o Isaac Asimov, y buscaban a Vargas Llosa y Dostoievski.

Es precisamente esa la base de mi defensa del best seller. La posibilidad de abrirnos las puertas a otras lecturas. Quien se tome el tiempo en este mundo tan rápido y globalizado de sacar un momento de su vida para leer a Corín Tellado, Dan Brown o Ken Follet ya ha avanzado un poquito en su mejoramiento como ser humano. Aplaudo pues a los padres que encaminan a sus hijos en las páginas poco cuidadas de Harry Potter en medio del reclamo incesante de las consolas, los dibujos animados e Internet.

Salir de la rutina diaria para dedicarle un tiempo a divertirse con un medio que no tiene más imagen que la que ideamos en nuestra cabeza, no tiene más música que la que es capaz de transmitirnos el autor, y su forma de comunicación con los demás requiere muchos días –todo lo contrario a la inmediatez del chat y las redes sociales– pues hacer todo eso, ya demuestra un deseo de búsqueda interior en un ser humano, que está intentando otras vías de reconocimiento e introspección interior y/o diversión que no ofrecen los medios modernos o los ofrecen de forma incompleta o mezclada.

Parto de esa base para no renegar del Best Seller, pero (no podía faltar la palabra más triste y odiada del español) recomiendo salir de él en la menor ocasión que tengamos.

Best Seller es sólo más vendido, no significa, libro bueno ni libro malo.

Existen libros muy vendidos que son estética, formal y filosóficamente impecables (quizás El nombre de la rosa, de Umberto Eco sea el mejor ejemplo) y hay libros que revolucionaron la literatura en su momento, que incluso entre los que aceptamos y conocemos sus virtudes, muchos no han terminado de leer (aquí Ulises de James Joyce es sin duda el ejemplo recurrente).

Ahora bien, por desgracia aquellos productos ficcionales que tienen mayor aceptación, por algún motivo, dejan mucho que desear cuando se analizan con una mirada un poco más aguda. Que nadie entienda que reniego de Los pilares de la tierra, de Ken Follet, o El niño del pijama de rayas, de John Boyne. Sólo digo que para mí resulta odioso leerme un libro que no me creo.

Los pilares de la tierra es un libro reiterativo, lleno de explicaciones innecesarias, y desvíos argumentativos, que trata al lector como si fuera imbécil, y eso llegado a la página 40 a mí me resulta insoportable, pero al grueso de los lectores no.

El niño del pijama de rayas tiene una de las peores caracterizaciones de personajes que recuerdo, con un protagonista cuya identificación desentona de forma artificial con su actuación, tanto que llegado un momento de la novela ya no me creo la historia que cuenta, pero al grueso de los lectores no, y hay otros casos en que el final está cantado desde la página 30 y la gente sigue leyéndolos. Así que debo empezar a pensar que el problema es mío.

Si anticipo el final de un libro me siento incómodo, por eso la mayoría de los Best Sellers, al no creérmelos, me resultan insípidos. Me siento estafado cuando un autor trata de engañarme con trucos literarios que se notan demasiado, que no sabe ocultarlos a mis ojos.

Y la realidad es que la mayoría de los Best Seller pecan de estos defectos, pequeños detallitos que afean la obra y que la mayoría de la gente no se percata de ellos. Por desgracia (o suerte) muchos sí los vemos.

A veces me molesta este detector de mierda incorporado y que a lo largo de los años es más perspicaz. A veces me incomoda ver defectos tan evidentes como en Titanic (por hablar de otro género) –mala caracterización de personajes, argumento inverosímil, final previsible, poco respeto por la realidad– que me impiden disfrutar de su historia de amor imposible entre dos personas de diferentes clases sociales en una sociedad que las separa.

Muchos de los clásicos, esos alejados de los más vendidos, por muchos que no nos gusten, intentan, al menos, cuidar estos detalles. Por ahondar: he leído en varias etapas de mi vida Rayuela, de Julio Cortázar, y no me gusta nada, ¡pero nada! Sin embargo, al terminar su lectura jamás he sentido que sea un libro mal escrito o inverosímil. Esto me pasa con no pocos clásicos.

Y por otro lado existe un detalle que caracteriza a los buenos libros y es que hacen que nos sintamos diferentes al terminar su lectura, por más que sean lecturas difíciles, como El juego de abalorios, de Hermann Hesse, o Doktor Faustus, de Thomas mann, que nos obligan a tener un cierto grado de referencias estéticas y filosóficas de alto nivel intelectual.

Existe un “algo” (es la palabra más imprecisa que puedo usar porque no encuentro otra mejor) interior, una indagación filosófica sobre las cosas importantes de la vida, que sólo se encuentran en las buenas novelas. Por supuesto que ese “algo” interior, existe en novelas de amplia aceptación popular, en algunos más vendidos, pero si lo hacen medianamente bien desde el punto de vista formal y estético los apreciamos más, sean o no Best Sellers.

La idea que quiero transmitir es que no se debe renegar de ningún género, tema o ficción por ser más aceptado entre la gente. La mirada de quienes apreciamos esos detalles que muchos de los demás no aprecian o sí lo hacen, pero no les importa para seguir disfrutando, no puede ser la del estirado que empina la nariz con un clásico que no lee bajo el brazo, mientras mira de reojo las obras que la mayoría de la gente se pasa entre sí.

Debemos, sí, elegir por nosotros mismos, lo que más nos conviene, conmueve o transmite nuestra forma de entender o apreciar el mundo. Pero siempre es bueno intentar ir un poco más allá, atreverse con otros libros que si gustan a algún grupo humano, algo tendrán para que se sigan leyendo, pasando de mano en mano y terminen en las listas de los más vendidos.

Siendo absolutamente sinceros con nosotros mismos tendríamos que aceptar lo que dijo Aldous Huxley: “Cuesta tanto trabajo escribir un libro malo como uno bueno; sale con la misma sinceridad del alma del autor.”

Es, simplemente, decidir por nosotros mismos. A fin de cuentas a unos les gustan más los culebrones televisivos y a otros nos conmueven Los diálogos socráticos. Es… personal.

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