En las cloacas del estado con nuestros impuestos

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blankUno de los debates más ricos que he escuchado en las últimas semanas ha sido a raíz de la película Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow. La historia discurre sobre la vida de una analista de la CIA que tiene una idea sobre cómo dar con el paradero de Osama Bin Laden cuando nada parecía indicar que fuera posible hacerlo. La lucha por imponer su pericia en un mundo machista y de hombres rudos impulsó a Bigelow a contar su historia.

Más allá de los valores de la película lo que realmente me interesó del debate fue que en la película se da a entender que encontrar al terrorista más odiado y buscado fue una labor que se derivó de las torturas realizadas por los servicios de inteligencia –aprobadas sin recato por Donald Rumsfeld en la administración Bush– sobre algunos de los presos de la cárcel de Guantánamo.

Este hecho, que luego se ha visto confirmado en la realidad, enciende algunas alarmas rojas porque evidencia que los Estados, como todos los Estados del pasado y al parecer, lo harán en el futuro, violan las más elementales normas y derechos fundamentales para lograr objetivos concretos que, al final, benefician al resto de los ciudadanos.

Dicho así es un poco fuerte, pero pensemos un segundo: los tres terroristas a los que el gobierno norteamericano reconoció haber torturado dieron finalmente la clave para llegar a la información más precisa sobre el enemigo público número uno. La pregunta es: ¿no siendo ético ni humano valió la pena haberlos torturado por los objetivos conseguidos?

Por norma, todos deberíamos estar contra la tortura. Yo lo estoy, y creo que la gran mayoría que lea este texto también. Por principio, como base fundamental de los derechos humanos, nadie debería estar sometido a vejaciones por sus creencias o, incluso, delitos derivados de ellas.

PERO…

Y lo pongo bien grande para que sea vea: nadie duda (y quien lo haga es un ingenuo sin remedio) que los estados, incluso los democráticos, tienen cloacas pestilentes, pasadizos oscuros por donde transitan seres ocultos a los que se paga con nuestros impuestos, para que hagan un trabajo sucio que casi nadie está dispuesto a hacer y que muy pocos ciudadanos respetuosos de la ley, estarían dispuestos a aceptar sin que le escueza la moral. Existen tipos sin escrúpulos que trabajan igualmente con escoria, que se ensucian y luego se lavan las manos con nuestros impuestos y a los que si alguien atrapa en su labor, el estado negaría que los tiene en sus nóminas.

Pensad un segundo en ello, imaginad por un segundo: para que mis hijos y los tuyos vayan seguros a su escuela, para que yo pueda ir tranquilamente en el metro al trabajo sin terror a una bomba o que tú te sientes a disfrutar de una película en un cine sin el temor de que alguien suelte un gas venenoso en la sala o vayas sin temor a un centro comercial a llenar el carrito de la compra, hay gente a los que pagamos (sin saberlo y sin conocerlos) para que violen la ley y encuentren los peligros que nos impidan esa vida; ¿no es un poquito desconcertante?

Por nuestra propia seguridad, por mantener nuestro status o modo de vida, preferimos a veces cancelar temporalmente nuestra moral, decidimos no pensar en que eso sucede porque la mínima idea de que esto pueda pasar, nos obligaría a un debate interno con el cual sería imposible vivir.

El GAL en España, la CIA en Estados Unidos, o el Mossad, en Israel, tienen por objetivo fundamental la salvaguarda de los estados que a los que pertenecen. No lo hacen (ni lo hicieron) menos los servicios de inteligencia de países antidemocráticos como la antigua Unión soviética, Cuba o la Chile de Pinochet, pero a los cuales prefiero no aludir porque muy pocos dudarían en reconocer la ilegitimad de la labor de un estado violador de derechos humanos universales por derecho. Contra esos, casi todos estamos en contra, y con absoluta razón.

¿Pero qué pasa cuando lo hace un estado democrático? ¿Qué cuando gozamos de libertades y derechos que sabemos que cuestan a otros los suyos? Repito: que nadie se engañe, ya Orwell dijo que existen tipos que se enfangan las manos para que nosotros durmamos por la noche. Desde nuestra posición de espectadores románticos y sin control sobre determinados aspectos de esos pasadizos que están metafóricamente bajo la ciudad, es fácil la opinión de defensa de los derechos universales.

Es relativamente simple escandalizarnos con las noticias matinales de torturas frente a tele plana mientras disfrutamos un café oloroso que viene de Colombia y un dulce hecho en marruecos que compramos ayer en el mercado. Esta posición privilegiada nos permite tener esa opinión recta y alta rayana a un moralismo de Starbucks pero alejado de la realidad del día a día.

Recuerdo una capítulo de la serie Rubicón, que quedó apenas en una primera temporada para amantes de las series de culto, donde un grupo de analistas que trabajan para la CIA, deben decidir si aprueban que un tipo al que les piden investigar en algún país del Medio Oriente era o no terrorista para que la CIA decida si meterle un bombazo a su casa.

La decisión final de estos analistas y su postura posterior de desentenderse de los resultados colaterales de su decisión es una muestra de ficción bastante interesante de lo que hablamos. Como también lo es aquel capítulo de la serie El ala oeste de la Casa Blanca (The West Wing) en que Josiah Bartlet debe decidir si aprueba el asesinato (por supuesto de forma encubierta y sin taquígrafos) de un ministro de un país árabe del que se tiene evidencias que es un terrorista. La pregunta del presidente ficcional Bartlet fue: ¿Qué delito, si no fuera ilegal, te gustaría cometer?

Lo interesante es que, nos guste o nos disguste, ya sea que lo aprobemos o nos escandalice, que nos escondamos tras nuestra moral de Starbuck o seamos conscientes del asesinato en nuestro nombre, hay gente ahí fuera que viola la ley, que se ensucia las manos y no precisamente con fango o barro, para que podamos vivir tranquilos gracias a su trabajo. Y lo que me preocupa es que lo sé y no me preocupa, más bien me tranquiliza. Así funciona la cosa.

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