Si quieres escuchar en audio
Hace un tiempo defendí mis puntos de vista creativos en creación ficcional frente a un grupo de intelectuales del mundo académico y fui incapaz de convencerlos (o ellos no quisieron ser convencidos) de algo tan básico como el hecho de que un creador de ficción enfrenta, independientemente del género o el tipo de creación que escoja, los mismos desafíos; cuyo más importante es persuadir a un tercero que está dispuesto a dejarse convencer, aunque no siempre está preparado para ello. Pero si este es quizás el más importante, no es el único.
Casi en la misma semana leo en redes sociales la queja de un escritor que acaba de percatarse de que su obra está siendo pirateada. Había autopublicado en la más conocida tienda online de libros por un precio que creía razonable y al día siguiente ya estaba su libro colgado en otras dos webs de dudosa autoría y ubicación para libros en descarga gratuita.
Es una putada. Lo es. Más allá de la suerte que implica tener prosélitos que te sigan hasta el punto de piratear tus libros al minuto que salen, es una putada. Porque uno aspira a vivir de lo que sabe hacer. Uno tiene la esperanza, a veces romántica y poco realista, de que quienes gozan de tu escritura, comprendan que como una silla para un carpintero, una camiseta para una tejedora o un pan para un panadero, escribir es un trabajo, una forma más de crear cosas útiles que no existen; y si bien no tienen un propósito material como la silla, la camiseta o el pan, sí tienen un importantísimo de enmascarar, embellecer o hacer visibles los defectos de lo que sí existe, y hacer reflexionar sobre ello. Por que escribir, amigo, amiga mía, no es tan simple como colocar unas palabras detrás de otras.
Escribir es para muchos (yo incluido) un placer inevitable, pero este goce no esconde que también es sobre todo, un dolor; una queja contra el mundo que no siempre sirve de catalizador o terapia y obliga a hacerlo una y otra vez, sin remedio, buscando una potencial felicidad que no siempre se alcanza en la vida.
Hacer ficción encierra un misterio que no es siempre posible descifrar cuando se mira desde la creación. Una misma historia ofrecida a dos escritores hará dos textos completamente diferentes, porque se implican en ello diferentes formaciones culturales, sensibilidades personales y sobre todo una manera distinta de manejar los recursos literarios y estilísticos. El orden y la manera en que se escogen unas palabras u otras alteran la experiencia emocional, porque la forma cambia también el contenido. No es lo mismo decir: “He visto la luz del sol sobre un par de zapatos viejos al amanecer” que, “Me sorprendí al amanecer viendo agotarse una vida en un rayo de sol que acariciaba un par de zapatos viejos”.
Esto no se puede evitar. Es decir, llegar a descubrir que se tiene alguna habilidad para provocar emociones en otros a través de la forma en que se escogen y se ordenan las palabras, las frases y los recursos literarios existentes es un don y un castigo que no siempre puedes evitar sin consecuencias para ti mismo.
Entiendo la queja de que tus libros, sin tu permiso o de la editorial a la que cedes temporalmente tus derechos de autor, puedan estar disponibles gratuitamente, y en algún lugar del éter, donde, al menos en teoría, te restan ventas. Pero, por esa misión que a veces nos inventamos los creadores sobre nuestra obra, no puedo comprender que alguien se replantee el acto de la escritura por ello. “¿Realmente merece la pena seguir escribiendo para esto? Me lo estoy planteando muy seriamente”, se preguntaba, este escritor descontento ante el pirateo de su obra.
Hay muchos motivos para escribir, como volverse rico o famoso (por más que le pase a muy pocos) pueden ser dos de ellos, pero mal encamina sus pasos quien crea que va lograr ambas cosas sin prestar atención a lo más importante: la creación misma, el acto de hacer algo que te gusta o te obliga, más allá de las consecuencias que pueda traer.
Dice Rilke en Cartas a un joven poeta: “…basta con que sienta, como le he dicho, que podría vivir sin escribir para que ya no le sea permitido en absoluto hacerlo.”[1] Resumiendo: si puedes vivir sin escribir, no escribas.
No soy partidario de frases lapidarias y cerradas. Claro que se puede vivir sin escribir. Podemos cansarnos de hacerlo para nadie o sin recompensa o porque no nos satisface o por lo que sea que nos queramos justificar o inventar. Y se puede vivir una vida apacible, sin más sobresaltos que los que ofrecen el trabajo diario y la familia (o lo que se acerque a eso que es la vida normal), pero Rilke apunta, quiero creer, a algo más profundo, y es el hecho de consideraba la escritura como una penitencia, una especie de dolor que no tiene grandes recompensas; y seamos serios, ¿quién quiere vivir en perpetuo padecimiento?
Si te impide escribir el hecho de que tu creación es perseguida por un grupo de gente que lo copia para ofrecerlo gratuito sin que recibas por ello algún tipo de estímulo monetario (que por cierto les pasa a grandes empresas como Android, Microsoft y Apple con cualquier novedad), pues es quizás, mejor seguir el consejo del escritor austro húngaro. No escribas.
Esa predisposición a intentar controlar y ser conscientes, no solo de lo creado sino además, de las manos en las que cae, no ha llegado con la autoedición y estos tiempos en que cualquiera puede colocar palabras en un archivo de edición de textos y un software online lo convierte en un producto para vender y comprar.
En los setenta, Mikel Dufrenne apuntó algunas ideas en su texto Art et politique, para dejarnos con la impresión de que el arte como lo conocíamos hasta esa fecha había muerto y que el artista no debía desentenderse del destino final de sus obras.
«El artista ha decidido que detenta un cierto estatus, que juega –o se le hace jugar– un rol, que no puede creer en la neutralidad del arte más que a condición de ignorar el destino de las obras que entran en el circuito comercial, y quizás incluso desde su génesis mientras no pretenda más que seguir su voluntad y no obedecer más que a su propio impulso. Por tanto es responsable, no sólo de la obra que crea, sino del uso con que está hecha, los efectos que ella produce.”[2]
Los muralistas mexicanos, antes que Dufrenne, siguieron a pie juntillas esta máxima, enfrentando sus creaciones a otro tipo de arte más elitista y hecho para salones, y siguiendo ellos mismos una teoría que parecía muy revolucionaria (entendida en ambos sentidos político y semántico) y que les dio no pocos frutos.
Puede ser una postura razonable seguir nuestros hijos no humanos hasta en lo más mínimo que hagan, pero como en los otros hijos, llega un momento en que, por más que sigues creyendo que son tuyos y que puedes controlarlos, terminan por conquistar identidad propia y deben cometer sus propios errores y ganar sus propias virtudes. Es un error intentar mantener absoluto control comercial y promocional para todo lo que se escribe, pinta o compone.
El artista puede escoger una editorial y no otra, una sala de exposiciones o de concierto masiva y gratuita, en lugar de otra cara y para élites, pero un creador ya tiene suficiente con los desafíos que enfrenta en su espacio creativo como para también convertirse en el policía y verdugo de las afrentas contra su propia obra. Y a veces, es verdad, la vida contemporánea impone ese cometido, pero no debe, o no debería, desgastar sus energías y mucho menos hacerle desistir de su empeño inicial y verdadero: la creación misma.
Crear, hacerlo bien (o lo mejor que se pueda), convencer, emocionar, hacer reflexionar, incluso, interactuar con los consumidores (algo en lo que no muchos, incluso yo mismo, nos sentimos cómodos) todos estos poquitos que forman un gran todo establecen un camino, una guía, una forma de enfrentar los obstáculos, una profesión y, en algunos, hasta motivos para seguir en la vida.
Preocuparse por el final, dedicarse a ir directamente a lo que va a provocar, estar orientados en exclusiva a las consecuencias, y evitarse el placer y la maravilla de enfrentar todo el camino es una pérdida de tiempo. Porque en ese viaje, con todas las expiaciones que pueda conllevar, está a fin de cuentas y a largo recorrido, lo que produce más satisfacción: que es crear en sí mismo. Lo demás, que llegue o no llegue, pero hay que disfrutar con la creación. Eso es lo más importante.
[1] Rilke, Rainer Maria. 2012. Cartas a un joven poeta. Madrid: Alianza Editorial. , carta. 1.
[2] Dufrenne, Mikel. 1974. Art et politique. Paris: Union générale d’éd., p. 12