La depresión según Styron. Reflexiones

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Antes que nada, debo hacer una confesión para evitar equívocos: nunca he tenido depresión ni tendencias o pensamientos suicidas. Al menos no lo que William Styron describe en su libro Esa visible oscuridad (Darkness Visible). Lo que no entiendo bien es por qué no la he padecido.

El ensayo de Styron es considerado por muchos el mejor libro que se haya escrito nunca sobre esta patología mental. Quizás porque no es médico, y no pretende establecer pautas académicas para que otros facultativos las consulten, ni aspira a que sea un manual para enfermos depresivos.

Styron es escritor de los buenos, de los que conocen su oficio, de los que saben conducir las palabras por los senderos que les apetece, poner los adjetivos adecuados y rompernos la cara con sus imágenes. Y lo que es más importante: sufrió depresión, aunque él reniega de este término comparando su experiencia más con una tormenta.

La descripción que hace de esta enfermedad nos deja con una ansiedad terrible, sobre todo porque deja abierta la posibilidad de que cualquier persona, en algún momento de su vida es potencialmente una víctima del llamado en inglés Nervous Breakdown.

Los síntomas explicados por Styron son los que él vivió, no los que le cuenta un enfermo sobre la silla del psiquiatra: constante sensación de desasosiego, sufrimiento emocional derivando en malestar físico que lleva aparejado el insomnio, desesperanza, desaliento, imposibilidad para disfrutar, sensación de pérdida, y, lo peor, búsqueda incesante de la autodestrucción, un eufemismo para no hablar directamente de la exploración del suicidio.

Pues nada de esto lo he vivido en primera persona. He tenido momentos duros, he pensado alguna vez en situaciones desesperadas para momentos desesperados, he vivido situaciones para no querer a parte de la humanidad, o incluso para pensar en odiarme a mí mismo, pero jamás he estado sometido a tantos síntomas juntos ni por un espacio prolongado de tiempo, ni he necesitado la voz en off de un psiquiatra para ayudarme a levantar el ánimo.

Sin embargo, hay fragmentos de este libro en los que hubiese estampado mi firma. Como cuando hace patente los destructores efectos que puede tener la pérdida de la madre a tempranas edades:

Pero tengo el convenci­miento de que un factor aún más significati­vo fue el fallecimiento de mi madre cuando contaba yo trece años; este trastorno y esta aflicción precoz –la muerte o desaparición de un progenitor, especialmente la madre, antes de o durante la pubertad– aparece rei­teradamente en la literatura sobre la depre­sión como un trauma con probabilidades, a veces, de crear un estrago emocional casi irreparable. El peligro es especialmente ma­nifiesto si el adolescente es afectado por lo que ha recibido la denominación de «duelo incompleto», es decir, si ha sido incapaz de alcanzar la catarsis del dolor y de este modo lleva dentro de sí en años ulteriores una car­ga insufrible de la que son parte sentimien­tos de enojo y culpabilidad, y no sólo pena reprimida, que se convierten en las virtuales semillas de la autodestrucción.[1]

Perdí a mi madre a los trece, como Styron. Pero fue por su propia mano, devastada por la depresión, ante esta eventualidad mi padre me preparó de forma eficaz para la vida, pero intuyo, aunque nunca lo dijo de forma expresa, que consideraba como mariconadas las muestras de cariño entre un padre y un hijo, lo cual acrecentó ese “duelo incompleto”.

Una amiga, espiritista ella, preocupada por una supuesta tendencia autodestructiva que parecía vivir yo enfrentándome a la dictadura mientras vivía en la isla, me confesó una vez que en una sesión de espiritismo (que yo no pedí) salió a relucir que en mí coexistía el alma protectora de alguien que perdí y que me protegía de los efectos negativos de la vida. Soy agnóstico (entonces ateo), pero enseguida pensé en mi madre.

Por encontrar más motivos para sentir depresión nerviosa viví bajo los efectos ruinosos de la dictadura siendo consciente de ellos, luché a brazo partido por mantener una relación sentimental que me hacía daño, de esas que intentas comprender por qué tu tolerancia y tu equilibrio no son suficientes para la otra persona, viví tres años con algo cercano al síndrome de Ulises que afecta a los inmigrantes sin papeles en gran parte del primer mundo, y con este cuadro clínico he pasado noches de insomnio, de preocupación, de tristeza, pero ¡joder no he tenido depresión!

Es probable que sea así porque siempre he tenido suerte. La vida ha sido muy generosa conmigo porque me ha enseñado los caminos cuando más oscura era la noche y me ha presentado a personas maravillosas que me han guiado a sitios a los que hubiera llegado por mi cuenta, aunque mucho más tarde. Así que tengo aprendido que por muy mal que estén las cosas, por delante está la solución; y eso lo tengo asimilado mentalmente como se ejercitan los músculos.

Pero de la misma forma tengo reglas para sentir ese optimismo. Mi método para sacar provecho al ser humano que soy ya lo he descrito: La creación literaria, la sensación catalizadora de ser un Dios que instituye mundos imaginarios para convencer a los demás de que esos mundos existen; o quizás que me creo con el talento para ver trozos de la realidad que los demás no ven y soy capaz de descubrirlos con palabras.

Pero hay algo que creo más importante que nos mantiene emocionalmente estables y es la búsqueda incesante de objetivos, de metas que sortear, de caminos para salir del marasmo diario de subsistir.

Mi mirada siempre ha estado en el cielo como objetivo. El límite que me impongo para llegar está lejos de la vista del ser humano, está en un sitio inexplorado de la vida del universo, o explorado por muy pocos. La idea de escribir, de publicar, de dejar mis textos en alguna biblioteca para que otros vengan después y se sirvan de ellos como terapia, me ha salvado de las crisis nerviosas, que si las ha tenido (que yo no creo haberlas vivido) yo no las recuerdo.

Lo que me deja sin palabras es cuando Styron dice que muchos de los que hemos perdido a nuestra madre cuando más la necesitábamos buscamos cierta inmortalidad, una reconciliación que pasa por la aceptación de un equilibrio entre la culpabilidad y el enojo por no haber visto la que se nos venía encima al perder a nuestro más querido ser.

Si eso es cierto, igual tendré que hacer caso a mi amiga espiritista, pero de otra manera. Porque mi madre, una semana antes de su suicidio me abrazó intensamente y me dijo que me amaba, que yo debía saber que siempre era lo que más quería, y que debía hacer lo que fuera por seguir adelante, pasara lo que pasara. Lo tenía previsto y yo no lo vi.

Pues sí, quizás su espíritu está conmigo, pero no como dogma de fe, ni superstición aprendida, sino como lucha en la búsqueda incesante de la inmortalidad, contra la tendencia hereditaria que podría tener al suicidio que nunca he sentido. Para otros que sí tienen ese dogma de fe o la superstición aprendida, es porque ella está ahí, en alguna forma inapreciable al ojo humano, en un sitio callado y confortable que no veo de mi cuarto, protegiéndome de los golpes opresivos de la vida. Igual termino creyéndomelo alguna vez.

Por lo pronto, recomiendo a Wiliam Styron, toda su obra, pero especialmente este Darkness Visible o Esa visible oscuridad, que aporta, como los buenos libros esa información que tienes delante de tus ojos, eres incapaz de describirlo o apuntarlo, pero cuando otro lo hace dices: podía haberlo hecho.

[1] Styron, William. Darkness visible. Jonathan Cape (Random Century Group), 1991. P. 79 y 80.

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