Andar peligrosamente por el filo de la navaja

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El ser humano, esa pequeña criatura que habita una mota que navega girando en el vasto universo, vive agobiado de contradicciones. Amor-odio, amistad-enemistad, vida-muerte; cualquier situación, emoción o estado de ánimo es motivo de este afán contradictorio, convertimos estas dicotomías en materia filosófica y lo elevamos a problema fundamental de ésta. Concebimos el desarrollo como lucha de contrarios, pretendemos el nacimiento de la verdad de la confrontación entre opiniones diversas, incluso contrapuestas, y disfrutamos las artes dramáticas (literatura, teatro, cine…) cuando su base es el conflicto entre dos fuerzas, también contrarias.

Tenemos la impresión de que amamos a quien no se fija en nosotros mientras alguien nos adora en silencio. Lo alcanzado con facilidad nos resulta fútil y aquello que nos provocó noches de insomnio para alcanzarlo se convierte en objeto preciado. ¿Por qué esta forma de categorizarlo todo en contrarios? ¿Es que nos resulta tan inevitable?

Estas dudas parecen haber provocado a William Somerset Maugham (1874-1965) –aunque nacido en París es un reconocido escritor británico– cuando escribió una de sus obras más conocidas y mejor concebidas.

El filo de la navaja es una obra de contenido profundo y formas fáciles e ingeniosas. Un gran comienzo que provoca al cotilla, revoluciona el fisgón que todos llevamos dentro:

Nunca he dado principio a una novela con tanto recelo. Si la llamo novela es únicamente porque no sé qué otro nombre darle. Su valor anecdótico es escaso, y no acaba ni en muerte ni en boda. La muerte todo lo termina, y es, por lo tanto, adecuado final de cualquier narración; mas también concluye convenientemente lo que en bodas acaba, y yerran quienes, por alardear de avisa­dos, hacen burla de aquellos desenlaces que la costumbre ha dado en llamar felices. (…) Mas yo dejo al lector en el aire. Este libro está compuesto con mis recuerdos de un hombre a quien traté íntimamente con largos intervalos, y poco sé de lo que pudo acontecerle durante ellos. Supongo que ejercitando mi imaginación podría rellenar esos huecos y lograr, de esa manera, mayor coherencia para mi narración; pero no deseo hacerlo. Quiero limitarme a dejar escrito aquello que verdaderamente llegó a mi noticia.[1]

Sólo eso y ya queremos saber más. ¿Por qué duda en llamarle novela a su libro? ¿Por qué la comienza con recelo? ¿Quién es ese hombre del cual el narrador nos quiere contar y a la vez nos advierte que apenas sabe de él? ¿Tan fuerte es la impresión que le produjo este hombre que se atreve a contarnos sobre él a pesar de sus escasos y mediatizados recuerdos? Nada de esto será respondido en estos primeros párrafos. Al contrario, acrecienta nuestra curiosidad al hacernos saber que él, el narrador, ha sido testigo de una vida que le ha resultado interesante y que se toma la ardua responsabilidad de rellenar los vacíos de esas partes de esta historia a las que no tuvo acceso, sólo con el objetivo de hacérnosla llegar.

Al final la obra está a medio camino –si hacemos caso a su narrador– entre la novela y el testimonio, aunque hay poderosas razones para desechar el último y aseverar la primera. El narrador responde al apellido de Maugham y sus características recuerdan demasiado al propio autor, razón de suficiente peso para creer que estamos ante un testimonio, pero el párrafo anteriormente citado y otros fragmentos en lo sucesivo, ponen de relieve que lo contado por este narrador personaje está matizado por su conocimiento limitado de la historia y que ha tenido que imaginar situaciones, escenas, diálogos según la posterior actitud del resto de los personajes y según las versiones que ellos mismos le han contado de otras escenas en las que Maugham, el personaje, no estaba presente.

Por si fuera poco, Maugham personaje interactúa, vive una vida independiente del autor; toma posiciones con respecto a los personajes que a él acuden, y si bien su actuación es casi objetiva, tiene detalles en los que, su forma de encarar algunas situaciones, dejan mucho que desear ética o moralmente. Así, cuando creemos estar sólo ante el narrador, comprendemos que Maugham es también un personaje, con sus virtudes –algunas y escasas– y con varios defectos a flor de piel.

El gran logro de la novela es, probablemente, el trazado de sus personajes, ni buenos ni malos, ni negativos ni positivos, simplemente comunes, como la vida misma: generosos algunos, pero el egoísmo les hace tomar decisiones que afectan a terceros, ambiciosos otros, aunque capaces de desprenderse caritativamente de parte de los objetos de su ambición, otros adorables, y aun capaces de llevar a otro ser humano hasta el suicidio si lo consideran una amenaza para su felicidad.

Atención, si te preocupan los destripes, viene uno gordo. (Capítulo 2, subcapítulo 4)

Me atrevo a asegurar –con todo el riesgo que implica un criterio como el que sigue– que una de las escenas más interesantes de la literatura se encuentra en esta novela. Hay muchas escenas seductoras en la literatura universal, sin dudas, y sería labor de hormigas hacer un acopio de todas ellas. Esta gira alrededor de dos seres que se aman, dos jóvenes que se mantienen unidos por esa inocencia maravillosa del amor primero. Leyendo lo que se dicen, la forma en que se tratan, los intereses de cada uno, la absoluta connivencia de la familia a su relación, todo hace que debamos pensar en un amor para toda la vida; y sin embargo deben terminar.

La caracterización de los personajes y el conocimiento de las intenciones de cada uno de ellos por parte del lector juegan aquí un papel fundamental y hacen de este fragmento una verdadera joya literaria.

En apariencia asistimos a una simple conversación de rutina entre inmaduros jovencitos, un diálogo que podría ser intrascendente para otros personajes de la novela que son conscientes de que éste encuentro se lleva a cabo, mas para ellos cualquier decisión que tomen será vital, trascendental, única porque determinará el curso que seguirán sus vidas en el futuro. En el fondo de esta aparente trivialidad hay pues un enfrentamiento sordo entre dos actitudes, dos formas contrapuestas de vivir la vida, dos motivos con igualdad de razones para sobrellevar el presente y encarar el futuro. En esta guerra fría no hay bombas, no se lanzan torpedos ni se hacen frente abiertamente dos ejércitos, priman las buenas maneras, y el cariño que ambos se profesan hace que este conflicto enfrente sus posiciones, sus actitudes, pero no los desafía en tanto seres humanos.

Y podemos seguir hurgando, y en el fondo está el eterno dilema, la infinita contradicción, la categorización de los contrarios, esta vez entre lo material y lo espiritual, la humildad y el boato, quizás el materialismo y el idealismo por encima de categorías filosóficas con carácter pedagógico.

Larry es un joven que hasta ese momento se nos había presentado como un joven simple, quizás anodino, algo le ha sucedido en la primera guerra mundial –a la que asistió como aviador– que lo ha convertido en una persona de difícil pronóstico, todos los personajes saben que algo lo ha cambiado en esa contienda. Sin embargo, también es tomado por éstos, y así le llega al lector, como un muchacho de pocas entendederas, holgazán y hasta un tanto testarudo o desobediente, al menos por algunos de estos personajes. El comienzo de nuestro interés como lectores por este personaje ha sucedido cuando Maugham, el personaje, descubre accidentalmente que, de cuando en cuando, Larry se va en silencio, casi a hurtadillas, a la biblioteca e intenta pasar inadvertido para todos leyendo en un rincón.

Maugham lo vio someterse a una sesión de casi diez horas de lectura con Principios de Psicologíade William James. Esta anagnórisis o epifanía altera nuestra visión de Larry, quien sin dudas oculta algo, a los que lo conocen y a nosotros como lectores; lo intuimos, somos conscientes que ningún ignorante asume semejantes lecturas.

Por su parte Isabel es la belleza, el amor, la prometida perenne que cual Penélope espera pacientemente por el amante lejano; ella no tiene reparos en esperar a que se aclaren los conflictos internos de su Larry para casarse con él. Es una criatura adorable en el libro. Difícil es, si no se es feminista recalcitrante, no sentirse cercano a ella porque transmite amor, pureza, alegría, inocencia, fidelidad. Ha sido educada sin carencias, quizá con algunos excesos que la hacen pensar que sólo viste bien con Chanel. Es muy evidente que su ideal no es precisamente la vida que Larry le ofrece.

Toda esta carga emocional entre los personajes está narrada de manera descarnada por el narrador. Como lectores no comprendemos cómo se mantiene tan ajeno a los hechos tan importantes que ocurren, cómo es capaz de no tomar partido. Hay largos silencios entre los que hablan, dudas al responder o decir algo que pueda herir al otro, frases como esta que nos amarga el entendimiento:

Algo perpleja estaba Isabel de que todo hubiera ocurrido de tan sencilla manera. No había llorado. Nada parecía haber cambiado, salvo que ya no se casaría con Larry.[2]

Quizás leída así, fuera de escena, no tiene la fuerza que transmite en su contexto, pero es de una brutalidad fuera de lo normal. Y tampoco entendemos que el final de esta escena transcurra de esta manera:

Al cabo de un rato, propuso Isabel que la llevara a su casa. Cuando se separaron a la puerta, le dijo Isabel alegremente:

–No olvides que mañana comes con nosotros.

–De ninguna manera.

Ofreció ella la mejilla para que él la besara, y entró en la casa por la porte cochère.[3]

Quizás uno de los elementos más llamativos de la novela es la intensa lucha interior que debe llevar Larry para que los demás comprendan sus razones, aun cuando sólo pretende vivir su vida sin intentar hacer que nadie lo entienda, ni sea cómplice de ella. Nacido en una sociedad en pleno auge mercantil y financiero, donde se espera que la gente aspire al triunfo económico como objetivo de sus vidas y, sin embargo, Larry sólo quiere “holgazanear”, dicho en sus propias palabras. El resto de los mortales que lo conocen no hacen más que preguntarse y preguntarle cuándo se decidirá a entrar al redil, aceptar un trabajo normal y ganarse el pan como un ser humano corriente; algo que Larry, evidentemente, no tiene muy claro.

Algunos han querido ver en este libro una crítica a la sociedad norteamericana, a ese pragmatismo social que intenta obligar a un miembro suyo a ser parte de la norma y no de la excepción. Sustentar ese criterio es olvidar a muchos individuos que desde la primera interrelación social del hombre han sido “separados socialmente” del grueso de la humanidad; sería negar a Sócrates y la cicuta, a Bruno quemado en la hoguera por decir una verdad que hoy nadie se atreve a negar, o Van Gogh cercenando su oreja y quejándose de la sociedad en las cartas a su hermano. Todos ellos, y muchos más cuya lista sería larguísima, fueron enajenados, algunos desde la cumbre, otros nunca la alcanzaron, pero fueron los raros de su tiempo. En cualquier época, en cualquier ciudad, siempre existe alguno de sus hijos “descarriados”, aquellos que se niegan a seguir cierta tradición familiar o social, que desechan ser abogados, comerciantes o doctores y prefieren ser escritores, pintores o filósofos; o incluso todo a la vez. El resto los mira con desconfianza, a veces con un poco de respeto, aunque siempre desde el recelo.

Así Larry, siguiendo a su razón se enfrenta a una sociedad, a los miembros de ella que lo rodean, aun cuando no lo busca. ¿Quiere ello decir que la razón está de parte de Larry? Difícil responder. Basta escuchar algunas de las razones que le exponen Maugham, el personaje, o Isabel para comprender que encierran gran parte de la verdad del libro y de la vida. Aquí todos tienen o parecen tener razón, o casi; y eso hace mucho más humano el libro y aún mejor la obra de arte que es El filo de la navaja.

Los conflictos interiores y sociales de Larry no son ni más ni menos que el de todos aquellos que deciden el camino diferente, el de la sabiduría, del desarrollo interior, de la creación intelectual o artística. Ese camino implica miradas de desaprobación por parte de aquellos que han decidido otro camino o ni siquiera han sabido decidir, de los que “entienden” que el camino intelectual es el más difícil o de los que ven en los criterios del pensador un peligro para la sociedad y no una llave para mejorarla. Quizás es esa la intención de Maugham el autor al empezar su novela –ya lo dejamos claro- con esta frase:

 

Arduo hallarás pasar por el agudo filo de la navaja, y penoso es, dicen los sabios, el camino de la salvación.[4]

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[1] William Somerset Maugham. The Razor’s Edge. Doubleday, Doran & Company, Estados Unidos, 1944. Pág. 1.

[2] Ibidem. Pág. 80.

[3] Ibidem. Pág. 81.

[4] Ibidem.

 

Más en: Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa

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