En el borde, justo a la izquierda, las tradiciones familiares –madre implorante y padre acusador–, la enseñanza rígida de la escuela, los deberes con la patria, la sociedad en la que desarrollamos; un mundo –alienante quizás– al cual nos debemos por lazos ocultos, insalvables. Basta girar la cabeza y ver entonces la libertad del otro lado. Aún así la balanza permanece en equilibrio. Tan sólo un paso, un pequeñísimo movimiento y se revierte la armonía. El dilema: ¿Por cual de sus brazos desplazarnos?
Una de las respuestas la encontramos en Retrato del artista adolescente, primera novela de James Joyce. Mucho se debate sobre la calidad y el talento que pueden o no encerrar estas novelas que la tradición literaria ha dado en llamar como novelas de iniciación –Bildungsroman, según el profesor de Estética y de Historia de la literatura y el arte Karl Morgenstern– y hasta se ha llegado a cuestionar sus criterios estéticos. Pero sería injusto tomar esta novela del escritor irlandés tan sólo como un producto de Bildungsroman. En ella se esbozan determinados elementos técnicos inherentes a la literatura de Joyce que vaticinan toda una revolución de la narrativa, y cuyo punto máximo corresponde a Ulyssesy Finnegan’s Wake. El monólogo interior, conjunción de significante y significado en una misma unidad semántica, ausencia de signos de puntuación, cambios espaciales de punto de vista sin aviso del narrador, todo ello ha colocado a Joyce en el trono –merecido, por cierto– de gestor inconsciente de una Generación Perdida –no tan perdida– y de la llamada Nueva Narrativa Latinoamericana, con Boom o sin él.
En este Retrato…Stephen Dédalus –el apellido no es casual como referencia al mítico constructor del laberinto de Creta y que luego será su prisión y del cual escapa a través de su ingenio– se debate en una encrucijada. Tiene dos caminos, uno lo debe a la sociedad, a la familia, el otro lo debe al arte, particularmente a la literatura, o lo que para él es idéntico: a sí mismo. Para llegar a este punto crucial, Joyce nos encamina desde una infancia feliz (entre canciones donde una vacamuú se encuentra a un nene mimado) y las primeras enseñanzas en el colegio jesuita, hasta llegar al laberinto ético y moral entre cuyas paredes se golpea Stephen tratando de encontrar su lugar en la vida.
Curioso es que aquello con lo que Stephen entra en conflicto no es presentado de manera agresiva, no lo rechazamos del todo, aunque Joyce introduce un aliento irónico en ese mundo al que se debe Stephen y del cual es muestra evidente la misa del padre Arnall que parece dirigirse a nosotros –simples y aturdidos lectores– más que a sus feligreses.
Anterior a dos novelas monumentales (la impecablemente abrumadora En busca del tiempo perdido, de Proust y El juego de abalorios, de Hermann Hesse), El retrato… es la síntesis de un protagonista incompleto (Dédalus) al cual, después de alimentar espiritualmente, la sociedad no logró asumir. Stephen, en sus crisis de conciencia, no duda en lanzarse al deseo carnal para luego buscar el perdón en un arrebato místico, que tampoco le reporta la paz deseada, y termina colocándose ante la disyuntiva de enfrentar la sociedad –religión incluida– con su libertad individual como creador.
¿De qué lado inclinará Dédalus la balanza? La respuesta está en el magistral capítulo final, en conversación con Cranly, su mejor amigo: «No me da miedo estar solo, ni ser rechazado por otro, ni abandonar lo que tenga que abandonar…» Parece que, como Josef Knecht –o el mismo Hesse–, Stephen Dédalus –¿No debería decir James Dédalus, o Stephen Joyce? – cree que en cada comienzo está en un hechizo que nos protege y aún nos ayuda a vivir.
Más en: Cómo se escribe una novela. Técnicas de la ficción narrativa