Locke. El pasado marca, la vida continúa

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Una de las lecciones más enriquecedoras que siempre intento recomendar, es la lectura de El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. La terrible –y extraordinaria, a la vez– vivencia de haber subsistido escribiendo mentalmente un libro que no sabía si iba a existir, en medio de un campo de concentración alemán nos enseña la inmensa capacidad del ser humano para sobreponerse a las más devastadoras experiencias y siempre encontrar una brizna de esperanza para sobrevivir.

Si bien no es una lección tan terrible como la de permanecer entero en un campo de concentración, quiero comentarte la que vive Iván Locke, el personaje de ficción que interpreta (casi diría, vive también) el actor Tom Hardy, en la película Locke, realizada por el director británico Steven Knight. Te recomiendo, a ti que ahora lees, que si no las has visto abandones la lectura y la disfrutes; luego regresas a leer está crónica que no puedo hacer sin desvelar algo de las emociones que transmite este filme.

Si algo me angustia de una buena obra de arte (incluso algunas mediocres) es que pase inadvertida, o casi inadvertida para la mayoría de la gente. Suelo citar que si no hubiese sido por la traición de Brod a Kafka, a quien prometió hacer desparecer toda su obra escrita y que luego nunca cumplió, jamás hubiésemos conocido el talento creativo de un autor que se instauró como el iniciador de un nuevo estilo creativo.

Hoy en día, la era de Internet, las redes sociales y Amazon, es más intrascendente mi ansiedad por el destino de una obra de arte que merezca la pena, pero sigue existiendo.

Todo ello pensé mientras pasaban los créditos finales de Locke, una de esas películas que los amantes del buen cine de acción emotiva agradecemos, pero tenemos la impresión de que muy pocos verán porque no gana Oscars, Osos de Plata ni Cesars, sino pequeños galardones independientes en festivales que algunos conocemos.

Locke cuenta el viaje de redención de un hombre. Iván sale de un complejo en construcción en Birmingham y emprende un viaje de cerca de dos horas en coche hacia un hospital de Londres donde lo espera una mujer a punto de dar a luz. Toda la película transcurre en ese viaje, dentro de ese coche, como Iván como único personaje en escena, aunque no en la película.

Lo interesante y original de Locke es una llamada de teléfono que cambia su destino. O quizás no la única, sino todas las llamadas que recibe o hace Iván durante ese viaje: llamadas de su esposa e hijos, de un compañero de trabajo, de la dirección de la compañía para la que trabaja en Chicago, la mujer que lo espera en el hospital de Croydon, todo ello traza el panorama que dibuja un guion emotivo y reflexivo que no deja espectadores indiferentes.

Si tuviésemos que describir en pocas palabras qué es Locke, quizás lo más cercano sería que se trata de un viaje de autoconocimiento y redención, el trayecto ascendente hacia el interior de sí mismo de un personaje marcado por un pasado doloroso, que lucha por encontrar esa brizna necesaria que le permita sobreponerse a todo, que le deje acercase a ese estado de plenitud existencial que todos buscamos de mil maneras diferentes. Y todo en dos horas de viaje por carretera.

Más allá de la que quizás es la mejor actuación de Tom Hardy hasta la fecha, lo impactante es ver cómo en corto tiempo puede derrumbarse lo que parecía una vida perfecta. Cómo todo lo que se asumía indestructible pasa por un tornado, un cataclismo provocado por él mismo, pero que intenta solucionar de la manera más digna posible.

“Cuando salí de la obra hace un poco más de dos horas tenía un empleo, una esposa, un hogar –dice Iván en una de las llamadas que realiza–. Ya no me queda ninguna de esas cosas.”

Sin embargo, Iván encontró algo que no todos encuentran: la experiencia vital necesaria para conocerse, para saber qué es importante en esta vida, para reconocer sus errores y actuar en función de ellos. Cuando Iván dice: “Esta noche aprendí tres palabras: Al carajo Chicago.” No es sólo una queja, no es simplemente un exabrupto, es la determinación de que algo no marcha como debe, de que lo vivido hasta ese momento, tiene grietas, y algo debe cambiar.

No es, sin dudas, una experiencia vital tan desgarradora como la de Frankl, pero tiene para Iván, la misma fuerza transformadora. Comienza un nuevo viaje: la vida continúa.

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