Mujô (fragmento de 𝑈𝑛 𝑐𝘩𝑒𝑙𝑜 𝑏𝑎𝑗𝑜 𝑑𝑜𝑠 𝑙𝑢𝑛𝑎𝑠)

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«En este día de primavera de tenue luz

solar las flores de los cerezos me apenan,

¿por qué caen inquietos sus pétalos cual lluvia?»

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Mizuki lo miraba con algo de regocijo culpable. Estaba concentrado en la hoja escrita sin que ella alcanzara a saber si tenía algo que decir. Estaba como absorto, desgajado del entorno, sopesando quizá mil ideas extrañas que ella hubiera querido saber, y apenas podría intuir.

No había sido su decisión, fue él quien abrió las puertas, fue él, con aquella ansiosa curiosidad quien le empezó a preguntar sobre aquello que quería saber sobre Japón en la primera conversación.

–¿Y cómo dices que se llama?

–Ki No Tomonori. Es un autor de la antigüedad.

De nuevo se metió en su reflexión. Mizuki solo miraba, quería saber su opinión sincera sin inducirla. Habían conversado de nuevo, ¿cuántas veces? ¿cuatro, cinco veces en la última semana? No recordaba. Sólo estaba segura de que le había parecido poco. No era ella especialmente callada si le daban motivos para conversar, pero iniciar conversaciones nunca había sido su fuerte. Y aún menos dar información sobre sí misma. Prefería escuchar, preguntar, dar pie a que los otros hablaran.

No había podido contenerse varios días atrás cuando lo vio apartado, silencioso y absorto con un libro cuya portada tenía un título y un apellido que le resultaba familiar. Era Norwegian Wood, el título inglés de una novela de Haruki Murakami, y con la cual se había sentido muy conmovida varios años atrás, como la mayoría de las novelas de su autor preferido. Hasta que César no la sacó de su error, creía que estaba leyendo en inglés, el título en español era exactamente el mismo. No sabía bien por qué había llegado a esa conclusión y tampoco había dudado un segundo de que él entendía ese idioma. No tenía ningún argumento para creer que él sabía inglés y, aun así, tampoco había dudado ni un segundo de que él lo conocía.

Sus encuentros se limitaban a los días en que había clases en común. Más allá del aula no habían dado pasos para intentar algo más que los quince minutos de las pausas entre clases. Tampoco había motivos para otra situación, aunque a ella se le estaban haciendo cortos.

–Es extraño y triste –dijo finalmente César–. Tiene una belleza indudable, y sorprende la idea de comparar las hojas del cerezo con la caída de la lluvia, en especial en una estación donde sucede justo lo contrario. El cerezo está floreciente, la primavera está en su punto más alto y más bello, pero el autor está triste porque piensa en algo que va pasar, se va a acabar la belleza que contempla.

–En verdad, la literatura es más melancólica respecto al Mujô. Los autores literarios miran más el declinar y la extinción que sus otros aspectos, más llamativos.

–Un poco triste –dijo César mirándola con un rostro que parecía de conmiseración.

–Es lo que digo, es triste porque es literatura. Este verso está incluido en un libro del siglo X que estudiamos todos los japoneses en los colegios.

–Sin embargo –dijo César devolviendo la hoja de papel–, el vídeo que vi de Murakami cuando fue a recoger el premio de Cataluña era más optimista. Invitaba a ver la belleza en lo feo.

–Bueno, no exactamente la belleza en lo feo. Más bien, la esperanza en lo que es amargo o angustioso. El Mujô es más que la melancolía de la literatura por los cerezos que marchitarán.

–¿Por ejemplo?

–A ver si logro explicarlo. La idea original budista de Mujô es también nacimiento, devenir y desarrollo. Hay como dos caminos opuestos; uno, el que nos arrastra al declive y otro que conduce al renacimiento. La literatura se fija más en el primero, pero la palabra que nos acerca a esta filosofía se define en el diccionario como –buscó en el pequeño ordenador personal que siempre usaba en el aula y dijo–, bakanasa, que en inglés sería algo así como fugacity.

Mizuki comprendió que César buscaba en su interior algo que se le acercara a lo que ella decía; y continuó mirando su traductor:

–Si buscamos Mujô en el diccionario Kójien, aparece como segunda opción –volvió a mirar la pequeña pantalla–, «que la vida es fugaz». It’s something fleeting, non-eternal.

–Efímero… –dijo César como si quisiera acercarse a un concepto que se escapaba a ratos.

Mizuki estaba sorprendida y satisfecha de poder hablar sin apenas interferencias. Los hombres tienen la tendencia a hablar de sí mismos, a fijarse en sus logros y deseos, y las mujeres nos hemos acostumbrado a seguirlos, aunque no nos interese en absoluto aquello de lo que hablan. Ya apenas le llamaba la atención cuando sucedía. ¡Tanto lo ha vivido, y tanto lo ha visto en sus amigas!

¿Por qué César hacía lo contrario? ¿De dónde sacaba aquellas ganas de saber? ¿Por qué se interesaba tanto en algo que, hace una semana atrás en sus propias palabras, le era absolutamente ajeno?

Sentía impotencia porque ella misma era incapaz de explicarle con claridad lo que implicaba aquella filosofía que su cultura arrastraba desde tiempos inmemoriales. Parecía que lo que decía era suficiente para él. Quizá, o eso parecía, le llenaba algunos puntos oscuros de cómo su país ha transformado el valor negativo que implica el Mujô en un valor positivo.

–Siento no ser de mucha ayuda. Yo misma no alcanzo a entender la totalidad del concepto. Lleva tantos años en la idiosincrasia de mi pueblo que nadie se pregunta sus orígenes. En la vida diaria del japonés, aun cuando estamos muy marcados por la cultura de Occidente, guardamos esta visión del mundo.

–Me tiene desconcertado –dijo César–. Tiene una contradicción bella y estremecedora a la vez.

–Y está en todo. La gente se duele de lo fugaz, efímero y pasajero de los hechos, los sucesos, los fenómenos naturales, y casi toda la vida humana, hasta los sentimientos entre los seres humanos.

–Y por lo que leo en la literatura, ¿Incluso, el amor…?

Even, love… –repitió Mizuki.

Escuchar la palabra amor en los labios de César la estremeció. ¿Por qué? No sabría decir. Había algo en su acento; correcto sí, aunque a ratos evasivo, como esos pequeños lunares que no preocupan a nadie, pero no podemos dejar de mirar. Modulaba su voz como los actores, no como la mayoría de la gente que suele ser tener un ritmo neutro y sin emociones. O quizás hacía tiempo no escuchaba esa palabra: Amor, un cambio hormonal, ciertas áreas cerebrales que se iluminan con una fuerza que inhiben la percepción racional, ¿y qué más? Querer algo de forma impertinente y que no sabemos explicar, ¿o era sólo que ella anhelaba escucharla?

Fue como un lamento de brasas. Aquel vocablo directo que todos entienden, aunque mal describe un sentimiento tan abstracto como auténtico y que había decidido enterrar con las trampas diarias de la razón, le obligó a viajar a los 20 años. Vio de nuevo a Tsukasa, su cuerpo desnudo sobre ella que se dejaba entregar con cierto recato, pero sin rechazos. Se vio de nuevo acariciando su vientre, tocando con curiosidad su sexo, escuchando de sus labios aquello que se parecía al «te amo», admirando su inusual habilidad con la guitarra, la misma con que acariciaba la punta de sus senos.

Miró a César y observó en él algo de Tsukasa. Lo advirtió con desconcierto y cierta mortificación. A pesar de que había motivos para recordar a su examante con algo de rencor la comparación con César era extraña e inesperada. No había nada contra César y debería tener rechazo hacia Tsukasa.

César no era un hombre tradicional. Lo encontraba varonil, pero tenía algo femenino que ella no sabía explicar y la aturdía por momentos. Era como si en el interior del cubano se debatieran dos mundos, como Yin y Yan, hombre y mujer, negro y blanco, y que se turnaban sin control ni perspectiva. ¿Quizás habría en él algo que explorar?

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