prólogo al libro de Séneca publicado por Editorial El Barco Ebrio
¿POR QUÉ LA FILOSOFÍA?
En nuestra memoria afectiva los seres humanos guardamos algunos de los momentos más interesantes de nuestras vidas. Un hecho aislado, por mayor influencia que haya tenido en nosotros, no significa nada por sí sólo, sucede con o sin nuestra intervención y puede ser importante en nuestro presente y futuro, pero nunca guardamos constancia de él si no está sujeto, de alguna manera, a un broche emocional de nuestra existencia.
Quizás el ejemplo más recurrente de ello es la magdalena (el famoso dulce) que Swann, el personaje de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, moja lenta y plácidamente en una taza de chocolate. Por sí sólo mojar una magdalena en una taza de chocolate no es un hecho trascendente más allá de que nos satisface el hambre del desayuno, aunque para Swann, el hecho tiene implicaciones afectivas indispensables. Su memoria, o su cerebro, guardan recuerdos de su niñez y adolescencia que están unidos a ese acto y a ese olor, y durante las siguientes páginas de esa monumental novela nos perdemos gustosamente en ellos, y nos deja Proust uno de los testimonios más ineludibles de la literatura y del pensamiento.
La filosofía tiene para mí el mismo efecto que la rosquilla de Proust, aunque en dos hechos diferenciados: uno negativo, y otro de los más atractivos por el efecto posterior hacia el futuro. El hecho negativo está vinculado a un discurso repetitivo y perezoso que tengo de la primera clase de filosofía. Como no podía ser de otra manera en un país de gobierno y dictadura comunista, fue una clase de filosofía marxista, que marcó para los siguientes casi diez años mi odio por esta disciplina. A partir de entonces consideré a la Filosofía como un proyecto infernal que alguien se había inventado para tocar las narices de la gente. ¿Qué podía importarle a nadie el problema fundamental de la filosofía o los aportes del materialismo dialéctico frente al idealismo anterior ni nada que sonara parecido a este retruécano inservible?
Pero como casi nada es absoluto, el recuerdo positivo fue media vida después, con veinte años, en un aula de la facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana. Estábamos congregados en una de esas reuniones que se organizan en los países que intentan dirigir el pensamiento de sus ciudadanos. Allí estaban todos los profesores que nos habían impartido las primeras clases de nuestro primer año como futuros historiadores, y que leían en voz alta nuestras notas. Como disciplinado e incansable estudioso que fui, obtuve el máximo de puntos en todas las asignaturas del primer año de la Licenciatura, excepto (no podía ser de otra manera) en Filosofía.
El recuerdo que guardo es el de mi profesora de Filosofía echando un discurso emocional mientras sorprendida me demandaba respuestas lógicas por una nota de “aprobado por los pelos” en su asignatura mientras era sobresaliente en el resto. ¡No lo podía entender! Yo, fui sincero y conté mis fobias con su asignatura, aunque no con ella, sino con todo lo que significaba aquella abstracción imposible. Su reacción, como buena profesora, no fue aislarme, sino proponerse un objetivo: hacerme entender la filosofía.
No quise contradecirla y sonreí por dentro sabiendo que era una meta imposible. Sin embargo, en los años siguientes de la universidad, fui obteniendo las mejores notas en filosofía hasta el punto de que en el tercer año, con otra profesora, no tuve que hacer la prueba final porque consideró que mis conocimientos de la asignatura iban más allá de lo que la prueba iba a ofrecer.
Así, gracias a aquella profesora que se empeñó en que no podía tener un alumno sobresaliente en varias asignaturas que fuera malo en su clase, descubrí lo que luego sería una de las más importantes facetas de mi vida como escritor: la indagación filosófica, el contrapunteo con la duda, la inevitable pesquisa sobre los demás, el mundo, sobre mí mismo, mis orígenes y mi destino, como parte de un conglomerado social al que pertenezco.
Por eso no es de extrañar que en 2002, bajo la estatua que representa a Lucio Anneo Séneca que señala la entrada del barrio conocido como La judería, en la ciudad española de Córdoba, desprendiera una lágrima. Estaba en el que debía ser el lugar más probable del nacimiento de una de las figuras más importantes del pensamiento universal, y que, junto a otros maestros del pasado, me había enseñado a pensar sobre mí y mi entorno.
No había sido el único, porque a partir de entonces nombres como Aristóteles, Platón, Avicena, incluso el propio Marx, que antes sonaban a insoportables metáforas de lo imposible, comenzaron a ser consejeros habituales para problemas diarios que me aquejaban. Porque no es la filosofía una asignatura insufrible que nos baja la media de las notas en las carreras universitarias, sino una forma en la que muchos grandes pensadores, gente como tú y como yo, se empezaron a preguntar cosas inexplicables tratando de encontrarles una respuesta.
Casi cualquier reflexión interior es filosofía. Desde preguntarte por qué todo te sale rodado y eres tan feliz, o por qué te caen las desgracias juntas, hasta qué va a ser de tu cuerpo y tu alma cuando mueras; todas estas preguntas pertenecen al campo del pensamiento que abarca esta disciplina. La diferencia entre cualquiera de nosotros cuando reflexiona interiormente y uno de estos pensadores del pasado, es que ellos fueron un poco más allá, intentando responderlas.
Para intentarlo se debe conocer bastante, o lo más posible, sobre el mundo, lo que te rodea, el comportamiento humano, y algo más. Estos sabios estudiaban para poder preguntar y responderse. Sin comprender mínimamente la ley universal que rige la caída de los cuerpos, no sería posible argumentar con algo de seriedad sobre la composición y el origen del universo. Por eso muchos de estos sabios tuvieron mejores respuestas a las preguntas que todos nos hacemos sobre nuestro origen, nuestra misión y nuestro futuro.
En muchos casos estas respuestas están actualmente superadas por el desarrollo científico. Aristóteles o Séneca lo intentaron cuando aún no se sabía de la existencia de los átomos y la teoría que imperaba en el mundo sobre el universo era la geocéntrica. ¿Y acaso entonces sirve de algo saber lo que creían estos sapientes indagadores cuando el mundo era diferente y menos avanzado que hoy? La respuesta la encuentras en que sus libros siguen siendo referencias de la mayoría de los pensadores actuales, independientemente del campo que dominen.
Desde un filósofo hasta un astrónomo, no es más sabio un intelectual cuando reniega del pensamiento anterior. Digo más, es imposible un buen sabio que no haya tenido antes la enseñanza que le llevó a encender la chispa –Lighting the Spark, según Temple Grandin– de lo que luego fue su pasión de vida.
Si hacemos caso a la división del día que nos propone Baltasar Gracián (él mismo, bebedor de Séneca) en la “Fábula del hombre sabio” de su obra El Criticón, es muy importante en nuestra primera etapa de vida “hablar con los muertos”, que es no es más que una metáfora de aprender todo –o lo más que se pueda– de lo que se hizo antes de nosotros. El mundo previo, es, de alguna manera, el clasicismo, lo que otros antes hicieron con los medios que tuvieron a su alcance.
Gracián propone que es indispensable para el hombre sabio beber de la cultura anterior, sentir el deseo de aprender más allá de lo que existe en la contemporaneidad y el presente. Y no es descabellado por tanto conocer lo que dijo Aristóteles sobre la literatura cuando aún no se había escrito El Quijote, y lo que dijo Séneca sobre la felicidad cuando aún el mundo tenía la esclavitud como sistema socioeconómico predominante.
La preparación para indagar sobre los temas actuales, la experiencia que un ser humano debe tener para poder dar respuestas correctas y concretas a las preguntas que le obsesionan, pues, no debe ser la de la prensa de su momento, o la que le invitan a usar desde Internet o la televisión.
Ninguno de estos medios es nocivo por sí solo, como tampoco lo es bueno sin preparación previa del consumidor. Los medios audiovisuales permiten universalizar ideas, conceptos y argumentos. Son vías que permiten la expansión rápida y atrevida de ideas que antes sólo unos pocos podían expresar. Está en cada cual que lo universalizado sea producto de Los diálogos socráticos, de Platón, la Ética y la Poética, de Aristóteles, o la influencia ignara de Gran Hermano y telebazofias similares.
Un sabio –entendido no como el que conoce mucho, sino como la persona que intenta conocer, que intenta vivir de acuerdo a los dictados de su conciencia y su propia ética– no debería permitir que sus argumentos sean los enlatados del momento que repiten políticos, medios de comunicación e ideologías afines, sino que debería ir atrás, al pasado, lo más que pueda, en su indagación del presente, buscar más allá de su propia vida para conocer vidas anteriores que respondieron las mismas preguntas de otras maneras.
Por supuesto, el mundo se transforma, y nosotros inevitablemente con él. No podemos creer que nos mantendremos impasibles cuando se aumenta nuestra esperanza de vida y la forma en que socialmente respondemos ante las vicisitudes diarias. En un mundo tan globalizado, con tanto acceso a la información, los medios actuales –y más que ningún otro Internet– universalizan de forma amplia la estupidez. Pero, como no puede ser de otra manera, también universalizan el pensamiento excepcional. Algo tan simple como un paseo por las novedades de casi cualquier librería del mundo permite ver, con no cierta desazón, que comparten el mismo stand, la última novela de J. M. Coetzee o Murakami, con una autobiografía de Justin Bieber, o cualquier otro fenómeno estrafalario del momento. Así pues, no es el medio lo que rige nuestra forma de alcanzar la sabiduría, sino nuestra propia voluntad.
Los que quieren ir más allá de estas novedades, los que pretenden conocer mejor el mundo, más allá del que llega por la impronta que dejan las telerrealidades y los estados de opinión de los medios de comunicación, deben ampliar su campo de búsqueda, y todo lo que está escrito, pintado o expresado antes de que existieramos es un gran terreno que, no por explorado, deja de esconder novedades que quizás otros no apreciaron. Y la filosofía es de las más cercanas, porque tiene todas aquellas preguntas que, de forma intencional o no, alguna vez, todos nos hemos hecho.
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