Una de las características humanas que más me aturde es la defensa de un contexto, por lo general ideológico, cuando la realidad demuestra lo contrario. Y no hablo de los que interesadamente alteran los hechos para aprovecharse de ellos en función de sus intereses; la manipulación existe y es evidente cuando se da.
Tampoco se debe confundir, en exclusiva, con la defensa de un punto de vista, porque los puntos de vista reflejan nuestra opinión sobre lo que vemos, apreciamos o consumimos, muchas veces condicionada por el medio en que crecimos, pero igual de válido que cualquier otro punto de vista contrario.
El problema es diferente cuando se trata de los que creen de verdad en algo que los hechos desmienten de manera obvia; aquellos que da igual que la casa se les derrumba porque para ellos es apenas un ligero temblor que un Dios envía para poner a prueba su fe, quienes ponen sus razones emocionales, sean estas las que sean, a todo argumento racional.
La llamada diáspora cubana, probablemente tenga también parte de esta realidad, porque muchos jóvenes han emigrado de la isla, (por hambre también sin dudas) incapaces de hacer mover un milímetro las creencias de sus padres y abuelos sobre el comunismo.
En su convincente libro La inteligencia fracasada –y no me canso de recomendar esta joya de la filosofía– José Antonio Marina reúne a estos que se empeñan en creer en lo que ya no es verdad en varias categorías: los que creen por prejuicios, los que lo hacen en base a supersticiones, los dogmatismos y, muy vinculado al anterior, los fanatismos.
La mayoría de los defensores del independentismo catalán que he conocido encajan en varias de las categorías, especialmente las dos últimas, si bien es cierto que nadie, tenga la ideología que tenga, defienda los puntos de vista que defienda, es ajeno a este problema.
En el caso de estos españoles que no quieren serlo a ultranza se empeñan en el auto convencimiento de que en España se envía a la gente a la cárcel por sus ideas políticas y no por saltarse la ley para defenderlas (no hay presos políticos en la España actual), que la acción es ordenada por el presidente del ejecutivo y no por el tribunal constitucional (hay separación de poderes, imperfecta, pero hay), de que una pequeña manifestación de fascistas representa a todos los que están contra la independencia (lo particular no puede ser tomado como dogma universal), y que la cobarde huida a Bruselas del anterior presidente de la Generalitat de Cataluña es un periplo de búsqueda de apoyos en la sede de la soberanía europea (poco que añadir mientras la mayoría de sus ministros enfrentan la justicia).
Es sólo una parte porque los despropósitos son múltiples y transversales: se niega que muchas empresas trasladen su sede, se exagera la importancia de las cargas policiales, de un plebiscito ilegal con escaso valor democrático, niegan la fractura de la sociedad catalana lo que impide el derecho a la otra mitad (como mínimo) que no es independentista, etc. Lo que en realidad me trastorna, y mucho, es que algunos de ellos son compañeros y hasta algún amigo, gente con la que alguna vez me tomé una cerveza o compartimos una lectura pública de poemas, a los que defendí por su buen juicio ante otros problemas donde la ideología no les impedía aplicar la razón, personas con una probada inteligencia, o como quiera que podamos llamar a la capacidad de resolver problemas complejos con herramientas adecuadas.
Pero en esto del independentismo catalán, tanto por el lado de ellos y no pocos defensores ciegos del estado español, veo una incapacidad manifiesta por tratar de comprender que su punto de vista podría estar equivocado, basta con tratar de intentar comprender por qué otra persona, que podría ser tan razonable como ellos, tiene un punto de vista tan diferente.
Algo tan elemental lo aprendí por la experiencia personal. Desde que tengo uso de razón y durante años, me inculcaron el amor por la dictadura cubana, cuando nadie la llamaba dictadura, y el oído al que pensaba diferente. La realidad me hizo comprender la verdadera naturaleza del hecho. ¿Cómo podría hoy defender a ultranza cualquier otro punto de vista sin, cuando menos, tratar de comprender los motivos de los otros?
Algo tan elemental como la confluencia de disímiles puntos de vista, métodos o ideas, que por lo general conduce a algo más cercano a la verdad, ha perdido su razón de ser cuando se trata de la independencia de Cataluña. Un amigo catalán me dijo una vez: no intentes razonar con un independentista, su ideología lo nubla todo, entonces no me pareció algo anormal viniendo yo mismo de una isla del caribe donde el punto de vista obtuso sobre algo impera sobre la realidad.
Ahora lo entiendo mejor: nada es para ellos como la realidad demuestra sino como lo diga el Miniver, ese inquietante neologismo de la novela 1984,aunque aquí quizás estemos varios esperando que un día despertemos y nos percatemos de haber estado viviendo en una de tantas ficciones de Eduardo Mendoza, que si hubiera escrito una novela con todo lo sucedido en la realidad de los últimos meses en Cataluña, lo habrían acusado de fantasioso. Así de tozuda es la realidad.
Quizás el penúltimo de los desquicios es intentar asustar al resto de España conque gane una mayoría partidaria de la independencia en Cataluña. Sí, podría quedar un parlamento en Cataluña como el que estaba hasta ahora, con mayoría relativa independentista, ¿y qué? Así han gobernado toda la historia democrática y nadie ha ido a la cárcel por independentista en 40 años, ni antes ni ahora. Entraron en prisión, enviados por un juez (no por el gobierno) en el momento en que decidieron saltarse la ley española (y catalana) para imponer esa ideología al resto de los catalanes. Algo tan obvio se les escapa, pero requiere la percepción de matices que la ideología impide apreciar.
Si algo me tranquiliza más que nada en este desquicio de parte de la sociedad catalana será el inevitable balance histórico. Tan inmersos estamos hoy en día en el problema, que somos incapaces de ver el pasado desde algún momento del futuro, donde todo volverá a un punto de armonía, donde el intento separatista fue un desacertado diagnóstico, por parte de una clase política incapaz y manipuladora, para un problema que tenía otra solución; y todo en una España que no será diferente, al menos terrotorialmente, de lo que es hoy.