Antes, prefiero regar la rosa

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No existe varita mágica para cambiar el mundo. La mayor de las verdades es que tu padecimiento y tu acción no van a mover voluntades para que cambien situaciones que están más allá de tu entorno, por mucho que te duela el hambre de África, el deshielo del Polo Norte o la desaparición de una cultura. Las guerras, las catástrofes, los grandes problemas del mundo que intentes meter en una caja para transformarlos van a sumirte en la más profunda de las decepciones cuando notes que nada que hagas provoca el salto de calidad que pretendes.

El mundo se mueve a veces de forma extraña, inexplicable y caótica. El orden que pretenden las religiones, parte de la ciencia y nuestras propias ambiciones como humanos, es poco menos que una ramita en medio de un huracán sin rumbo ni objetivos. Por más que nos aliviemos creyendo que la muerte de alguien era el destino que tenía previsto ese día, la pura realidad es que si se hubiera abrochado el cinturón o hubiera decidido coger otro avión, no habría muerto, y en ello hay poco de destino y mucho de circunstancial.

Entonces, ¿queda la inacción? ¿Hay que dejar que el mundo, gobernado por la eventualidad de un universo aleatorio y caótico marche sin rumbo mientras nos cruzamos de brazos? No, nunca queda la inacción. Pero hay que concentrarse, hay que elegir los campos que se pueden cambiar. Una metáfora de lo que puede hacer un hombre por cambiar su entorno está en la serie Breaking Bad, donde Walt, el protagonista sale a comprar pañales para su bebé y el cúmulo de acciones que hace esa noche termina en la muerte de una joven cuyo padre es controlador aéreo. La depresión a la que se ve sometido este controlador, provoca una de las mayores catástrofes aéreas recordadas.

Es ficción, pero verosímil. La verdad se encuentra no pocas veces en esas pequeñas ficciones que a veces gozamos en nuestra propia vida. La teoría del efecto mariposa, de que tu simple decisión de regar una rosa puede ser la salvación de un bosque en el otro lado del mundo, no es del todo descabellada. Entonces puede que la desaparición de una rosa, pueda ser, como decía aquel príncipe a su amigo aviador, cual si se apagaran millones de estrellas, y no sólo para el que ama a la flor.

No existe, al menos no lo he visto o leído, evidencias de que la sencilla decisión de un hombre haya cambiado el curso del planeta. Hay ejemplos, divinos o infernales, de lo que un solo hombre puede provocar en su entorno: Hitler y Gandhi (por la maldad y por la bondad) son dos buenos ejemplos, uno por la respuesta obsesiva a su frustración como artista, el otro como extensión de su amor por el ser humano de diferentes razas. Pero sin las condiciones del medio, sin la capacidad de un entorno favorable para aceptar sus teorías y su acción, ¿podríamos hablar del fascismo o de la resistencia pacífica? No puedo asegurarlo, pero creo que no.

El marxismo expone que los grandes cambios son colectivos, nunca de un solo hombre. Tiene gracia, en realidad el propio marxismo es una ideología con un origen bastante concreto –en Alemania, la cuna del pensamiento filosófico del siglo XIX; en Colonia, una de las universidades más avanzadas y con libertades de la época; y por uno de ellos que hubiera bebido de primera mano las teorías francesas, menos sociales y más individualistas para criticarlas; Marx era un candidato perfecto luego de haberse exiliado en París– de un solo hombre que sedujo (todavía algunos caen, a pesar de los hechos) a gran parte de la humanidad que dividió al mundo en dos bandos enfrentados. ¿Aleatorio, colectivo?

Con las enormes diferencias que separan la absurda y antihumana ideología de una raza superior por el exterminio de las demás, del otro ideario de no cumplir lo legislado para que cambie la ley, ninguno de los dos baluartes del cambio dejó por imposible lo que creía que deberían hacer. Es casi un atrevimiento pedir a alguien que no abandone sus deseos de cambiar su entorno. No es precisamente de rosas el final que a veces espera a quienes se atrevieron. Desde Cristo hasta Oscar Arnulfo Romero no hay precisamente buenos ejemplos de finales felices para quiénes lo hicieron. Y todavía así se atrevieron.

Si decides correctamente tus metas, ya sea por obra divina (por esa predestinación que podríamos tener hacia las cosas) o por teoría del universo aleatorio (la colisión infinita y sin objetivo de partículas subatómicas que es puro caos) puedes cambiar gran parte de las cosas que tienes en tu entorno. Lo contrario no es sano, ni sensato. Obsesionarse por aquello que se escapa de nuestras manos, dejar de dormir o comer porque gran parte de un continente no sale de la miseria es casi suicida. Lo realmente interesante es decidir que hay metas a nuestro alcance, objetivos que cuesta cumplir aunque sabemos que pueden ser nuestro particular aporte a que el universo aleatorio deje de serlo un poco y quizás ayuden a que disminuya el hambre. Demasiado optimista, pero ¿qué seríamos si no soñáramos?

Si en todos existiera al menos la intención de que el otro comprenda, que no es necesario odiar al que piensa diferente y que podemos evitar un desastre aéreo por comprar unos pañales y no otros, seguramente habría un mundo diferente. No sé si mejor o peor, no sé si por mandato divino o por intento de poner un poco de orden en el caos aleatorio, pero sería diferente. Yo, como el principito, prefiero regar la flor porque está al alcance, porque puedo salvarla, y si desapareciera esa única rosa, es como si millones de estrellas se apagaran.

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