El dilema de la diversidad

blankNo siempre somos conscientes de la diversidad que puebla el mundo en que vivimos. La globalización nos hace creer que Nepal o Costa de Marfil están a la vuelta de la esquina cuando en realidad hay siglos de diferencia entre países, sobre todo cuando tienen una cultura heterogénea.

Lo llamativo de ello es que asumimos, como los romanos, que todos los que rodean a Occidente son bárbaros. Nos escandaliza cualquier elemento ajeno a nuestra cultura sin intentar, al menos por un segundo, colocarnos en la piel del que nos parece un invasor de nuestras tierras.

Recién conocimos la sentencia de un tribunal iraní mediante la cual un hombre (por decir algo), que agredió a una mujer arrojándole ácido en la cara, sea cegado de un ojo mediante veinte gotas de ácido en uno de los suyos. No nos engañemos, es brutal, la famosa sentencia del ojo por ojo, diente por diente.

En una entrevista que realizó El Mundo a Ameneh Bahrami, la mujer agredida, y publicada el domingo 14 de diciembre, nos sorprende aún más el hecho de que la sentencia no la pide el tribunal sino la propia agredida que rechaza 20 000 euros de recompensa que podría recibir de decidirse por esa opción en lugar del ojo por ojo, pero ha preferido que el bestia que la asaltó viva como castigo las consecuencias que provocó su ataque. Aún más sorprende que ella esté dispuesta a pagar, si tuviera el dinero, la misma cantidad que recibiría como recompensa si decidiera que, en un lugar de un ojo, su agresor sea cegado de los dos.

blankLa reacción natural de cualquier persona bien nacida es rechazar tanto la agresión como la sentencia. Nos repugna, y es natural, que una mujer sea agredida de forma tan salvaje en cualquier sitio del mundo y nos escandaliza, y también es natural, que el Estado, sea de donde sea, se convierta en lo mismo que un tarado emocional y mentalmente desequilibrado.

A los que recuerden el excelente quinto capítulo del Decálogo de Krzysztof Kieslowski, que remeda los diez mandamientos, podría establecer la misma comparación cuando recuerda al Estado ejecutando la pena muerte –o matando que viene a ser lo mismo si no sucumbimos a lo políticamente correcto– a un asesino que a su vez asesinó a otra persona. Sabemos que el homicida es culpable porque asistimos a su crimen en pantalla, sabemos que merece un castigo, y sin embargo, cualquiera que tenga un poco de piedad en su interior, se escandaliza contra el proceso que lleva al asesino a morir finalmente. El corto nos pone en una tesitura bastante discutible pero que nos lleva a la reflexión al equiparar al Estado con un asesino, con leyes aprobadas, con la justicia como instrumento pero homicida al fin.

Quizás sea exagerado. El estado no es un asesino aunque muchos lo crean pero escuece imaginar que exista un modo de justicia que permite a una institución pública abrogarse el derecho de quitar la vida o un ojo como si fuera la cólera de Dios o el azar de la Naturaleza.

Es curioso pero el ser humano acepta estéticamente lo que legalmente rechaza. En La desconocida (La sconosciuta) la última película de Giuseppe Tornatore una prostituta maltratada, violada y vejada de toda forma e intención, clava unas tijeras en el estómago de su violento proxeneta mientras los telespectadores aplaudimos casi con alegría por la venganza. Quizás el mismo acto nos puede provocar algo parecido a la satisfacción en la vida real pero terminamos, si somos medianamente sensatos, por rechazar que se tome la justicia por su mano. Es lógico, somos esclavos de la ley –recordemos a Cicerón– y es la única manera de evitar que otra persona ejecute su venganza sobre quien puede no ser culpable.

En Crimen y Castigo, Dostoievski manipula nuestros preceptos morales y certezas legales haciéndonos compasivos por un estudiante gentil, caballeroso, humilde convertido en homicida premeditado hasta el punto de preferir que la policía nunca lo atrape y que él mismo no se entregue. El mismo crimen que Raskolnikov comete sobre la vieja usurera en esta monumental novela nos provocaría inmediato rechazo en nuestro barrio.

Se podría pensar que quizá los milenios de Historia Universal que pesa sobre las espaldas de occidente lo ha hecho más humano, y sin embargo los mismos milenios oprimen los hombros de gran parte del resto del mundo donde se institucionaliza el ojo por ojo, la lapidación y la ablación. Aún más, no es Occidente, hablando en términos de civilización, más antiguo que África –donde Egipto fue dueño del mundo conocido antes que Grecia y Roma– o el Medio Oriente –Irak tuvo a Mesopotamia, la civilización más avanzada del mundo antiguo. La diferencia está en un tipo de religión que tuvo –y tiene– miles de defectos pero instauró con el miedo al infierno y los temores a los pecados carnales o veniales una forma de entender y vivir la vida que es, con total seguridad, de las que mejor ha defendido y conocido al ser humano aunque sea desde una fe concreta: El cristianismo.

Para una persona educada bajo los preceptos de la educación cristiana –incluso para un agnóstico rozando al ateísmo, como mi caso– todavía funcionan elementos de la educación del “permiso, por favor”, “buenos días”, “pase usted primero” y del ceder el asiento a una mujer (por muy machista que parezca). Estas pequeñas menudencias forman un carácter que termina por respetar al otro de forma más intensa y tolerante que sólo por exigencias democráticas porque están marcadas a fuego en nuestra educación.

Y sin embargo esa propia educación la han recibido los sudamericanos que cada cierto tiempo vemos en las noticias linchando a algún ladrón. Quizás aquí pesa más el hastío por ver que un semejante les roba a ellos, tan pobres como él. No lo sé a ciencia cierta, pero está claro que la justicia por nuestra mano no es una norma básica de nuestra educación.

Quizás sea aquí donde fallan la mayoría de los intentos por ayudar a muchos de los países del tercer mundo. Es mejor ayudar respetando sus costumbres, por muy bárbaras que nos parezcan, que llegar como el civilizado que tiene la verdad divina en sus manos.

Es muy difícil criticar a una mujer de África o América que entrega o vende a su hijo en adopción cuando es el sexto de sus posibles nueve hijos. Aún más si han muerto tres de ellos y si a su alrededor las mujeres lo vienen haciendo durante 300 años. De la misma manera es bastante embarazoso pedirle a Ameneh Bahrami que no quiera que su agresor sea cegado como lo hizo él con ella. Incluso es confuso comprender, para nuestras mentes occidentales, que una de los soluciones que le daban familiares de Ameneh era que se casara con su agresor como forma de obligarlo a mantenerla. Es escandaloso, es verdad, pero lleva sucediendo miles de años y no nos había escandalizado hasta que la globalización nos lo trajo en el noticiero a la hora de la comida.

¿Significa esto que hay que darse por vencido en instruir valores más humanistas en el hombre? Claro que no, pero hay que hacerlo con tolerancia, respeto al otro y, sobre todo, capacidad para entender que lo que hoy creemos como nuestra verdad absoluta puede quedar superada por el paso del tiempo. Quizá es por ahí por donde debemos empezar.

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