La cofradía utópica de ser algo por obligación

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Arendt-Eichmann

Por regla general, los seres humanos categorizamos lo conocido; encerramos en estantes mentales lo que vemos, oímos, palpamos, y lo nuevo que aprendemos lo metemos en esas categorizaciones forzadas o creamos nuevas clasificaciones, en espera de que algo encaje en ellas. Es, al parecer, un patrón intuitivo y lógico que nos ayuda a no volvernos locos en el caos de la vida; caos como complejidad, como diversidad, como exceso; nunca como desorden.

Existe una polémica conocida entre Hannah Arendt y Gershom Scholem, a raíz de la salida del libro Eichmann en Jerusalén. El filólogo e historiador israelí reprochaba a la escritora escasez de amor al pueblo judío, por ofrecer una visión excesivamente humana del nazi alemán en su obra.

Es sorprendente que tanto Scholem, como otros críticos del libro de Arendt, tan agudos en sus análisis de otros textos, no hayan logrado separar la obviedad de que Arendt intenta una aproximación, en tanto escritora y socióloga, a la psicología de un ser humano despreciable y no a sus actos punibles.

Y no es que se pretenda separar su responsabilidad como ciudadano, pero lo que para un juez o fiscal forma parte de su trabajo y resulta obvio –juzgar criminalmente lo criminal– para un escritor o un sociólogo es algo diferente.

Matizo, y amplío el argumento.

Como ser humano, como ciudadano parte de un conglomerado social, despreciar lo criminal es lo mínimo entendible y esperable del cualquier otro ser humano, sea intelectual o carpintero; pero algunas profesiones, como la del escritor o hasta el siquiatra, como parte del mismo conglomerado social, es también lógico entender las motivaciones de todo acto humano, positivo o negativo. Y entender no significa, en todos los casos, aprobar.

Escritor, psicólogo, sociólogo, o cualquier otro que tiene la mente o la conducta humana como base de su trabajo, pretende y debe entender por qué un ser humano hace lo que hace, sea regalar millones a un desconocido o gasearlo en un baño improvisado. De la misma forma, la mayoría de los comentarios por los cuales a Hannah Arendt se le acusa de pronazi, están en su mayoría sacados de contexto, pero es un tema del cual se ha escrito suficiente, y no vamos a ahondar sobre ello. Quiero que nos fijemos en el hecho de que a Arendt se le prejuzga una forma de actuar y pensar según sus orígenes.

Es cierto que, cuando asumimos que alguien debe pensar y actuar en función de estas normas que nos creamos, damos cierto orden al caos, pero a la vez, nos creamos prejuicios innecesarios que afectan nuestra visión del mundo, y lo que es peor, nos convertimos en jueces de lo que otros deben pensar en función de lo que tenemos encajado en nuestros estantes mentales.

No debemos, por tanto, ser excesivamente críticos con Scholem si hacemos lo que él mismo hace con Hannah Arendt: encajarlo en categorías; él mismo, en este caso, pertenece al conglomerado social humano, aún más, por su origen israelí a un tipo de pensador de ideas sionistas. Pero no debiera ser así.

¿Por qué les remito a esta anécdota?

A raíz de la entrevista que ofrecí a la revista Cubaencuentro, me ha llamado la atención el resultado de los comentarios sobre mi pertenencia (más bien, no pertenencia) a la isla. Primero la increíble adhesión y comprensión de gente a la que no conocía, pero que profesan sentimientos parecidos en su transitar cubano, y que me han enviado por privado sus comentarios de apoyo.

Del otro lado, como era de esperar, los críticos, que se debaten entre dos corros: el grupo que no comulga con mi forma de pensar, pero respeta mi opción escogida; y de otro lado, la desmesurada −y por momentos ilógica− reacción de quienes se ven concernidos a ofender –quiero creer que no sólo a mí; no merezco tal honor– por no aceptar las tesis que ellos consideran que yo debería defender.

Más allá de la alegría que me reporta saber que algunos de estos críticos no me conocían y no piensan leerme luego de conocer mis puntos de vista –los lectores que cuento, por suerte, son algo más inteligentes– es necesario ahondar en algunos puntos de vista sobre el tema.

Es obvio que soy cubano, que mis raíces aguantan en uno o dos barrios de una pequeña ciudad que se llama Pinar del Río y en otro barrio habanero que se llama Marianao, y jamás las puedo, ni pretendo, negar. Tengo formas de deliberar, giros lingüísticos al hablar, actitudes, posiciones ante la vida, que vienen condicionadas por haber nacido en Cuba, por haber vivido casi 30 años en un sistema que no admite la discrepancia, por haber vivido sin democracia, con una forma de pensar y de actuar del entorno donde estuve esos años.

Pero, como es bien sabido, y los estudios actuales sobre el cerebro y la creatividad lo atestiguan, el pasado nos condiciona, pero no nos determina. Es la diferencia entre ser algo por obligación o escogerlo como opción. Nadie puede obligarme, ni yo mismo intento obligarme a lo contrario, a que la cubanidad, comprendido como la circunstancia de haber nacido en una geografía, bajo unas circunstancias concretas, determine a ser, escoger, pensar, actuar de una forma; y por supuesto, tampoco su contraria.

El gran problema que arrastramos los nacidos en Cuba, incluso muchos de los más preparados culturalmente (no digo ya inteligentes, porque la inteligencia implica otras cosas que no siempre se presentan en los preparados culturalmente) es que si no ves un color que muchos de ellos asumen que estás obligado a ver por tener el mismo origen, te separan de su secta.

En mi visita a Cuba en 2006, recuerdo que intentaba hacer un trámite insustancial para el que necesitaba identificarme. Estaba en una cola junto a un grupo de cubanos que esperaban para hacer la misma diligencia. Al llegar a la ventanilla no utilicé el DNI cubano, sino el pasaporte, que, a la postre, sirve de la misma manera como documento de identidad, pero la mujer que me atendió se negó en principio a hacerlo.

Luego de una pequeña polémica, en la cual intenté ser lo más afable posible, dado que no suelo ofuscarme con gente que se ve obligada a ejercer una responsabilidad impuesta, alguien detrás de mí, y que nada tenía que ver con aquel tema me soltó:

–Es que usted no vive aquí, ya usted no es cubano.

Vi a un hombre de unos 30 y tantos, vestido de forma muy humilde y que no había hecho una broma, como creía. En su cara había una mezcla que nunca identifiqué si era rechazo o envidia.

Socialmente este ejemplo, como otra decena que luego viví, me alejaron por fuerza de lo que supuestamente era yo por origen, aunque no menos me ha sorprendido verme separado desde el punto de vista intelectual.

Seguro porque lo merezco, pero es llamativo que la labor literaria que alguna vez haya podido realizar en Cuba, y de la cual jamás renegaré, sólo existe porque lo cito en mi currículum. Por motivos, obviamente políticos, los libros que escribí, el trabajo intelectual que alguna vez realicé, y que, a ciencia cierta, será despreciable de forma cuantitativa, ha desaparecido como por arte de magia de donde quiera que alguna vez estuve en la isla, excepto en aquellos espacios de libertad que nos creamos para suplir la que no existía en la realidad de la isla: y hablo concretamente de la Comisión Católica para la Cultura, que sin ser creyente (en aquel entonces ateo, pero nadie me lo preguntó), aceptaron mi humilde labor profesional. Una pequeña búsqueda por Internet les dará argumentos.

Ser cubano, por tanto y por desgracia, da igual si socialmente o intelectualmente, ha devenido por fuerza factual, en seguir una razón única, unas normas, que, según sus valedores, obligan a un pensamiento, una lógica que deviene cofradía. Y esta cofradía contamina no sólo a los que de manera directa están obligados a responder por miedo a la dictadura, sino a aquellos que ya pueden decir en libertad lo que creen, pero su ideología ya está contaminada por aquella y no han podido –o no han querido, que de todo hay en la viña del Señor– dar el salto intelectual, ni social, para recapacitar por su cuenta.

Y viene al caso lo que Arendt respondió cuando Scholem le reprochaba su escaso, o ningún amor por los judíos:

…yo no me siento movida por ningún ‘amor’ de esa clase, y ello por dos razones: yo nunca en mi vida he ‘amado’ a ningún pueblo ni colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al norteamericano, ni a la clase obrera, ni a nada semejante. En efecto, solo ‘amo’ a mis amigos y el único género de amor que conozco y en el que creo es el amor a las personas. En segundo lugar, ese ‘amor a los judíos’ me resultaría, puesto que yo misma soy judía, algo más bien sospechoso. Yo no puedo amarme a mí misma ni a cosa alguna de la que sé que es miembro y parte de mi persona…[1]

A ello me remito cuando algunos me reprochan mi escaso amor por mis raíces. Sin negar de donde soy, nada me acerca a Cuba más que haber nacido en ella y el sello que, de manera forzosa y no siempre, me marca ese nacimiento desde el punto de vista exterior, y ciertos rasgos internos. Pero resulta que mi vida profesional, mi verdadero despuntar como ser humano, mi despertar como hombre e intelectual, ha sido lejos de la isla y sus circunstancias.

No me lo propuse así, al menos no intencionalmente. Cuba me marcó, sobre todo de manera profesional, por varios años posteriores a mi exilio. Arrastraba entonces, y muchas veces, de forma intencionada, la estampilla de haber aprendido unas normas sociales y, quiero recalcarlo, una cierta conducta intelectual.

Hay cientos de ejemplos, desde mirar por encima del hombro cuando alguien criticaba a los Castro, hasta un estilo narrativo excesivamente marcado por esquivar la censura, o la intención de escribir una novela inigualable, sin máculas, trascendental, única, técnicamente perfecta.

La gran mayoría de la literatura cubana que he tenido la oportunidad de leer (y no fue poca en su momento) venía marcada por esas dos improntas. Y no en balde.

Los escritores cubanos, como tendencia, están condicionados por la necesidad de trascendencia como parte de un grupo del que todos se quieren despegar, aunque pocos consiguen. Porque hacer literatura y no pertenecer al grupo, sea la Asociación Hermanos Saíz (AHS) o la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), en la isla es no existir. Lo viví en mis carnes.

Y en ese debate entre pertenecer y ser otro nace parte de lo que se llama globalmente literatura cubana que, por momentos, y sobre todo, en el ensayo, parecen alumnos de Maurice Blanchot, aquel escritor cargado de oropeles que escribía sobre cualquier cosa de la misma esotérica manera.

Sobre Blanchot ha dicho el filósofo y escritor Michel Onfray una frase que encaja como un guante en esa parte amplísima de la intelectualidad cubana que escribe desde el ensayo, aunque no sólo.

Maurice Blanchot es una especie de gran referencia del pensamiento de aquellos que, sobre todo, quieren hablar para no decir nada, donde la forma es más importante que el fondo.

Durante años, incluso ya fuera de Cuba, viví con esa marca que, como letra escarlata, te señala ante los demás. Gran parte de la literatura que se hace por cubanos o desde Cuba, es fácilmente identificable sin la exigencia de conocer al autor, porque se repiten temas, giros estilísticos, lenguaje, metáforas, argumentos, etc. Casi toda la literatura cubana está limitada a usar retruécanos, metáforas repetitivas para esquivar la censura, el ostracismo, la marca de la letra escarlata.

Esa causa ha creado un “asunto” que todos los que ejercemos la edición o el simple placer de la lectura activa, advertimos desde el momento en que nos adentramos en un libro escrito por un cubano. Da igual si hablamos de novelas o textos críticos, la cubanidad, muchas veces ha devenido, por tanto, en decir mucho sin decir nada, porque la forma, la frase bien escrita, perfecta y técnicamente impecable está orientada a un largo texto sobre el sexo de los ángeles o, como se dice en buen cubano, a intentar saber de qué color era el caballo blanco de Antonio Maceo.

Obviamente existen excepciones, que como sabemos, confirman reglas. Y yo escogí ser parte de esa excepción, no de la norma; decidí mirar al mundo, no al ombligo; sacar el pie de la horma, no obligarme a vivir sobre ella. Un día advertí la inmensidad del universo, al que la mirada provinciana (sí, provinciana) que arrastraba me impedía advertir.

La meta escogida me desmarcó de la cubanidad, no como reacción, sino como lógica dentro del camino avanzado. No me propuse intencionalmente alejarme de la literatura cubana, de la isla y sus circunstancias, sino que el propio destino al que voy, me ha terminado alejando de ella, porque los que determinan las pertenencias a esa gran utopía que es la cubanidad, deciden que mi literatura no tiene suficientes argumentos para estar en ella, y porque he descubierto, por suerte, que existe vida más allá de las utopías que pretenden convertirnos en seres colectivos.

Un día, dejé de preocuparme por el criterio de los colegas que deciden estas pertenencias, dejé de asumir como únicas las cuestiones técnicas, las normas, las voces invariables que deberían decidir si yo estaba o no estaba en ellas, y que, sin darme cuenta del todo, esclavizaban mi creación literaria. El día que lo descubrí, mi estilo, mi literatura despegó, pero a la vez me alejó más de mis raíces.

¿Es esto odiar a Cuba y los cubanos? No, no los odio, pero tampoco los amo, como pretenden los que creen que debo amor a una nación por circunstancia de nacimiento. Como Arendt, no debo amor obligatorio a nada más allá de mi familia y mis amigos. No debo amor al pueblo cubano como no amo al neozelandés, al burundés o al propio judío o palestino.

Suena muy bonito y muy cubano decir que mi vocación literaria se debe a José Martí y Alejo Carpentier o Nicolás Guillén y Lezama Lima, pero no lo puedo decir porque no es verdad. Mis referentes, pasaron por Isaac Asimov, Emilio Salgari y Agatha Christie; y más tarde Hermann Hesse, Mika Waltari y Thomas Mann, gústele a quien le guste y pésele a quien le pese, y, visto lo visto, ha sido una suerte.

Desde este punto de vista aprendí algo que es vital en la psicología y el coaching actual: desaprender, que no es olvidar lo aprendido, sino mirarlo con ojos inexpertos, autorreconocerme, ser consciente de mis escasas virtudes y muchas limitaciones. Así me reinventé.

No soy literatura cubana, no me interesa ser parte de ella ni existir en función de ella. Existo como escritor, a pesar de las literaturas cubanas, suecas o marroquíes, porque escribo para un lector que quiera ir más allá de las cuatro paredes de su nacimiento. Por suerte, los lectores que me siguen, si bien no son muchos, no persiguen utopías, al menos no aquellas que restringen libertades. ¡Qué suerte tengo! Si eso me hace menos cubano, bienvenido sea, si no, también.

[1] “Eichmann en Jerusalem, intercambio epistolar entre Geshom Scholem y Hannah Arendt”, En: Una revisión de la historia judía y otros ensayos, trad. Miguel Candel. Barcelona: Paidós, 2005. pg. 145.

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