Oda a mi abuela

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Nunca he sabido a ciencia cierta por qué me atraen tanto las comidas de mi abuela. El tiempo y la distancia han colocado una barrera inmensa entre nosotros, toda vez que llevo más de 6 años fuera de Cuba y ella sigue aferrada a la defensa de una dignidad que le han insertado desde el gobierno en su cabeza poblada de canas. Sin embargo sus comidas siguen provocando que pase la lengua por mis labios cuando recuerdo su sabor: los frijoles negros adobados con ajos naturales y pimientos arrancados del patio, las masas de cerdo frita en la propia grasa del cerdo con la leña recogida de la arboleda, los tamales, (¡oh, los tamales!) con esa mezcla extraña entre dulce y salada que nunca he logrado alcanzar por más que me ha dado los ingredientes ocultos de su receta, el congrí o los moros y cristianos, la mezcla cultural donde se entrecruzan elementos que nos retrotraen a nuestros ancestros.

Creía que los nuevos hábitos castellanos que me había creado tanto tiempo lejos de ella harían que el sabor de su sazón ya no me exaltaría. Me equivocaba. La última vez que estuve en Cuba la sola fragancia que emanaba de la cocina me hacía buscar los ingredientes, los secretos, la verdad sobre aquella comida que recordaba de niño, y descubrí, sí, descubrí varias cosas que no sabía y otras de las que no era consciente.

Supe que la sazón de mi abuela, el recuerdo de su cocina, era también el de mis tías, quizás aprendido y ejercitado desde el magisterio de mi abuela, pero indudablemente con su propia forma de mezclarlo y personalizarlo. Mis tías tienen, y siempre la han tenido, la misma habilidad culinaria que mi abuela y la evocación que me provoca la mezcla de ingredientes de mi abuela es también culpa de ellas.

Descubrí también que el principal motivo de mi remembranza estaba asociado a la memoria afectiva, esa que Proust elevó a categoría de habilidad literaria a través del olor y la visión de una taza de chocolate junto a una magdalena. Cuando veo un cerdo abierto, sus costillas en una parrilla de asado, o colgado de un gancho listo para abrir, o un plato de fritas de plátano o malanga, o una fuente llena de yuca con mojito, establezco inconscientemente una asociación mental entre esa evidencia y la felicidad de mi niñez en las sabanas que rodeaban la casa de mi abuela. Esa comida es un disparador, un catalizador de la memoria afectiva que me traslada en tiempo y espacio a esa niñez feliz y despreocupada que ya no regresará.

Y el más importante de los descubrimientos es saber que mientras mis primos y yo saboreábamos el plato de sopa de carne con boniato que hacía nuestras delicias en el mediodía cubano, nuestros padres y abuelos se tomaban un vaso de agua con azúcar porque no había comida para todos. Sí, cenábamos todos; pero al mediodía, a la hora del almuerzo, sólo lo hacíamos los niños porque la comida era un lujo que todos no se podían permitir.

Me hizo comprender el sacrificio de la mujer cubana, la que ha hecho que algunos todavía recordemos con alegría esa niñez en nuestra casa mientras Castro acentuaba la miseria aseverando una producción de azúcar de diez millones que nunca se produjo. Me hizo recordar igualmente cómo fueron desapareciendo, mientras se acentuaba el socialismo cubano, aquella parte de la alimentación que los de la generación anterior habían disfrutado. Yo nunca conocí las nueces ni las almendras que tanto me mencionaban mis tíos, pero sí probé los chocoleches, las empanadas y las croquetas de embutido que no conoció mi hermano, que sí conoció el churro, los queques y los sorbetos que no conoció mi hermana. A ese paso ya me preocupa lo que tendrá en la alimentación mi sobrino.

Pero el recuerdo de esa niñez, el olor que salía de la cocina de mi abuela, está intacto en mi memoria, y quedará, eso parece al menos, permanentemente grabado ahí, como parte de un pasado que no regresará pero que aún disfruto a través de la memoria afectiva. Esa es mi abuela, la que tengo como piedra en mi memoria y a la que espero volver a ver para probar sus tamales. ¡Oh los tamales!

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