¿Por qué uso cada vez menos las redes sociales?

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blank−No entiendo tu incomodidad con las redes sociales −me dice mi amiga, y tengo que darle la razón. Yo tampoco me entendería.

En realidad, hablo únicamente de Facebook; tengo Twitter, Google Plus y LinkedIn, alguna vez abrí (y cerré casi al mismo tiempo) otras como Instagram, pero apenas −casi nunca− interacciono en ninguna de ellas, ni doy “me gustas” ni comparto nada, y apenas entro en ellas par de minutos hasta que me aburro.

−¿Y para qué las tienes?

Otra pregunta pertinente. No lo sé. Quizás porque tengo la secreta esperanza de que alguna vez tendré tiempo y ganas de usarlas, aunque cada día que pasa son para mí como esos trastos que guardas en el desván hasta que hagan falta y tiras a la basura meses o años después.

Lo interesante es que no tengo grandes quejas de todas ellas. No estoy en contra del uso de Internet y la tecnología. Creo que la gente debe tener a libertad de escoger lo que crea mejor para sí mismo, por incómodo y extraño que nos parezca a los demás.

Desde mi punto de vista, las redes sociales y los programas de chat masivo me parecen útiles en la comunicación con amigos y familiares lejanos, permiten compartir ideas con mucha gente, incluso desconocidos, te acerca a los lectores en el lugar más insospechado del mundo, etc., etc. Pero sigo siendo reacio a usarlas a menudo. ¿Por qué? Me he hecho la pregunta muchas veces.

Primero (y quizás lo más importante) por la falta de tiempo. Mi vida se define entre terminar una tesis de doctorado en el campo de las humanidades, clases de español para estudiantes franceses de nivel universitario, un trabajo como director editorial que me exige más de lo que quisiera, y varias responsabilidades profesionales propias que se definen entre la literatura y el cine; estas últimas obligaciones personales nadie me las ha pedido, pero no los puedo evitar porque compensan mi desconcierto y perturbación contra la realidad.

Sí, escribo novelas, cuentos, relatos; pero además muchas veces creo descubrir maravillas en el trabajo ajeno e intento mostrarlas a terceros, y la manera que he encontrado para hacerlo es con mi profesión primera, la que aprendí con mucho esfuerzo: escribirlo. Bien o mal, pero juntar palabras con el objetivo de crear una emoción lo puedo hacer con cierta eficacia, así que lo sigo haciendo hasta que el cuerpo y la mente aguanten.

Es una paradoja irresoluble porque luego, para transmitir lo que escribo, muchas veces debo usar las redes sociales, esas que furtivamente miro, apenas interacciono en ellas y de las que escasamente me fío. No es la estrategia más inteligente, pero no lo puedo evitar.

El segundo aspecto que me aleja de las redes sociales y de Internet en general es la seguridad. No soy ingenuo ni tengo la más mínima paranoia. La mayoría de la gente se atreve a hacer y decir cosas por Facebook, WhatsApp o Messenger sin saber −o quizás sí y les da igual− que las condiciones de privacidad de la mayoría de estas empresas cambian de la noche a la mañana y puede que ni siquiera te enteres.

Pero no hay que ir tan lejos. Basta saber que lo que cuentas hoy a alguien que parece tu amigo incondicional, puede ser mañana objeto de venta a un medio informativo o motivo de extorsión por parte del antiguo aliado. Vale, esto es menos probable y puede que aquí sea algo paranoico, pero la realidad no me desmiente. Cada cual cree en la seguridad y la privacidad de Internet como lo crea conveniente, pero la realidad es una.

El tercer motivo es más complejo, y tiene que ver con mi sanidad espiritual. ¿Esto qué es? Veremos cómo lo explico. Es la incapacidad, con más años cumplidos, de tolerar los argumentos ajenos que no vienen precedidos de una argumentación lógica. No creo que haya dicho nada muy útil para explicarme. Lo intento de otra manera.

Aseguran que Tucídides dijo que la ignorancia es atrevida. No encuentro una frase mejor. Quizás hay una que la afianza, aquella que dice que las redes sociales no crean la idiotez, sino que la difunden. Internet universaliza la estupidez. Me gusta; la frase, no el hecho.

¿Qué hacer cuando ves un amante incondicional de los animales que cortaría las manos a otro ser humano que haga daño a cualquier cuadrúpedo o sabandija y que luego defiende a capa y espada el aborto o el internamiento de niños en campos de inmigrantes creados por su presidente favorito?

¿Qué haces cuando lees a un dizque escritor que dice no haber leído en su vida a alguno de los fundamentales clásicos porque considera que es simple literatura de terror?

¿Qué hacer cuando un amigo o amiga a quien aprecias te sale con la defensa de una evidente dictadura a la que aborreces?

¿Qué hacer cuando alguien que no sabe cómo se coloca una cámara, otro que apenas ha leído tres o cuatro libros en su vida o un tercero cuyos argumentos están mediatizados por el fanatismo político o los prejuicios dice que una obra de arte es una mierda? No que no le gusta, no; que es bazofia, una mierda.

Estas situaciones son muy comunes en las redes sociales, y puedes exponer cientos de ejemplos parecidos con los que te encuentras a diario.

Mi primer impulso siempre ha sido responder. Poner algún comentario, muchas veces de forma moderada, para tratar de explicar mis razones contrarias al argumento. Pero todos sabemos la trivialidad de tratar de que un necio se salga de su ladrillo por cinco segundos para tratar de ver la vida desde otro ladrillo.

José Antonio Marina en su magnífico tratado sobre la inteligencia fracasada retrata algunos de los argumentos y personas que se niegan el conocimiento por fanatismos, prejuicios, supersticiones y dogmatismos. Y leyendo con la agudeza de un buen detector de mierda, se comprende la imposibilidad de polemizar con aquel que cree tener la razón a toda costa, aunque su argumento esté sobrecargado por cualesquiera de estos lastres.

−¿Y qué pasa, que tú tienes la razón siempre?

¡No, Dios me libre de creer que tengo la razón en todo lo que hago o digo! De hecho, muchas veces me abstengo de opinar en temas complejos o con muchas aristas porque soy incapaz de ofrecer una opinión formada y me asustan (mucho me asustan) las personas que dan opiniones categóricas sobre casi cualquier tema.

Si has oído hablar del efecto Dunning-Kruger entenderás de lo que hablo.

Me cuesta asimilar muchos argumentos. No los critico, el problema es mío, por no tolerarlos o tolerarlos menos que cuando tenía 30 años. No evito autores por su ideología, artistas por su género, cantantes por sus ideas políticas, cineastas por su vida disipada, actores por sus inclinaciones degeneradas. Simplemente disfruto del arte venga de Agamenón o su porquero, del atrio o del vulgo, del haz o del enverso. No le pido a ningún artista que sea inmaculadamente perfecto. Para eso está la justicia y el “público perfecto” que vive como predica. Espero se entienda la ironía.

Cada día me cuesta más asimilar que haya tanta gente que hace lo contrario. Lo sé, es mi problema.

Lo que he terminado por hacer es alejarme del conflicto, evitar la confrontación, escuchar a todos en su “absoluta sabiduría” y dejarlos que vivan en ella; para bien y para mal. Cuando veo una estupidez en la red, respiro de manera profunda, me tomo un vaso de agua y termino riéndome de la ocurrencia, pero no respondo, no participo, no entro al trapo del intercambio, porque cuando entraba a la polémica mi propia sanidad espiritual se veía afectada. Estaba siendo, yo mismo, intolerante, perdía el tiempo y dejaba de hacer cosas útiles de mi profesión.

No era el único perjuicio mental.

Me di cuenta que se estaba resintiendo mi atención al pensamiento conceptual, a la verdad razonada, al argumento ecuánime. Dice la ciencia que la falta de atención para concentrarse en una sola cosa es un obstáculo para la inteligencia. Recordé a Nicholas Carr:

 

Y lo que parece estar haciendo la Web es debilitar mi capacidad de concentración y contemplación. Esté online o no, mi mente espera ahora absorber información de la manera en la que la distribuye la Web: en un flujo veloz de partículas. En el pasado fui un buzo en un mar de palabras. Ahora me deslizo por la superficie como un tipo sobre una moto acuática.[1]

 

−¿Entonces estás en contra de las redes sociales?

Repito, no. Estoy en contra de usarlas “YO” de manera masiva. No quiero que nadie me siga ni me dé la razón, que cada cual haga lo que mejor le venga en gana y las use como mejor les parezca. Yo, por mi parte, cada vez me alejo más.

−¿Será para siempre?

No creo, pero tampoco lo afirmo ni lo niego. ¡Puf, qué lío!

En unos de sus libros Jaron Lanier argumenta 10 razones para dejar las redes sociales. No estoy de acuerdo con todas, aunque si intentas ir más allá de este resumen y te detienes tranquilamente en el libro con un pensamiento conceptual, racional y desapasionado, cada una de ellas tiene un argumento razonado que te hará pensar; o no, pero en cualquier caso intenté que lo hicieras.

 

Razón 1. Estás perdiendo el libre albedrío.

Razón 2. Renunciar a las redes sociales es la mejor manera de resistir a la locura de nuestro tiempo.

Razón 3. Las redes sociales te están convirtiendo en un idiota.

Razón 4. Las redes sociales están socavando la verdad.

Razón 5. Las redes sociales están vaciando de contenido todo lo que dices.

Razón 6. Las redes sociales están destruyendo tu capacidad de empatizar.

Razón 7. Las redes sociales te hacen infeliz.

Razón 8. Las redes sociales no quieren que tengas dignidad económica.

Razón 9. Las redes sociales hacen imposible la política.

Razón 10. Las redes sociales aborrecen tu alma.[2]

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[1] Nicholas G. Carr, Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, 2016.

[2] Jaron Lanier, Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, 2018.

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