por Carlos Salas
¿Es usted una persona con problemas de autoestima? ¿Se siente minusvalorada en su puesto? ¿Cree que no tiene talento? ¿Acaso sus hijos adolescentes no saben qué estudiar o dónde trabajar? ¿O es un director de personal convencido de que las nuevas generaciones son inútiles? Pues bien, si usted es alguno de esos, le convendría conocer la vida de este extraño personaje del que voy a hablar.
Nació en Gran Bretaña, era el quinto de seis hijos y no era el más listo desde luego. “Mis maestros y mi padre me consideraban un muchacho corriente, más bien por debajo del nivel común de inteligencia”, afirma el chico en una autobiografía que escribió hace tiempo.
A este joven le apasionaba la caza y salir al campo. Pero estudiar, lo que se dice estudiar, nada, porque le aburría la escuela cuya enseñanza calificó de “sencillamente nula”. Fue incapaz de aprender otro idioma que el inglés. No sabía componer poesía, y cuando memorizaba versos “se me olvidaban todos en 48 horas”.
Preocupado por las aficiones salvajes del chico, el padre le llegó a decir: “No te gusta más que la caza, los perros y coger ratas, y vas a ser una desgracia para ti y para toda tu familia”. Con estos estímulos morales, que son tan positivos para edificar la autoestima y que todos hemos escuchado alguna vez en la vida, el chico creció aborregado y sin templanza.
Y como el rebelde no despabilaba, el padre, un médico, lo envió a la Universidad de Edimburgo para estudiar medicina. Pero al chico las clases le resultaron “intolerablemente aburridas”. Las conferencias de anatomía, “insoportables”. Las de zoología, “increíblemente pesadas”. Cuando asistía a las sesiones clínicas en el hospital salía huyendo por “casos que me angustiaron enormemente y aún conservo vivas imágenes de algunos de ellos”. Y como aquello le resultó insufrible, se dijo con desfachatez: “Me convencí de que mi padre me dejaría herencia suficiente para subsistir con cierto confort”. Ahí abandonó cualquier esfuerzo para aprender medicina. Es decir, decidió convertirse en un niño pijo, vago, de esos que querían quedarse en casa chupando del bote familiar. “Entonces parecía mi destino más probable”, confesaba el inmaduro y egoísta personaje.
El padre estaba tan harto de este “señorito ocioso”, que lo envió luego a la Universidad de Cambridge con la idea de que estudiase algo que le convirtiera en un ciudadano útil a la sociedad. Pero al llegar a la universidad, el chaval se dio cuenta de que había olvidado “casi todo lo que había aprendido en la escuela”, de modo que el padre, tuvo que buscarle un profesor particular para ponerle al día.
No le valió eso de nada al joven irresponsable porque ni siquiera iba a clase. “En general perdí el tiempo allí”, confesaría más tarde. ¿Y a qué se dedicaba? Al botellón: “Fui a parar a una pandilla poco seria en la que se reunían algunos jóvenes relajados y mediocres… A veces bebíamos demasiado, cantábamos alegremente y después jugábamos a las cartas”. El colmo del descaro es que nunca se arrepintió de la juerga porque seguía recordando esos años “con gran placer”.
Aparte de ser un indomable perezoso, de vez en cuando salía a cazar y a coleccionar escarabajos. Pero nada más. Le encantaba leer novelas pero fue incapaz de escribir un solo cuento. Él mismo reconocía no tener el ingenio de los hombres inteligentes. Tampoco destacaba haciendo críticas razonadas de libros o de artículos de prensa. Uno podría pensar que esta clase de personas pueden estar destinadas a ser pensadores o filósofos pero, como afirmaría el insoportable niñato, “mi capacidad para seguir una argumentación prolongada y puramente abstracta es muy limitada” y por eso nunca triunfaría “en metafísica y matemáticas”.
Sus dotes de inventiva y su sentido común eran, como afirmaría después, “medianas”, lo cual significaba que no estaba destinado a ser abogado o médico.
Lo único que poseía este joven inadaptado era una paciencia infinita, pero la empleaba observando estupideces naturales como líquenes, orquídeas o tortugas. Pero ¿sirve eso de algo en la vida? Por Dios.
El caso es que cuando tenía 22 añitos, un profesor suyo se enteró de que un capitán de barco algo filantrópico deseaba ceder parte de su camarote a un joven voluntario que quisiera dar la vuelta al mundo sin remuneración.
El chico lo consultó con su padre y éste contestó: “Si puedes encontrar una persona con sentido común que te aconseje ir, te daré mi consentimiento”. Como no encontró a nadie, el chico escribió al profesor rechazando la oferta y se fue a cazar. No tenía ambición ni curiosidad. En eso, un tío suyo se enteró de la cuestión y convenció al padre de que dejara partir al chico.
Sin embargo, cuando el capitán vio el aspecto del joven pensó que era la clase de persona que no deseaba en su barco. Observó su nariz protuberante, y como había estudiado fisiognómica, el capitán dedujo que era propia de un pelele sin “la energía y decisión suficientes para hacer la travesía”.
A final, tras mucho insistir, el chico fue aceptado por el capitán. El viaje duró cinco años y, según reconoció el chico, fue “el acontecimiento más importante de mi vida”. Uno no se lo explica muy bien, porque este ejemplar no hizo otra cosa que llegar a un país extraño, darse una vuelta por ahí, mirar bichos, recoger plantas, observar galápagos, diseccionar animalitos…
Bueno, él insiste en que descubrió algo importante: que las especies no son estables si no evolucionan adaptándose al medio cambiante. Algo que se podía aplicar a las plantas, a los insectos, a los animales, a los hombres… y a las empresas.
Y al regresar del viaje (por cierto, el barco se llamaba Beagle), el chico impertinente insinuó que el hombre descendía del mono. Vaya imaginación.
El próximo 12 de febrero se cumplen 200 años de su nacimiento. Se llamaba Charles Darwin. Seguramente el mayor científico de los últimos siglos. Quizá el mayor de la historia.
Tomado de El Mundo, domingo 8 de febrero de 2009.
Es la prueba de un talento escondido durante muchos años y que posteriormente pudo salir, (por suerte). Charles Darwin y la teoría de la evolución.
Pienso que cada uno de nosotros tiene ese talento, unos más escondido (incluso mueren de viejos siendo seres fracasados), otros luchan y no paran hasta saber cuál es el suyo, los que lo tienen muy claro y los que lo encuentran por casualidad. ¿Acaso no merece la pena buscar y saber para lo que estamos dotados?