De acuerdo a un documento del Ministerio del Interior que me ha llegado por correo, desde el día 7 de julio, soy ciudadano español por residencia. ¡Familia, ya soy gallego!, fue el email que le envié a mis parientes en Cuba haciendo gala de esa manía de los latinoamericanos de hacer nacer a todos los españoles en Galicia.
Es un vuelco sustancial, trascendente, un cambio de status que no sé si de verdad cambia algo en mi vida, pero que seguro notaré de alguna manera. Para no pensar en sus implicaciones futuras echo la vista atrás.
¿Qué me deja Cuba? ¿Qué gano de España?
En Cuba era un raro, una oveja negra a la que sus parientes miraban alzando los hombros porque escuchaba Serrat, Beethoven y María Callas; algunos compañeros del pasado reciente lo veían como un maricón dentro de un armario porque leía poesía y andaba por las calles de madrugada expulsando su ira por el sistema; en el trabajo un picapleitos por meterse donde no lo llaman (esto es defender a un compañero de trabajo porque quieren aplicarle una medida del reglamento disciplinario laboral por solicitar voluntariamente la baja de la Unión de Jóvenes Comunistas). En fin, un tipo raro.
La salida de Cuba era inevitable. Y sucedió sin esperarlo, sin pedirlo, sin que fuera consciente de la decisión tan importante que asumía. Existen tres momentos que me hicieron consciente de esa realidad.
El primero cuando salía de la terminal de mi ciudad en el autobús que me llevaba al aeropuerto y dejaba detrás las caras de mi familia. Fue cuando tomé consciencia de que podía no volver a verlos jamás; no era mi intención, pero me abocaba a un destino incierto, plagado de ilusiones aunque también de incertidumbres, y sin más objetivo claro que no fuera el de triunfar en la literatura (con todo lo de subjetivo que implica el término triunfar).
El segundo fue cuando me vi la noche del sábado 22 de junio de 2002 en medio del gentío de la puerta del sol. La iluminación de la gran urbe española me hizo comparar la oscuridad de las calles de mi Pinar del Río natal; iluminación de la libertad contra oscuridad de ideas, una comparación fácil, pero verdadera.
El tercer momento fue cuando me vi a orillas del río Guadalquivir junto a una amiga, a la que he perdido de vista por mi estúpida manía de perder amigos. Le comenté entonces que pasear junto al río sobre el que había leído era un sueño imposible. El Guadalquivir tenía para mí una significación parecida a la de la nieve para los poetas cubanos: aquel lugar extraño y anhelado que queremos alcanzar pero las circunstancias no acompañan en su encuentro.
España ha sido el lugar de mi segundo nacimiento. Todos los 22 de junio celebro el día que conocí la libertad en toda su dimensión. En España he conocido la realidad del mundo que me estaba vedado en la isla. Un mundo que me desconcertó con sus virtudes y me sorprendió con sus defectos. Supe que no eres más importante sólo por trabajar en una gran firma, que la libertad tenía responsabilidades que la coartaban de alguna manera inexplicable o explicable en exceso, pero también que mi talento, si es que alguno puedo tener, no iba a caer en saco roto; que en algún sitio de este país tenía un lugar para trasladarle a la gente lo que mejor puedo hacer.
Si tiene algo de validez la retórica frase de que una vida no está completa sin plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo, yo tengo la mitad de mi vida aquí, en este país europeo donde escucho a María Callas sin que me cambien de orientación sexual (aún mejor, sin que les importe una mierda); aquí ha nacido mi hijo y tengo mi segundo libro publicado, que es sólo el primero de muchos que vendrán. La mitad de mi vida está aquí. Sólo falta plantar un árbol, aunque creo que si no cumplo con este último, no dejaré de ser español de corazón. Madrid y Villaverde tienen un trocito en mi alma. Como lo tiene Pinar del Río…