Estoy en medio de un cambio, sumido en mitad de una crisis, pero crisis únicamente como cambio, no como fractura existencial del mundo interior en que vivo.
He cambiado un trabajo más o menos estable, que ya manejaba con cierta pericia, y donde el ambiente de trabajo era el necesario para no sentir estrés profesional, por otro donde no sé lo que me espera. Y todo en medio de la crisis que afecta a España, que también me afecta.
Todos mis conocidos me dicen que estoy loco, que no saben cómo puedo arriesgarme sabiendo que, si al final pierdo, lo que viene, el futuro será aún peor. Sí, probablemente tienen razón, pero soy de los que se toma estas cosas con cierta filosofía feliz y siempre salgo bien parado de estas supuestas locuras.
Me llama la atención que haya tanto miedo a cambiar en los demás, pero no me sorprende del todo. Los cambios siempre son preocupantes, entramos en un mundo nuevo, dónde no sabemos qué nos espera, con nuevas personas qué conocer y nuevas tareas por desempeñar. Pero lo que debería ser miedo deberíamos ser capaces de convertirlo en emocionantes aventuras que se abren ante nuestras manos.
Mantenerse en la archiconocida zona de confort (ese sitio donde estamos cómodos y nos sentimos seguros) es necesario para el ser humano. Los cambios generan incertidumbres, situaciones impredecibles e imprevisibles que no siempre podemos manejar con eficacia. Estar cómodos en un trabajo que dominamos, acostumbrarse a la pareja con la que sabemos conducirnos, vivir desde dentro una ciudad que conocemos, es parte normal de nuestra forma de encarar la vida como seres humanos.
Si estuviéramos todos los días con la atención y la tensión que se vive fuera de la zona de confort, no podríamos vivir tranquilos. Nuestro cerebro está preparado para automatizar las cosas que conocemos, el camino al trabajo o al colegio de nuestros hijos, los cambios de transporte que hacemos a diario, nuestra forma de conducir el coche, los sitios de los productos que compramos en el supermercado, abotonar la camisa, poner la cafetera, etc. Si no fuese así no podríamos centrarnos en aquello que es más importante para cada uno de nosotros.
Pero la zona de confort no puede ser un pretexto para no arriesgar cuando nuestra vida lo necesita.
Al menos yo no tengo miedo a cambiar, no tengo miedo a salir de la zona de confort porque el cambio más brusco que pude hacer y del que debería haber tenido miedo (y lo tuve), fue el de abandonar aquel sitio de la zona donde mi familia podía ayudarme si las cosas iban mal.
Dejé un país (mi país por más que me duela o reniegue a veces de él) gobernado por una dictadura cruel y estúpida pero donde tengo a casi toda mi familia; un país con un gobierno alocado y visceral, sin estado, sin ley, pero donde podía manejar mi vida con eficacia profesional; un país sumido en la miseria desde que tengo uso de razón, pero donde tenía un trabajo mejor pagado y menos estresante que el resto de mis conocidos de allí.
Y sin embargo una puerta profesional se abrió lejos de mi país y no dudé en entrar en ella. Cambiar ahora de trabajo es apenas una permuta más en mi vida, un pequeño motivo para mejorar viviendo más cerca de casa y ganando un poco más. ¿Existen riesgos? Sí, existen y con ellos vivo y los acepto. Pero no quiero perder las oportunidades que se ofrecen ante mí por estar cómodo en la zona de confort con la sensación de que es para siempre (nunca lo es) por tener miedo a los cambios, por temor a –¿cómo se llama?– Síndrome del cambio. No, yo no tengo de eso. Creo que nunca lo he tenido.
Así es socio y mucha suerte, L.