Vivir una pasión que ciega e inutiliza es el deseo de muchos con una vida anodina e impersonal. Parece cosa de Masoch, pero es simplemente una de las tantas evasiones que nos inventamos los seres humanos para escapar de la vida abúlica en la que muchos vivimos.
Unos leemos novelas, otros van al cine evadiéndose con cines futuristas, fantásticos o de amor, hay quien prefiere ver culebrones en la televisión, otros se inventan auténticas aberraciones humanas; todo es parte de lo mismo: vivir intensos momentos pasionales ausentes en la vida consuetudinaria.
No sé si entender este motivo como el argumento central de la novela de Mario Vargas Llosa (Travesuras de la niña mala, Alfaguara. Santillana ediciones generales, S. L., 2006) o de su personaje Ricardo Somocurcio.
Desde el título intuí que los fieles seguidores del escritor peruano nos íbamos a quedar con las ganas de una obra a la altura de La fiesta del Chivo, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo. Y así ha sido, aunque debo reconocer que la novela no carece de ingenio.
Esta es una novela de amor, con todo lo que este género implica. Al principio asistimos a una especie de retozo juvenil, cuyos actores son adolescentes que tienen como escenario central el barrio peruano de Miraflores. La llegada de dos nuevas muchachas revoluciona al mundo del barrio, dos extranjeras –chilenas por más señas– que se convierten en la meta obsesiva de estos aspirantes a Casanova entre los que se encuentra Ricardo Somocurcio o Ricardito.
En estos primeros momentos predomina en el narrador un lenguaje coloquial. En primera persona nos rememora, con constantes giros lingüísticos propios de la adolescencia del barrio peruano, los devaneos de Ricardito –los suyos propios– por conquistar a la chilenita, Lily. Aquí hay una especie de carrera de fondo en la que es importante “caerle” a las muchachas, cuántas veces sea necesario aunque digan no a la primera.
Esta carrera de fondo se convertirá luego en una de relevos, como parte de un divertimento en el cual los muchachos se turnan para enamorar a estas debutantes del barrio. El lenguaje afianza estos escarceos juveniles que no tienen más trascendencia. O eso creemos. Hay un dato escondido en este primer capítulo que, cuando se revela, a modo de anagnórisis, cambia la historia del libro. Sabemos que a partir de ese momento el despertar a la vida real de Ricardito será el fundamento central de la novela.
El lenguaje cambia a partir del segundo capítulo. Y hay motivos de peso para ello. El país ha cambiado –ya no es Perú sino París– ha cambiado el tiempo –el personaje ha crecido– y las motivaciones del personaje central son más maduras y responsables que bailar el mambo número 5 de Pérez Prado o “caerle” a las muchachas de Miraflores. No será el único cambio espacial del personaje. Los escenarios de la novela recogen además el movimiento hippie en Londres, la conversión madrileña a la democracia y contornos de Japón. Contextos todos bien trabajados, que aportan algo más que la historia de amor.
Quizás algún lector activo podrá sentir reminiscencias de El filo de la navaja, de William Somerset Maughan en el tono del lenguaje utilizado por Vargas Llosa. Es un personaje parecido a aquel, vive las circunstancias de su propia vida e interacciona con el resto de los personajes, y, como aquel cronista de Maugham, su narración es por muchos momentos bastante ambigua y fría. Los hechos que le afectan directamente están contados desde una distancia impersonal, casi como si no le importaran, como mero espectador de circunstancias ajenas.
Sin embargo, este Ricardito, a diferencia del narrador de El filo… está viviendo una pasión que inutiliza su razón, lo deja inerme ante las armas que utiliza esa especie de mujer fatal que responde primeramente al nombre de Arlette y que luego sufrirá una metamorfosis nominal si bien la esencia fatal se mantiene viva durante toda la novela.
Difícil asegurar si la intención de Mario Vargas Llosa es la de provocar incertidumbre al lector, pero está logrado plenamente. Como lectores somos testigos de un engaño descomunal, inmarcesible, que va desde el primer encuentro entre ambos hasta el final de la novela. Sabemos que Ricardito no está siendo racional, que su sentido común está invadido por la pasión, por los síntomas más agudos del amor, pero seguimos asistiendo a su recaída en la misma enfermedad paso a paso.
Claro es que tampoco tenemos plena conciencia de los deslices de esta “niña mala”. El narrador cuenta su odisea en primera persona y el grado de conocimiento de las infidelidades de su amante –no sé si llamarle así es adecuado, porque tampoco se le puede nombrar como novia o prometida– nos llega como a Ricardito. La posición del narrador es de desconocimiento sobre la mujer que ama y así nos lo transmite. Sabe de sus “adulterios” por terceros y casi nunca sabemos si es cierto o no que cuenta en su haber con amantes ocultos porque ella siempre lo niega. Aquí funciona el “alguien me dijo” que a un espectador ajeno a la historia, como nosotros los lectores, le es suficiente para tomar una actitud firme frente a un ser incapaz de responder con cariño al amor.
Pero Ricardito no es un lector de su historia, él la vive y termina siempre poniendo en duda, negando o perdonando cualquier situación dudosa vinculada a esta niña de innumerables nombres. De hecho las “maldades” de la “niña mala” quedan tamizadas por el narrador que contamina nuestra visión con la suya propia, la cual nos resulta ingenua e imprudente. Esa visión que nos llega de esta muchacha por vía del narrador relativiza a la vez los desplantes que le hace a él y las maldades que le hace a sus amantes. Terminamos muchas veces –y en especial casi toda la primera parte de la novela– riendo con Ricardito estas situaciones nada risibles que la “chilenita” provoca en sus amantes.
De cualquier forma si bien el propio Vargas Llosa ha declarado que “El amor es el tema más recurrente en la literatura, pero aquí lo abordo con frescura, descargándolo del peso de las convenciones, de los mitos, los ritos y la retórica con los que la literatura sigue funcionando, pese a que las circunstancias cambien”. Su novela, y este es un criterio propio, no deja ser una novela más, de amor, a ratos erótica desde luego, pero una novela más, quizás trascendente y que no mejora, ni siquiera iguala –ya es bien difícil hacerlo– sus novelas anteriores.
Lo que está bien demostrado con esta novela es cómo la pasión puede cegarnos a los seres humanos que nos permite ver en los seres que amamos, aquello que queremos ver y no lo que realmente encierran. Podría ser un defecto, pero sigue siendo humano. Un defecto esencial para que exista el amor, para que funcionen muchas –si no todas– las relaciones humanas, que es a fin de cuentas lo que importa en esta parte de nuestra vida.