La eterna pugna entre conciencia y corazón

“La felicidad es la ausencia de miedo.”

Eduardo Punset

blank

Si algo me deja desconcertado del mundo actual cuando me atrevo con algunos libros de divulgación científica, como los de Eduardo Punset, es el reconocimiento del mundo científico, y esta vez con probada eficacia y racionalidad, que la mayoría de las decisiones más importantes de nuestras vidas, incluso aquellas que creíamos más racionales, han sido tomadas desde la pasión, desde el mundo imperfecto de los entusiasmos.

Recuerdo dos obras artísticas separadas por una distancia cuantificable de calidad y tiempo cronológico. El libro “Por el camino de Swann”, parte fundamental de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust;y la otra es una canción romántica –de salsa para más señas– Conciencia, del puertorriqueño Gilberto Santa Rosa.

En ambas hay un debate interno en la mente de los personajes por entender su lucha inexplicable entre la razón que debería hacerlos actuar y la pasión que les ciega en el momento de hacerlo.

“Me dice el corazón, que la quiera y me entregue sin condición.

Pero me grita la conciencia que lo piense bien que no cometa esa imprudencia.

Me dice el corazón: olvidar es mejor la pasada experiencia

Pero me grita la conciencia: ¡Peligro! ¡Cuidado, utiliza la razón!”

Este fragmento de la canción, deja en evidencia la lucha entre mente y corazón –curioso que tantos años de probada evidencia de que el corazón no es el centro de las pasiones y aún se sigue representando con él– en una decisión concreta que tiene que ver con las relaciones de pareja. En la novela (más bien en este capítulo de los amores de Swann) Proust nos lleva durante páginas y páginas por todo el proceso de conocimiento, flirteo y conquista que emprende el señor Swann por Odette.

Pero esto no es patrimonio de las relaciones de pareja. Punset en su libro El viaje a la felicidad, y al parecer vuelve a remitirnos a ello en el último Excusas para no pensar, apunta cómo los estudios han demostrado, fijándose en las diferentes zonas del cerebro que se activan a la hora de tomar decisiones de peso o no, cómo en estas decisiones terminan primando nuestras capacidades emocionales sobre las racionales, incluso aquellas que se creían más razonadas.

Escoger escuela, leer un libro y no otro, pedir que nos siga a la inevitable persona que será nuestro acompañante de vida, el trabajo donde se gana más o donde somos más felices, todo viene como medio programado en nuestro cerebro, como parte de una zona irrevocable que mezcla cadenas de ADN, neuronas en continuo proceso de renovación y la seguridad y el afecto que nos inyectaron como suero hasta los 7 u 8 años.

Tenemos una especie de programación cerebral, venimos de serie con afectos, miedos y decisiones que tienen milenios de formación desde que el hombre tuvo miedo a la oscuridad y pintó un bisonte en una cueva a la luz de las antorchas, pero que también tenemos sitio para que hasta los 8 años nos moldeen algunas voluntades.

Y así se entiende que escoger a nuestra pareja a los 30 quizás tiene su explicación en los abrazos y besos que perdimos o nos dieron cuando tuvimos 4 años. Así se razona que tener valor para dejar voluntariamente un trabajo en medio de la crisis esperando encontrar otro, puede tener su esclarecimiento en que nos dejaran usar las tijeras o revolcarnos en la tierra junto a niños de “piel extraña” con 5 años en lugar de sobreprotegernos.

Y sí, también podemos y debemos como seres humanos, hacer lo imposible para que esta programación definida en nuestro disco duro no nos determine. Porque está claro que estos códigos son importantes, nos condicionan a vivir con ellos pero no nos obligan a obedecerlos.

He luchado toda mi vida contra dos de esas instrucciones codificadas porque la vida lo exigía. Desde niño fui tímido, aún lo soy en algunos aspectos de mi vida, pero cuando tenía 10, 20 años podía paralizarme hasta el terror absoluto. Tuve que sacar acopio para luchar contra ella, cometí errores, dije estupideces públicamente sin ser consciente de ello por intentar no callar cuando no debía hacerlo, pero al final desterré la timidez a pesar de estar preconcebido para ella.

El otro código implantado en mi cerebro es precisamente el de la racionalidad excesiva. Por esas cuestiones del pasado que prefiero no contar, no tuve los afectos necesarios para la vida. Los tuve a ratos, en determinadas visitas a casa de mis abuelos y antes de la muerte de mi madre, pero de forma general, desde que tengo uso de razón, recuerdo haber sido orientado hacia los resultados, al estudio, a las horas/nalgas.

Y sí, fue importante haber estudiado, que me programaran para intentar ser el mejor, el que estuviera pendiente de sacar adelante las tareas asignadas, costara lo que costara, porque hoy soy de los que no se dejan frenar por muros que parecen imposibles. Pero en la vida he aprendido a poner frenos donde hacía falta serenarse y meter velocidad donde había que apurar el camino.

Me hice escritor como una rebelión, como un grito de socorro ante una línea de agua que me estaba llegando a la nariz. Igual he tomado buenas y malas decisiones, he herido a gente que me ha querido y he salido herido de gentes a las que he querido, pero cada día he intentado dejar lo mejor de mí en los que me conocen, una veces luchando contra mis demonios, otras triunfando sobre ellos, pero siempre intentando no ser el que tropieza con la misma piedra.

Pude haber escogido ser un huraño, encerrarme del todo a los afectos y no luchar contra la timidez, pude renunciar a ser profesor de literatura creativa, a dar clases, conferencias, ser jurado de eventos artísticos y literarios, no amar, cerrar mi corazón (otra vez el corazón donde debí decir mente) a los besos, los abrazos, pero escogí lo contrario y cada día intento dejar detrás aún más el encierro en mí mismo y la falta de afectos.

Lo más importante es comprender que de todo, bueno o malo, fácil o difícil, programado o fortuito se puede sacar enseñanzas. Hay que apreciar todo lo que nos rodea con esa mirada de inquisidor, de búsqueda (aunque no la encontremos siempre) de las respuestas precisas para explicarnos el mundo y a nosotros mismos. Es importante –parafraseando a Jamís– seguir diciendo: ¡Te quiero!, por más palos que nos dé la vida.

Es tan importante exigirle las mejores notas como besar a nuestro hijo, pasar horas estudiando filosofía o maquillaje artístico como sentarse en la hierba a mirar una mariposa, ganar un montón de dinero para satisfacer nuestras apetencias materiales como llorar de emoción con María Callas interpretando O Mio Babbino Caro,o la muerte de la madre Bambi o Carlota en La telaraña de Carlota (Charlotte’s Web).

Negarnos las emociones, o dejarlas en un sitio perdido de nuestro cajón de recuerdos menos importante, como hice durante mucho tiempo en mi vida, es someter parte de nuestro ser, abandonarlo a que tome decisiones sólo con la mitad de nuestras capacidades humanas.

Swann luchó desnudamente durante años intentando conquistar el amor de una mujer. Se dejó la piel, parte de su salud, amigos, relaciones sociales. Se debatía como un irracional entre su conciencia y su corazón (otra vez), se desvivía intentando una explicación que finalmente encontró al no tener la esclavitud de su pasión:

“¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”.

En fin, cosas de nuestro cerebro, que ya se pueden explicar desde la ciencia. Peor es haber pasado todo lo que vivió Swann y no haber sacado ninguna conclusión importante de ello.

Un comentario sobre “La eterna pugna entre conciencia y corazón

  1. ¡Enhorabuena por este pedazo de artículo!, y enhorabuena por los cambios internos y externos que tú ya sabes. Me alegro profundamente de esa consciencia y análisis que haces.
    Un beso

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *