Empezó con un cocido madrileño.
Estaba un día de paseo por Madrid con unos amigos que vinieron a visitarme. Los llevé al Rastro, caminamos por el centro y terminamos al mediodía sentados en un bar-restaurante donde nos pusieron unas cervezas y unas tapas con cocido madrileño. Nada sofisticado y, sin embargo, cuando probé la primera cucharada, una explosión de aromas y sabores me hizo abrir los ojos de sorpresa. Tanto me gustó aquel primoroso plato de garbanzos humeantes que me dije: esto lo quiero intentar en casa.
Varias semanas después, con otra visita de unos amigos de Cuba creí adecuado intentarlo, pero me di cuenta que en la receta original había ingredientes que para los amigos de la isla que me visitaban podían resultar incómodos, así que terminé por echarles malanga, pimento rojo y no recuerdo qué otros cambios por mi cuenta.
Obviamente aquello ya no era un cocido madrileño, siquiera era un cocido cubano; se había convertido en un invento nuevo, algo que no era cubano ni español, había hecho un plato propio; o no, a saber. Fue un exitazo, debo decir.
No soy un Chef, de acuerdo, pero los amigos que han estado en casa y se atreven a probar lo que sale de mi cocina, no dejan de preguntarme por qué me gusta cocinar.
Empezó por necesidad. En mi adolescencia pinareña estudiaba en una de aquellas escuelas que se llamaban ESBEC; unas siglas que ocultaban la realidad de infernales internados donde se malograron muchas juventudes de la isla. Muchas veces llegaba a mi casa sin avisar, luego de dos semanas, todo el mundo trabajaba y yo tenía que hacerme mi propia comida porque no había nada en la nevera.
En meses, quizás años, luego de comer montones de huevos mal cocidos, arroces duros y frijoles mal condimentados, busqué la ayuda de las cocineras más cercanas que tenía y que hacían manjares dignos del Olimpo: mi madre y mi abuela.
Poco a poco me fui metiendo en ese mundo de la cocina, aprendiendo trucos que antes parecían imposibles como la mejor manera de cortar la carne según el plato, la temperatura correcta del aceite para freír el huevo a gusto del comensal, el equilibrio correcto de salado y dulce del potaje de frijoles o los tamales.
Hoy en día sigo inventando en la cocina. No tengo método; puedo seguir una receta al pie de la letra, inventarme un plato desde cero, o quedarme a medio camino, es decir, empezar haciendo algo que viene perfectamente medido, pero cambiar ingredientes porque me parecen más adecuados los que creo que los que me dice la receta original.
¿Por qué la cocina? Quizás sea un misterio, quizás no. Creo que tiene que ver con mi obsesión por las palabras, por la forma de concebir la literatura.
Cuando se escribe ficción muchas veces no sabemos a ciencia cierta por qué lo hacemos. Nos obsesiona una idea, una moraleja, una frase, una imagen; no sé, hay varias opciones de acuerdo al tipo de escritor, según el género, o incluso de acuerdo a cómo abordamos el tema. Pero en todos los casos hay un cierto misterio, una incapacidad de saber en qué termina lo que uno hace, una especie búsqueda de un producto final que muchas veces llega a algo inesperado, incluso a veces diferente de lo que habíamos planeado.
Cuando escribo una novela, tengo montones de ingredientes frente a mí: personajes vacíos, tramas sin sustancia, escenas que no dicen nada, resúmenes sueltos, trucos y técnicas a centenares que no sé bien cómo mezclar ni cómo combinar entre sí, pero que a medida que avanzo me doy cuenta que a cada momento, la historia me pide sus propios condimentos, un poco de ajo por aquí, una pizca de sal o pimienta acá, un trozo de cebolla que debo meter a la mitad y, quizás, un poco de comino (¿Un toque de canela?) al final, suficiente para que provoque una emoción cuando destapas el caldero, pero no demasiado antes para que no se queme.
Y sucede el milagro. Varios ingredientes que por sí solos no dicen gran cosa, que en unas historias producen unos efectos concretos, han instaurado otros diferentes en un plato final que yo he creado; quizás único, quizás original, quizás repetitivo, pero al final mío, que salió de un aprendizaje de otros maestros y de una experiencia propia.
La cocina es como la literatura: un milagro que se obtiene de varios elementos sueltos que no sirven mucho por sí solos. Sí, un milagro. Quizás como tantas cosas, incluso las historias, se las debo a esas dos culpables: mi madre y mi abuela.