Judgment at Nuremberg. Cuando los ilustrados se pliegan al poder

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blankA la pregunta, “¿por qué el castrismo ha durado tanto?” que me hacen amigos europeos, yo, cubano, ya ni sé qué responder, aunque, quizás, la respuesta no tienen que buscarla muy lejos de sus propias casas, en la misma historia europea.

Les quiero hablar de una de las grandes películas del cine tanto por su historia, como por los aspectos técnicos que se utilizaron para contarla. Me refiero a Judgment at Nuremberg, del director Stanley Kramer que se comercializó en español con dos títulos: El juicio de Nuremberg o Vencedores o vencidos, de 1961.

No quiero alargarme en su análisis, pero es un filme de dos horas y 59 minutos y, por tanto, tiene muchas aristas de examen, así que dividiré mi opinión en dos partes, una más técnica y otra, más sobre la historia que relata, y donde quiero centrarme, dado que es, desde mi punto de vista, donde está su mayor valor como clásico, sin deméritos para su lado técnico, que es magistral.

Sólo por comenzar, les digo alguno de los actores y actrices con que cuenta, y ya me dirán si no merece la pena adentrarse en ella para disfrutar juntos en la pantalla a Spencer Tracy, Burt Lancaster, Marlene Dietrich, Judy Garland o Montgomery Clift. Si esto no les explica mucho, o no les estimula, le digo que fue ganadora de dos Oscars (mejor actor y guion adaptado) y dos globos de oro (mejor actor y mejor director).

Judgement at Nuremberg es una película de las llamadas judiciales, así que, de entrada, olviden que vamos a ver acción física; su gran virtud está en el duelo actoral, en el guion, las palabras, la reflexión profunda y sesuda sobre aspectos polémicos de la realidad. En este caso su argumento se centra en todo lo que rodea al proceso penal que se realiza a la cúpula judicial del nacionalsocialismo hitleriano, es decir, aquellos hombres que llevaban en sus espaldas la justificación legal de todo lo que hacía, o dejaba de hacer, el nacionalsocialismo alemán en el poder, los juristas que debían proteger el estado de derecho.

Lo primero que quiero apuntar es la sutileza e ingenio que ha tenido Kramer, el director, para contarnos una historia que ocurre en dos idiomas: inglés y alemán. Hoy en día estamos acostumbrados que cualquier historia se cuenta en una lengua, por más alejados que estén los personajes históricos de ella, y los espectadores no nos sorprendemos que en un filme Napoleón o Stalin hablen inglés o sueco, según la nacionalidad del director o la empresa que paga por los derechos.

Pero Kramer empieza su película en los dos idiomas, separando con claridad a los que hablan una lengua de otra y que necesitan de auriculares especiales donde les traducen lo que dicen abogados y acusados alemanes o norteamericanos. Lo sorprendente es que, en un momento de la historia, todos los actores pasan al inglés y, salvo que estés muy atento, que tengas un entrenamiento para detectar los matices de los idiomas o que te avisen que va pasar, apenas nos damos cuenta, porque se hace con un zoom rápido de un plano medio, de corte americano, a un primer plano al abogado alemán que defiende a los acusados.

Este truco de enmascarar la mano del autor (director, en este caso del filme), pero en literatura, ya lo empleó Gustave Flaubert en su novela más universal, Madame Bovary, y tras él, todo cambió en las estructuras narrativas a la hora de contar historias. En Cómo se escribe una novela señalo la obsesión del escritor francés por esconder las voces que cuentan una historia y la idea de crear algo diferente a lo que hasta en ese momento se hacía de escribir a través de un narrador omnisciente que todo lo sabe y todo lo puede como un Dios en una novela.

Perdonen que me detenga un segundo en esto porque ayuda a comprender mejor los trucos que a veces nos inventamos los contadores de historias para que el relato parezca más real y no un invento de nuestra imaginación.

Flaubert quería que su historia sobre una mujer adúltera empujada por las circunstancias, la contara alguien que pudiera saber tanto de la vida de los personajes como cada uno de ellos mismos y como el narrador omnisciente que hasta entonces se utilizaba de forma general en la literatura; pero a la vez, que ese narrador apenas pudiera saber nada sobre los demás personajes. Y, para complicarlo aún más, al mismo tiempo, no quería que su narrador fuera un personaje en primera persona porque necesitaba la suficiente distancia narrativa que le permitiera no participar directamente en la historia para que no pudiera juzgar los hechos y actitudes de los personajes. Su aportación técnica, que hoy conocemos de forma genérica como El narrador omnisciente limitado, fue toda una revolución narrativa porque impulsó en los escritores posteriores la necesidad de perseguir, aún más, la objetividad literaria.

Dado que me parece importante, le dedicaré un espacio concreto a los tipos de narradores literarios y cómo podemos usarlos.

Pero volvamos a esta genialidad de Stanley Kramer de hacer un zoom para cambiar un aspecto fundamental del argumento. No es la única vez que la utiliza. En este caso se centró en crear lo que en narrativa llamamos la suspensión de la incredulidad, pero tiene otros usos.

La cámara, todos los movimientos, perfectamente estudiados, es una de las grandes virtudes de este filme. Para quien quiera aprender cómo se puede contar una historia tal y como se hace en la literatura, pero con las técnicas del cine, esta es su historia. Las capacidades narrativas que ofrece el cine parecen todas condensadas en ella. Cada vez que hay un zoom, alternancias de primeros planos con planos medios, un plano secuencia, un trávelin circular, picados o contrapicados, nos están manipulando para que opinemos lo mismo que el director y claro, estas maniobras y trucos expresivos son, y deberían serlo siempre, invisibles para el espectador.

Una última reflexión técnica que quiero comentarte tiene que ver con el trazado, caracterización y progresión de los personajes. Algo que era muy común al cine clásico de Hollywood en la época dorada es la sagacidad para hacernos empatizar al principio con los personajes más negativos y, poco a poco manipular nuestras emociones para que, tras el clímax de la historia, estemos dispuestos a darles la razón a los personajes más antipáticos.

Para los que no la han leído o visto, recomiendo (y les envidio porque lo harán por primera vez) la novela Crimen y Castigo, de Fiodor Dostoievski y la película El puente sobre el río Kwai (The Bridge on the River Kwai) de David Lean y comprenderán mejor lo que comento. Bien, en Judgment at Nuremberg, como hizo el gran Dostoievski, nos vamos a ver en la misma tesitura, los personajes que empiezan siendo un dechado de virtudes morales no lo son tanto, ni los desalmados que parecen hacer un simple trabajo desapegados de todo juicio moral, lo son en realidad.

Y ahora, quiero referirme concretamente a la historia.

Dan Haywood es el magistrado jefe designado a presidir el proceso penal a estos acusados del Tercer Reich. Un hombre templado, equitativo y tolerante, capaz de pasar por encima de sus creencias y su propia ideología para reconocer la razón en quien la tiene y la argumenta mejor, aunque no sea la suya propia. Su conflicto viene porque esa sumisión hacia la verdad, por conocer los entresijos del alma humana, por respetar a los demás, sean cuales sean sus creencias, está constantemente puesto a prueba por los hechos que vive en la ciudad donde se celebra el juicio contra la cúpula de la magistratura alemana.

Los diálogos con sus compañeros de casa, con la señora Berthold, el resto de los magistrados y abogados implicados en la causa, todo apunta a que como espectadores nos impliquemos en el conflicto que representa para Dan, saber si existe alguna culpabilidad penal para los hombres del banquillo y en especial, alguna responsabilidad moral para la sociedad que hacía como no existiera un problema que se llamaba Adolf Hitler y una ideología excluyente que decidía quién tenía la razón o no, y en función de ella reprimía a los que no compartían la que profesaba el estado nacionalsocialista.

Para aquellos que han tenido la suerte de no vivir en un sistema totalitario, les resultará incomprensible que en una escena del filme un matrimonio sencillo intente explicarse ante el juez:

Hitler hizo algunas cosas buenas, nunca voy a decir lo contrario. Construyó la autopista, dio trabajo a mucha gente. Las cosas que dicen que hizo a los judíos y a los demás… de eso no sabemos nada. Pocos alemanes sabían de eso. Y si hubiéramos sabido, ¿qué habríamos podido hacer?

Tampoco comprenderá que una mujer educada como la señora Bertholt, viuda de un antiguo militar alemán, con suficiente inteligencia, refinada y capaz de distinguir claramente la bondad de la maldad, trate de hacer comprender al juez la posición de los más instruidos quienes jamás se enfrentaron a la cúpula en el gobierno. Reproduzco aquí el diálogo:

Sra. Bertholt: ¿Eso es lo que cree que somos? ¿Piensa que conocíamos esas cosas? ¿Cree que queríamos asesinar mujeres y niños? ¿Cree eso? ¿Lo cree?

Juez Haywood: Sra. Bertholt, no sé qué creer.

Sra. Bertholt: Dios mío. Estamos aquí sentados bebiendo. ¿Cómo podría pensar que lo sabíamos? No lo sabíamos. ¡No lo sabíamos!

Juez Haywood: Hasta donde sé, nadie en este país lo sabía. Sra. Bertholt, su marido fue uno de los cabecillas del ejército.

Sra. Bertholt : Y él no lo sabía. Se lo juro, no lo sabía. Fue Himmler. Fue Goebbels. Las SS sabían qué era lo que pasaba. Nosotros no lo sabíamos. Escúcheme. Hay cosas que sucedieron en ambos bandos. Mi marido fue militar toda su vida. Se merecía una muerte de soldado. Fue lo que pidió. Traté de proporcionársela. Tan sólo que pudiera morir con honor. Fui de oficial en oficial. ¡Lo supliqué! Que le concedieran la dignidad de un pelotón de fusilamiento. Ya sabe lo que pasó. Fue ahorcado con los demás. Después de aquello, supe lo que era odiar. No salí de mi casa. No salí de la habitación. Bebí. Odié con cada partícula de mi ser. Odié a cada americano que había conocido. Pero nadie puede vivir sólo del odio. Me consta. Dan, debemos olvidar si queremos seguir con nuestra vida.

Como ya sabemos, la mayoría de las mejores ficciones tanto escritas como en formatos audiovisuales, aquellas que logran quedarse en la memoria del público durante largo tiempo, son aquellas que poseen varios niveles de lectura. Esto no es ninguna novedad, lo encontramos desde el teatro de Esquilo hasta en las grandes producciones en dibujos animados para niños. Hoy en día una película hecha por Disney o Pixar las disfrutan sin control a la vez padres e hijos, cuando en realidad los primeros están accediendo a una corriente subterránea de sentido que es apenas entendida por sus hijos que están obnubilados por la historia que se cuenta.

El juicio de Nuremberg o Vencedores o vencidos, tiene estos varios niveles de lectura; y mientras unos estarán pendientes de la historia principal en la que se juzgan a los magistrados que justificaban los desmanes del nacionalsocialismo, otros estarán horrorizados porque una sociedad entera, incluyendo a sus más preparados, los cultos, los que se suponen que deberían saber más y mejor cómo se manipulan las mentes, miraron para otro lado mientras se cometían injusticias contra aquellos miembros menos protegidos de la sociedad.

A este respecto, es muy importante prestar atención a los que, desde mi punto de vista, son los dos conflictos que dan sentido a toda esa corriente subterránea de sentido. En primer lugar el enfrentamiento a tres entre el Juez Dan Haywood (Spencer Tracy), la señora Bertholt (Marlene Dietrich) y el fiscal Tad Lawson (Richard Widmark); y por último el antagonismo, y si se quiere, hasta la hostilidad, entre el Dr. Ernst Janning (Burt Lancaster) y su abogado defensor Hans Rolfe (Maximilian Schell).

Si logramos identificarnos con estos personajes o, cuando menos, intuir sus motivos, comprenderemos mejor hasta dónde llega el silencio cómplice de una sociedad que prefiere no saber o, si sabe, no denunciar, antes que pasar por encima de sus miedos y sus posiciones de bienestar, y proteger las causas justas aunque su defensa a ellos no les afecte directamente.

A este respecto es fundamental el discurso del Dr. Ernst Janning que voy a reproducir y si te preocupan los destripes de la historia de ficción que vas a ver, mejor deberías evitar. El doctor aquí trata de explicar por qué los alemanes como sociedad, no hicieron nada contra el nacionalsocialismo y prefirieron esconder sus opiniones, mientras la cúpula gubernamental cometía abusos contra los otros.

Hay malvados entre nosotros: comunistas, liberales, judíos, gitanos. Cuando esos malvados sean destruidos, vuestra desgracia será destruida. Era la vieja, vieja historia del chivo expiatorio. ¿Qué hay de aquellos que lo sabíamos perfectamente? Nosotros que sabíamos que esas palabras eran mentiras, y peor que mentiras ¿Por qué nos sentamos en silencio? ¿Por qué tomamos parte? Porque amábamos a nuestro país. ¿Qué problema hay en que unos pocos extremistas pierdan sus derechos? ¿Qué problema hay si unas minorías raciales pierden sus derechos? Es sólo algo pasajero. Tan sólo es una etapa que atravesaremos. Tarde o temprano se superará.

Esta dura realidad de paralizar a un pueblo entero, por causas que navegan entre el miedo, el conformismo, y el resguardo de un supuesto bienestar propio, no es exclusivo de la Alemania nazi y respondería a la pregunta que a veces me hacen algunos amigos europeos. Los cubanos desde 1959 lo copiaron del bloque socialista, y lo han repetido sin descanso otras sociedades, comunistas o no, a lo largo de la historia.

Esta es, desde mi punto de vista, la principal moraleja de Judgment at Nuremberg. ¿Hasta dónde llega la responsabilidad civil de un pueblo, de una sociedad entera, cuando masacran a la mitad, a un cuarto, a tan solo una pequeñísima porción de su gente, y no hacen nada por evitarlo?

Al final del filme cuando el Dr. Jenning, uno de los principales acusados llama al Juez Haywood para tratar de explicarle que él no es ningún asesino, que su actuación como juez estaba dentro de los parámetros justos de la ley y que, cuando se excedió, sólo fue por amor a su patria, se sucede esta conversación entre ambos:

Ernest Janning: Juez Haywood, la razón por la que le he pedido que venga… Aquella gente, aquellos millones de personas… nunca supuse que se podía llegar a eso. Debe creerlo. Debe creerlo.

Juez Haywood: Sr. Janning, se llegó a eso la primera que vez que sentenció a muerte a un hombre sabiéndole inocente.

Esto es lo más desconcertante de esta película, que recoge como los más ilustrados, los cultos, aquellos que tienen la mejor información intentan desligarse de su responsabilidad moral o ética, a través de una supuesta incapacidad para ejercer su responsabilidad civil.

Es cierto, el filme muestra que no se puede pedir a nadie que se inmole por una causa, tampoco puedes pedir a nadie con miedo que levante la voz por aquellos que no pueden levantarla. Pero más allá de que deberían hacerlo por esa misma responsabilidad ética y su lugar en una sociedad, deben aceptar la impureza de su doble moral al saber, o intuir, o imaginar, que los derechos y las libertades que pretenden defender, están siendo vetadas a una parte de la sociedad a la que dicen, o creen, defender.

Si son incapaces de encontrar la voz para defender esos derechos en los que creen para sí mismos, pero tienen terror defender para otros, al menos deberían apartarse y dejar espacio a los que tienen esa voz y defienden esos derechos para todos. Judgment at Nuremberg nos obliga a reflexionar en esos ilustrados que, no solo callan, sino que se pliegan al poder, porque podríamos comprender humanamente los motivos de la doble moral que ocultan tras su silencio, pero es inaceptable su defensa de la causa que provoca el malestar de los demás, que es, a fin de cuentas, y a la larga, el suyo propio.

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