El periodista Ignacio Camacho contó alguna vez en el programa Herrera en la Onda que un día tuvo un problema de olores con un pasajero en un tren de larga distancia. Le había tocado un compañero de asiento que no tenía precisamente colonia para combatir sus olores corporales.
El gran problema en sí, además de los olores del compañero de viaje, era su raza. Según Ignacio Camacho era negro (subsahariano le llamó él) y cambiarse de asiento o pedir que lo hiciera algún empleador del tren podía interpretarse como racismo de su parte. Terminó su historia diciendo que con mucha afectación realizó el viaje en la cafetería.
Me llama la atención de la anécdota, más que nada, la preocupación del magnífico periodista porque un gesto normal como alejarse de un olor insoportable podría ser malinterpretado como otra cosa. Es parecido a lo que un amigo cubano, rubio y con pinta de alemán, iconoclasta como pocos, que no se dejaba el pelo a rape como casi siempre había hecho en Cuba, por evitar ser confundido con un skinhead.
Es interesante como las diferencias culturales pueden llegar a marcar las relaciones entre seres humanos.
Recuerdo el caso de una amiga española que me pidió ayuda porque tenía bastantes problemas para no malinterpretar a su reciente novio cubano en hechos que en la isla eran normales.
Probablemente sea un poco exagerado porque en normas generales españoles y latinoamericanos tenemos un tronco cultural común, pero a veces una frase, un gesto, junto a poca voluntad de entenderse mutuamente, pueden llegar a situaciones realmente desagradables.
Abogo por que exista voluntad de comprenderse, que no se dé por sentado que la primera palabra o gesto que use una persona de cultura diferente sea tomado como una ofensa, sea el manoteo de muchos africanos, el toqueteo de los cubanos o el regateo a gritos de los árabes, pero de la misma manera insto a la aclimatación por parte de los que llegan.
De intolerantes es exigir de los otros lo que nosotros mismos no somos capaces de ofrecer. Antes que nada, el que llega de donde sea debe ser capaz de mezclarse entre los que ya estaban, de arraigarse en aras de la convivencia, de integrarse con el medio en que vive, lo cual no significa dejar u olvidar su cultura, ni sus costumbres, pero sí aprender las que existen y con ellas manejarse entre los que las usan, esas costumbres que permiten la coexistencia entre un bilbaíno y un colombiano, un andaluz y un boliviano, un catalán y un árabe.
Si eso no se aprende ni se practica, ¿cómo pedirle a un europeo que entienda nuestra forma de ahorrar, nuestro lenguaje y nuestros miedos ante las miserias que pasamos en nuestros países?
Este texto es un grito perdido en la inmensidad de un acantilado, pero me quedo a gusto diciendo lo que creo ante alguna gente intolerante que sólo ve lo que tiene dentro de sus orejeras, que sólo oye lo que afianza su intolerancia y sólo vive lo que no le impide ejercer su despotismo social.
Y, claro, que no quede dudas de ello. Yo también hubiese hecho el viaje en la cafetería del tren.