Tengo una conversación con una amiga que no es rubia. La excusa es Murakami y 1Q84, pero la conversación fue más amplia. Es sonriente, divertida, capaz de sacarte unas carcajadas aunque tengas un mal día; pero es, de la misma manera, muy profunda y, sobre todo, creativa. Tiene un encanto especial para el arte, una conversación amplia e imprevisible, y un cerebro preparado para la creatividad en varios idiomas.
Con tantas virtudes me sorprende con un comentario: “no creo en amor o relaciones serias, los hombres detestan a mujeres que usen su cerebro para algo más que compras y revistas de moda”.
Ya había escuchado y leído por algún sitio que los hombres prefieren mujeres simples y divertidas. No es cuestión de rubias o morenas, entiéndase por divertidas, dispuestas a pasatiempos concretos, nada complicados y directas al sexo.
Un colega de escritura, heterosexual como yo, tipo sensible y capaz para encadenar novelas con profesionalidad, me dice: «si aparece una mujer leyendo La montaña mágica te juro que salgo corriendo». Y aunque en un principio lo entendí como una forma de acercarse de forma voluntaria a cierta frivolidad, en realidad se quejaba de lo mismo que mi amiga: ser un rara avis que busca lo que no encuentra en el otro sexo.
Pensaba que era una estadística fría, como esas que salen cada cierto tiempo sobre los hábitos sexuales y que no dicen nada sobre la sociología de un país. Intenté dar razones a mi amiga para sacarla de su error, “bueno, depende, hay personas, no todos somos iguales, etc”. Excusas que escondían mi falta de argumentos válidos. Porque, ¿para qué negarlo? Estaba equivocado.
El caso de Amy Webb, que luego encuentro por la red, me deja con menos argumentos. Amy era una solitaria, no encontraba un hombre adecuado con el que compartir. Se inscribió a una red social de contactos y los resultados eran similares.
No lo entendía. Amy es experta en marketing y comunicación social, creativa, morena, atractiva, inteligente, exitosa y con hobbies muy peculiares, como el Aikido. Todo cambió cuando decidió tomarse el tema como un juego. Se dibujó a sí misma más tonta y menos exitosa, ocultó sus aficiones verdaderas por un simple: “me gusta viajar”, se quitó unos centímetros de altura por aquello de que las altas “echan pa’ tras”, dejó de hablar de su trabajo y se alisó su pelo crespo. Le llovieron los contactos interesantes y adecuados a su personalidad.
Por desgracia, no es inusual. ¿La verdad?, no lo entiendo.
Ya sea porque lo he leído, porque alguna me lo ha confesado, o una tercera me cuenta de sus amigas, existe un número importante y creciente de mujeres entre los 35 y los 45 (se puede bajar la edad inicial y subir la final, es apenas un aproximado) que no creen en el amor, que están solas o con parejas inestables y que han renunciado al contacto serio con hombres. Lo preocupante no es la soledad, sino la sensación de que nosotros, la otra parte de la historia, hemos jodido la convivencia.
No quiero hacer juicios de valor ni me interesa saber quién es el primero que decidió tomarse las cosas a la ligera, pero como una de las partes implicadas me veo obligado a exponer algunos argumentos al azar.
No sé -pero me aventuro a adivinar- qué buscan otros hombres de las mujeres. No suelo salir de fiestas, soy solitario, introvertido casi hasta la antisocialidad y tengo un mundo infinito e inexplorado entre las paredes de mi casa. Por si fuera poco, los escasos amigos que cuento son -visto el resultado obtenido por Amy, y las quejas de las mujeres- personajes dieciochescos que, como yo, tienen o añoran una pareja estable. Ahora bien, si tantas mujeres apuntan al mismo blanco, habrá que empezar a reflexionar.
¿Preferir mujeres lineales, sin éxito, incapaces de mantener una conversación interesante, y de preferencia bajitas y con el pelo liso? Sobre gustos físicos poco hay que objetar, rubias o morenas, altas o bajitas, flacas o delgadas, lo mismo da. Si Freud tuviera razón, buscamos parejas influenciados por nuestras madres, ya sea por semejanza o contraste, pero no querer a nuestro lado alguien independiente, capaz, exitoso y preparado para enfrentarse a un diálogo sobre el cine de Michael Haneke o Giuseppe Tornatore, o las novelas de Murakami o Coetzee, me parece bastante curioso. ¿Algo no anda bien en nuestra cabeza?
Aun así, mi reflexión no tendrá nunca la fuerza necesaria para argumentar con peso, porque mi mundo es peculiar y ajeno al de la mayoría. En conversaciones con otros hombres, cuando los coches, la política y el fútbol se extienden más allá de diez minutos el aburrimiento me mata, y entre mujeres apenas aguanto cinco. No creo que sean ellos o ellas los responsables; soy yo quien ha decidido leer más que ver televisión, un diálogo profundo que salir de fiestas, observar más que comprar, pensar más que opinar, amar más que follar, llenar el alma más que vaciar los testículos.
No sé si alguna mujer (mi potencial compañera de vida) me ve huero, directo y superficial, no lucho contra ello, y quizás alguna vez pude serlo; pero mi carácter actual, alejado en gran parte de toda frivolidad, es consecuencia de buscar otras cosas diferentes a ser diferente. No lucho por ser diferente, no me enfrento a la frivolidad, sólo busco las cosas que me atraen y me hacen feliz, reflexivo y mejor ser humano, sin llegar a la idiotez del Flower Power. Si con ello he alejado algo de la insignificancia diaria que desborda medio planeta, me proporciona un argumento más.
Me resulta incomprensible (cuando menos curioso) que haya alguien que no añore para sí o para quien tiene a su lado la inteligencia, el buen gusto, el refinamiento de las cosas simples, la música diferente, el cine espiritual, la creatividad en la vida, el éxito empresarial, artístico o personal. ¿Será consecuencia de cómo hayamos vivido las experiencias personales? Probablemente.
En mi mundo me niego a tener sólo conversaciones intrascendentes, renuncio a tener a mi lado amores frívolos y directos. Insisto, no es cuestión de rubias inteligentes o ignorantes ni morenas profundas o iletradas, prefiero una lectora de La montaña mágica o El juego de Abalorios, que sorprendería a mi colega, y renuncio al argumento de que mi pareja es para el sexo, no para darle el premio Nobel. Quiero alguien que sepa volar, “Si no saben volar pierden el tiempo conmigo”. ¿Lo recuerdan?