Juro que es verdad, aunque parezca un chiste derivado de una leyenda urbana. Luego del terrible terremoto de Japón aumentaron los matrimonios y divorcios en ese país. Leí la noticia y no pude evitar recordar la magnífica escena de la película de Los Simpsons donde los ciudadanos de Springfield se enteraron que podía llegar el fin del mundo. Los que estaban en el bar de Moe salieron desesperados a rezar a la iglesia, los que estaban en la iglesia salieron corriendo a disfrutar al bar de Moe.
Tiene una explicación sociológica bastante entendible. La mayoría de nosotros, ante la inminencia de la muerte, ante la posibilidad de que todo se quede a la vuelta de la esquina tenemos un pequeño momento de reflexión que nos hace interrogarnos sobre la vida que llevamos hasta entonces. Vemos la señora del capuchón con una guadaña pasar cerca y comprendemos que muchas de las minucias por las que nos estábamos preocupando hasta entonces son poco menos que un azucarillo que se disuelve en las aguas de un mar de cosas importantes a las que no prestábamos la debida atención. Así que tomamos medidas y cambiamos lo que hasta ahora no habíamos intentado por miedo o dejadez porque si nos pilla, al menos nos dimos el gusto de hacer lo que nos traía más felicidad.
De todo lo que me interesa más es el detalle de que la gente se toma un momento para la meditación, para recapacitar, para dejar de pensar en el Audi o el Mercedes que no tenemos o para comprarlo de una vez si tenemos el dinero y no nos atrevíamos a gastarlo.
Y sobre todo, que es triste que la mayoría de la gente espere a tener el filo de la hoja brillando cerca, que apenas hagan antes un esfuerzo por tener estos pequeños momentos para la meditación, estos segundos, minutos u horas que cada día deberíamos tener para reflexionar sobre el camino elegido y los pasos dados por él.
Probablemente si todos nos sentáramos un segundo al día para pensar, a organizar las ideas, hacer un pequeño balance de lo deseado, lo alcanzado y lo que queda por conseguir, destinaríamos menos euros a engordar los bolsillos de algunas inservibles terapias de autoayuda, y en especial nos sentiríamos mucho mejor en nuestro interior.
Pero no sólo basta con pensar. Reflexionar está bien, pero puede ser motivo de depresión si el balance de lo anhelado y lo conseguido es negativo. Si te das cuenta que lo que haces en tu vida actual no tiene nada que ver con lo que siempre soñaste, y además no haces nada por cambiarlo. En ese caso la reflexión puede ser incluso peor que la falta de ella.
Según apunta Eduardo Punset en El camino de la felicidad, el hombre es el único ser vivo que entra en depresión por lo que no ha sucedido, o sucede a millas de distancia y no es un peligro inminente. Una cebra sólo sufre alteraciones físicas peligrosas cuando ve al león en posición de ataque o corriendo para cazarla, pero un hombre en París puede llegar a sentir auténtico pánico y desánimo viendo un vídeo de una caza de delfines en el Polo Norte.
Así que reflexionar es vital. Es muy importante detenerse a organizar la agenda, mirar lo que hemos conseguido de aquel sueño que emprendimos, o dejamos a medias por apatía o temor, y encarar lo que falta para llegar en medio de nuestra agitada vida diaria por subsistir.
Nadie te asegura que no sientas miedo al cambiar. Dar la vuelta a nuestros viejos hábitos, destrozar la pared que nos envuelve y nos separa de la felicidad puede llegar a ser una auténtica prueba de superación de pánico.
Pero hay que actuar, hay que tomar medidas, no esperar que al vecino le caiga el techo encima. Hay que cambiar, salir de la zona de confort, dejar detrás la falsa sensación de seguridad que siempre termina por dejar de ser segura cuando menos lo esperamos, y cuando ya no estamos preparados para el salto interior.
Tú haces lo que quieras, pero ya dijo André Cristophe que para el ser humano es mucho menos depresivo y se llevan mejor las consecuencias no deseadas de la acción, que el remordimiento por la inacción. ¿Te atreves o te quedas en medio esperando?