Si quieres escuchar en audio:
Suelo recordar con cierta amargura un comentario de Mario Vargas Llosa sobre el escaso poder revolucionario de la literatura. Decía por algún sitio que no existen evidencias concretas de que un libro de ficción, una novela, pueda haber cambiado el curso de la historia. Y sí, algo de razón tiene en estos tiempos en que el arte no es precisamente un motor de cambio social, pero no toda.
Esta afirmación suelo cotejarla con lo sucedido alrededor de la publicación de un libro de escasa originalidad, Uncle Tom’s Cabin(La cabaña del tío Tom), de Harriet Becheer Stowe que cuenta los avatares de un esclavo en torno a la guerra de secesión. Fue publicado en 1852 en forma de libro, aunque había aparecido por entregas en una revista abolicionista de la época.
Desde el punto de vista técnico, La cabaña del tío Tom ha soportado mal el paso del tiempo. Es ordinario en su estructura; previsible, moralista y algo tendencioso en su argumento, pero su historia es de una ternura y una humanidad tal que, visto con perspectiva histórica, es un clásico de la literatura.
En algunas listas es considerado como uno de los libros más vendidos del siglo XIX, junto a catedrales de la literatura como Los miserables o Drácula. El libro de la escritora norteamericana creó un impacto tal en la opinión pública que muchos se atreven a considerarlo un catalizador del fin de la esclavitud en los Estados Unidos.
En cualquier caso, si somos exquisitos desde el punto de vista histórico, no fue el libro el que terminó la esclavitud porque en esencia, tuvo que existir una casta de políticos que comprendiera la irracionalidad de aquella institución y una opinión pública que los empujara a ello. Seríamos ingenuos si creyéramos que la ficción puede cambiar el mundo. ¿O quizás no?
Disfrutaba de Mr. Pip, el filme de Andrew Adamson, basado en el libro homónimo de Lloyd Jones y comprendí que estaba ante una obra memorable y que provoca no pocas reflexiones sobre el posible efecto transformador de la literatura.
Estamos en esta historia hacia los inicios de los años 90, en la isla de Bougainville, Nueva Guinea, en medio de una cruenta guerra civil que destroza la vida de los lugareños y no nos deja respirar en nuestra silla de espectador.
El escenario histórico no es plácido. Los europeos que allí viven salen huyendo del terror y la violencia en lo que pueden y como pueden. El señor Watts, un hombre blanco, un desequilibrado (porque sólo un loco lo haría) decide quedarse en la isla. Su argumento para el resto del mundo es que está casado con una nativa, pero hay algo de sacrificio en su decisión, algo más allá de su matrimonio o su propia vida, que lo ata a aquella isla.
Este hombre blanco, al que todos conocen como «Ojos saltones», se impone una misión casi imposible: hacer conocer a los niños de la única escuela de la isla, a un señor llamado Dickens, especialmente a través de un libro que se titula Grandes esperanzas.
Hay en esta película (Mr. Pip, referencia clara a la novela dickensiana) más allá del regreso a las pantallas de Hugh Laurie luego del polémico y fascinante médico House, el atractivo de una historia que por momentos parece realismo mágico, con dos historias, una real y una de ficción, que no tienen más punto de contacto que un hombre, El señor Watts en la historia real, que lee en voz alta la historia de ficción del señor Pip, y una niña que está siendo transformada por esta. O quizá por las dos.
Dos historias que, gracias al poder de una novela para agitar las raíces de la imaginación, terminan por contaminarse como vasos comunicantes, provocando el paso a un tercer argumento, uno que no se aprecia a simple vista, que ocurre en las mentes, aquel que permite a un ser humano revolucionar su mente gracias a la ficción.
La película tiene, bien es cierto, elementos que derivan a la inverosimilitud, aunque, sin ser exquisitos desde el punto de vista argumental, se salvan por ese tono onírico, casi mágico, que alcanza a toda la historia. Un onirismo que no impide la reflexión descarnada sobre la violencia, sobre la terrible maldad a la que, por desgracia, nos remitimos a veces los seres humanos para salvar nuestras diferencias.
Quizás no se puedan mostrar evidencias de que una historia de ficción haya cambiado el curso de la historia, pero luego de ver esta sugerente película uno se pregunta si alguna novela no habrá influido en alguna de las mentes que luego sí lo han hecho.
Libros que no son de ficción…, ¿quizás haya alguno? Pensemos en Los diálogos socráticos, El origen de las especies, El Capital, La Biblia, ¿o lo metemos en ficción?
En la ficción propiamente dicha.
Esta vez sin dudas: 1984, de Orwell, ha dejado en la humanidad una profunda reflexión sobre las sociedades autoritarias basadas en la restricción individual y el control social; quizás La Jungla,de Upton Sinclair, que, al parecer, suscitó códigos en la industria cárnica que ni el mismo autor imaginó; algo similar pasó con Las uvas de la ira, de John Steinbeck, cuya condena y quema pública no impidieron que cambiara la legislativa sobre los salarios y la normativa agrícola en los Estados Unidos.
No, quizás no fue el mismo libro, pero la emoción que transmite un libro de ficción, el poder sugestivo de una historia que nos obliga a la reflexión, ha sido un motor de increíble fuerza en el cuestionamiento de las circunstancias necesarias para la felicidad y, por tanto, en la acción que se deriva hacia su búsqueda.
Si la literatura, como dijo Faulkner (y yo lo creo) es apenas una cerilla encendida en medio de un campo abierto, que ilumina muy poco, pero nos permite ser conscientes de la oscuridad que nos rodea, hay tanta oscuridad que iluminar que una cerilla puede crear un gran incendio, a pesar de que no sea siempre favorable para quien enciende la cerilla.
De esta manera la alegoría de un personaje literario como Mr. Pip que termina por salirse de la novela de Dickens, y logra convertirse en una de las motivaciones más fuertes del cambio para varios personajes “reales” dentro de la novela, es a la vez una invitación a someterse a las virtudes de lectura, que sí, que a pesar de que algunos lo puedan negar, sí puede cambiar una vida; o varias.
El propio personaje Mr. Watts, nos acerca a las virtudes y singularidades del acto de leer:
Realmente no puedes simular leer un libro. Tus ojos siempre te delatarían; tus ojos y tu respiración. Una casa podría incendiarse y un lector absorto en un libro ni siquiera lo notaría hasta que el tapizado estuviera completamente en llamas. Y para mí, Grandes Esperanzases un libro así. Que me permitió cambiar mi vida. Reinventarme.
Seguro te ha pasado. No que se queme el tapiz de casa por estar absorto en la historia de un loco que pone su vida en peligro por un libro, pero sí que se te queme el arroz, porque otro loco quiere enfrentarse a molinos que parecen gigantes. ¿O eran gigantes que parecían molinos?
Por eso, sea cierto o no que históricamente la ficción pueda cambiar la realidad, sea un bulo que la literatura, el teatro o el cine puedan ser revolucionarios, no dejemos de creer que, en algún sitio de este extraño mundo, allí donde no sabemos, alguien ha creado un mundo paralelo donde una novela puede cambiar el mundo. Como una cerilla nos permite ser conscientes de la oscuridad que nos rodea.
Vargas Llosa no es el único caso de escritor que ha relativizado el poder de influencia de la literatura en los cambios sociales, también Alejo Carpentier dijo algo parecido. Para él, esos libros eran El capital de Carlos Marx y El contrato social de Rousseau, sin embargo ahí están Oliver Twist de Charles Dickens y Los miserables de Victor Hugo y su repercusión en el sistema inhumano de los orfanatos y hospicios de Inglaterra y Francia, sin olvidar los rostros de Oliver y Cosette, que luego el cine ha inmortalizado.