Estoy gratamente sorprendido del nivel de tolerancia que he aprendido. He tenido en los últimos meses –aunque los últimos tres años ha habido algunos más– motivos suficientes para reventar de ira, para dejar correr el cabreo profundo contra algunos, para dejar de prestar atención a personas que no han estado a la altura de momentos importantes, para colgar el teléfono ante gente sensata diciendo tonterías; y sin embargo, he estado increíblemente tranquilo y paciente.
Hay dos cosas que me han hecho sentar cabeza. De tanto romperme la cabeza contra muros de incomprensión he aprendido a comprender, y de tanto ver que hay gente que es capaz de romperse la cabeza contra mis muros de incomprensión, he aprendido a comprender.
Curioso, pero he aprendido a ponerme los zapatos de otros luego de ver que otros no se ponen los míos o de ver cómo otros se ponen los míos cuando yo no he sido capaz de hacerlo. He aprendido de los intolerantes y de los tolerantes. A lo mejor es que estoy dispuesto a aprender.
Quizás el motivo mayor por el cual podía perder la paciencia ha desaparecido. Ya no tengo la esclavitud –tuve otras que hace tiempo no existen– de sentir la aprobación de gente que no me conoce. Antes, alguna vez, me preocupaba si me acusaban de haber hecho algo que en realidad no hice.
Todavía me molesta. Puedo cometer errores y si es así lo reconozco y trato de enmendarlo, pero me es incomprensible que me acusen de algo si no lo hice y si no existen pruebas de ningún tipo que avalen mi supuesta mala acción. Y peor aún es que supongan mala voluntad en los errores. Porque siempre intento ver que si alguien hace algo incómodo para mí, ha sido sin voluntad maligna para ello. Trato de comprender.
No quiero decir que haya desaparecido mi defecto (porque seguro es un defecto mío). Que se inventen mentiras sobre mí: me supera. Me deja sin palabras que alguien me acuse (sin siquiera escuchar mis razones) de las peores acciones sin que yo las haya cometido, y aún peor si las mezcla con errores ya superados, y aún más horrible si luego las cuentan al resto del mundo como verdades irrebatibles.
Pero he asimilado profundamente algo, he aprendido a dejar correr las aguas hasta dejar que los engañados descubran la verdad por sí mismos en lugar de correr yo detrás del mundo intentando hacerles ver la verdad. Ya no me importa el refrán: “miente que algo queda”. Ahora presto atención al de Cervantes, que dijo con una sensatez sorprendente: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”. Sí, doy fe.
Algunos de los que alguna vez creyeron de mí los peores defectos, aquellos que han terminado por creer de mí lo que otros dijeron, han terminado por mirarme y valorarme como soy, con manchas y sin ellas, con defectos superables y virtudes mejorables.
No soy Job, porque me corre sangre caliente por las venas, porque no tengo fe más que en mis propias fuerzas, porque no tengo pruebas para creer o descreer en Dios, porque tengo motivos de frustración y disgusto contra el mundo, porque seguro tengo un disparador apagado que puede encenderse si me tocan las fibras más intocables. He aprendido a no estar de acuerdo con aquello que antes odiaba pero sin verlo como una amenaza, y si hay amenazas, alejarlas lo más rápidamente posible de mí, sin hacer de ello un drama. Voy aprendiendo a vivir.