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Quiero compartir contigo, desde el cine y la literatura, una reflexión sobre el dolor, sobre la virtud que tenemos para enfrentarnos a lo que nos provoca sufrimiento.
Pero vayamos desde el principio. Casi todos tenemos recuerdos agradables de los cuentos de la infancia. Desde el “había una vez” al “y fueron felices y comieron perdices” terminamos desechando, y a veces hasta olvidando, los avatares que pasan los personajes para alcanzar la felicidad, esa cabrona que muchas veces se nos escapa cuando menos lo esperamos.
Los avatares, los conflictos, los altibajos para llegar a esa felicidad duelen en la realidad, pero nos sirven para la ficción. Quizás porque nos vemos reflejados en ellos. Ahora, ¿qué pasa después del final? Es inevitable para gente curiosa preguntarse qué pasaría cuando el príncipe y la princesa empiezan a comer perdices, viven juntos, asumen la convivencia, las virtudes y los defectos del otro: ¿muere el amor o la pasión? Esta respuesta podemos responderla con cierta certidumbre los que pasamos de 40 y llevamos varias decepciones amorosas a la espalda.
La peor de las situaciones posibles, sin embargo, desde mi punto de vista, es cuando ni siquiera se llega a disfrutar la miel de la pasión. ¿Qué pasa cuando los obstáculos entre los enamorados son tan grandes que no pueden compartir sus defectos, cuando no se puede llegar al comer perdices, ni alcanzan a aburrirse uno del otro?
La sublimación del amor ideal es lo que mueve Pollo con ciruelas, la magnífica película de Vincent Paronnaud y Marjane Satrapi, esta última es, además, la autora del comic original (novela gráfica me obligan a decir los que los conocen mejor). Me di de narices con esta película mientras preparaba un trabajo sobre los mundos paralelos del Realismo mágico entre la literatura y el arte, y debo decir que ha sido un gran descubrimiento.
A ti que me lees o escuchas, no sé si te ha pasado alguna vez. Por motivos que no sabes explicar, por causas que se te escapan, por azares inevitables de un destino que no comprendes, recuerdas con agrado el amor que dejaste detrás. Te preguntas si, quizás, no serías más feliz si aquel chico o chica con quien jamás pudiste besarte –o con quien solo te besaste– estuviera aun rondando por tu cuarto de baño. No dejas de imaginar cuan diferente sería tu vida si nada hubiera interrumpido aquel amor cuando no debió serlo, te preguntas si no hubiera sido la llave a mundos inexplorados de pasión que nunca transitaste.
A lo mejor es verdad, y aquella pasión que nunca tuvimos o que tuvimos a medias, era el amor perfecto que nos haría hoy más felices, pero quizás (y esto es más probable) también es un amor idealizado y perfecto porque nunca llegó a consumarse. El recuerdo extraordinario que guardamos es la belleza de lo imposible por alcanzar y no la del hastío impertinente de la convivencia.
En Pollo con ciruelas la respuesta al dolor del amor no consumado, o detenido, o evitado (en definitiva, del amor que no llegó a serlo del todo) es la creación artística; la capacidad de traducir el dolor en la maravilla inexplicable de una eterna pieza de violín, el talento de concebir desde la pérdida, poemas inmortales; de crear desde la tristeza y el desamor, un lienzo o un castillo que rompe los moldes del tiempo.
La idea no es nueva, pero no deja de ser atractiva cuando se intenta abordar desde cierta originalidad. Desde La divina comedia, de Dante hasta El consejero, de Cormac Carthy, y pasando por Los muertos, de James Joyce, cientos de artistas se han visto en la obligatoriedad de hacer del dolor una fuente de inspiración.
En la obra de McCarthy llevada al cine por Ridley Scott, hay un momento que me resulta inolvidable. En una de sus actuaciones probablemente mejor recordadas, Jefe, el personaje que interpreta Rubén Blades, hace una pequeña anécdota sobre Leonor Izquierdo, la esposa del poeta Antonio Machado, como la fuente de toda la inspiración del poeta español.
Si bien es cierto que Machado ya escribía cuando su esposa murió, la sugerencia del momento de ficción que McCarthy nos traslada es insuperable:
Machado habría cambiado cada palabra, cada poema, cada verso que escribió por una hora más con su amada. Y la razón es que, cuando se trata de dolor no aplican las reglas normales del intercambio. El dolor trasciende al valor. Un hombre daría naciones enteras por sacar el dolor de su corazón.
Imaginemos por un segundo a Gabriel, el malogrado escritor de Los muertos, de Joyce; el pobre escritor de provincias cuyo sueño más alto ha quedado en hacer un discurso bello el día la fiesta de su tía. Cuando al regreso de esta fiesta, su esposa le cuenta el recuerdo indestructible que tiene de un amor de juventud, Gabriel se da cuenta de la levedad inevitable del amor. Se percata de que ha sido un amante miserable y que nada placentero o memorable ha dejado a su esposa de muchos años:
De manera que ella tuvo un amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer.
A Gabriel le faltó lo que sobró a Nasser, el violinista inspirado de Pollo con ciruelas.
Nasser quiere ser un músico, su pasión por el violín le consume todo el tiempo, y luego de años de práctica logra aprender con un maestro especial. Sin embargo, algo le falta por aprender a Nasser, y es que las reglas emocionales de la vida se aplican también al arte, que nada meritorio existe en hacer los mejores artificios técnicos si no hay un alma sensible para inundar de amor la obra de arte creada. Su maestro le asegura que, aunque su técnica es muy buena, su música es un pozo vacío:
No tengo nada que comentar de la técnica. Es excelente. Pero tu música es una cagada. La técnica puede tenerla cualquier imbécil. No se trata de técnica. Se trata de arte. Porque a través del arte comprendemos la vida. El instrumento está solo para que surja la luz. Tus dedos se mueven y salen sonidos, pero está vacío: es la nada. ¡No hay nada! La vida es un soplo; la vida es un suspiro. Es de ese suspiro, del que debes apoderarte.
Es en la angustia de la pérdida, en el desamor, en el sufrimiento cuando los obstáculos hacia su felicidad son más altos de lo que puede saltar, cuando Nasser descubre el soplo de vida que le falta. «Aquella que has perdido estará en cada nota que toques. Será tu aliento y tu suspiro. Ese amor es precioso, porque es eterno.» Que es, una vuelta, en definitiva, a la sublimación del amor ideal.
Y vuelvo a Machado porque he llegado a la conclusión de que yo, tú, todos, también daríamos naciones enteras por expulsar el dolor, por no dejar cabos sueltos que pueden ser llaves a una felicidad que pudo ser. Me cuesta pensar que lo vivido, lo alcanzado no es lo verdadero, o lo esencial, y que aquello que dejamos atrás era la felicidad.
Quizás, si me quitan el dolor de lo vivido pierda toda la inspiración. Probablemente, el poco talento que tengo o aquel que quiero alcanzar, y que practico cada día, desaparezca si elimino la angustia de lo soñado, del sueño quimérico no alcanzado. Pero de la misma manera sé que un día aprendí a desaprender, experimenté a sacar de dentro en forma de palabras y frases lo que me angustiaba, y puede que como dice Jefe en El consejero, “Los hombres reflexivos suelen hallarse en un lugar muy alejado de las realidades de la vida.” Pero también sé que la realidad es una fuente de inspiración formidable si sabes atraparla, si eres capaz de coger en un puño el suspiro que es la vida y trasladarlo en tu obra de arte.