Post-verdad, mundo feliz y realidad de cartón

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gafas de carton

Acostumbro a ser muy crítico cuando se habla de un mundo donde la libertad es un señuelo que nos han lanzado para que sigamos produciendo mercancías. “No somos libres, estamos supeditados a lo que digan las grandes transnacionales y sus fuentes de adiestramiento de la opinión pública”, suelen decirme a cada rato algunos conocidos, o lo escucho y leo a través de algún medio tradicional y las redes sociales.

Cuando me hablan de ese mundo opresivo y sin opinión repito una cantaleta, aunque intuyo que nadie presta atención; y es que creo en el ser humano, en el individuo como ente único y separado de la manada, que estamos preparados para la autoregeneración, para volver a las rutas auténticas cuando se intenta desviarnos por autoritarismos que basculen a derechas o izquierdas y altibajos de toda idiosincrasia e ideología. Digo también que nuestra sociedad actual, con todos sus defectos, es la medida de nuestros aciertos y errores, el mundo menos imperfecto que hemos encontrado hasta llegar a otro con menos desaciertos y más justicia.

Y bien, no he dejado de creer en ello, y que siempre hemos sabido sobreponernos a nuestras barbaridades como especie, y lo seguiremos haciendo porque somos así: orientados a la resiliencia, capaces y flexibles.

Lo que me preocupa de este talento para derribar obstáculos es la inmensa facilidad con la que solemos construirlos. La reciente polémica por las falsas noticias de que el papa había bendecido a Donald Trump y que Hillary Clinton había prometido una guerra nuclear si ganaba la presidencia, ambas repetidas sin cesar a través de las sociales, ha traído a la actualidad el hecho de la mentira como arma política. Aunque ahora, en esta vorágine redundante del intercambio de información, nos cuelan el neologismo de Post-verdad, es decir, algo que la gente convierte en verdad, por más que se le vean las orejas de lobo bajo la piel de cordero.

No existe nada nuevo bajo el sol. Los medios de información crean tendencias, esto es innegable, incluso para gente como yo que suele ver con suspicacia todo lo que leo publicado, veo televisado o escucho radiado.

Una vez escribí:

“Cualquier persona medianamente cultivada, sabe que debe estar alerta a todo lo que le circula en la llamada opinión pública. Todo debe ser cuestionado, venga de estados, gobiernos, medios de comunicación, empresas, comentario del vecino, confesión de nuestra amante o quien sea que le venga con una nueva. El poder, sea ejercido desde los gobiernos, el director de nuestra empresa o los deseos de tu pareja para mantenerte unido a ella, es turbio, sombrío y sigiloso; necesita personas crédulas y que apenas se cuestionen las cosas porque en la credulidad está la base de la manipulación, y en la manipulación está la base del sometimiento.”

Y esto, que siempre he sabido y aún mantengo, no está reñido con creer que el ser humano es libre, y que tiene el poder de decidir aquello que mejor le conviene. Pero hoy en día lo creo cada vez menos.

Entro en Facebook, Twitter o Google Plus cuando puedo y veo trolas de laboratorio imposibles de creer que se dan como fuentes de autoridad. Y me da igual, por más que Zuckerberg diga lo contrario, que las redes sociales deberían contrastar los datos para evitar la propagación de falsas noticias. En realidad, la gente seguirá creyendo lo que le diga el vecino, su amante o el contacto de la red social, porque los medios de comunicación tradicional han sido sustituidos como autoridad. Para bien y para mal.

Soy un ingenuo al creer que es mejor que sigamos compartiendo en las redes y que cada ser humano sea capaz de filtrar mejor lo verdadero de lo falso. Y soy ingenuo porque sé que no es verdad.

En 1984, el escritor George Orwell, previó medio siglo antes de esa fecha una sociedad donde todos éramos iguales porque existía una sociedad totalitaria gobernada por un Gran hermano que no permitía el disenso. Se suele decir que, tan preocupados estábamos porque esa realidad no llegara, que nos colaron el futuro adelantado por otro inglés, Aldous Huxley en Un mundo feliz; una sociedad donde no hacía falta un Gran hermano, sino saturar al ciudadano de tanta información, que terminará por no prestarle atención o prestársela a otras cosas.

Estamos en ese mundo, mal que me pese quitarme la razón, ya lo dije que “vivimos en un mundo donde el regodeo con la estulticia es más importante que la reflexión inteligente sobre la verdad” y aquí estamos, compartiendo sin leer las mentiras que saltan por nuestras redes sociales mientras seguimos preocupados porque se rompe una pareja de actores americanos y amenaza con volver otra de cantantes latinos.

No es problema de ausencia o exceso de libertad. Es problema de que usamos voluntariamente unas cómodas gafas que nos hacen parecer más listos, aunque nos vuelven cada vez más ignorantes, que hemos convertido en presente un futuro que parecía imposible, un mundo donde la ignorancia o apatía de la mayoría por lo verdadero, no deja de estar reñido con el mayor acceso jamás conocido a todo aquello que nos debería hacer mejores como especie. Veo una humanidad que se comunica con un ordenador en la mano en varios idiomas, pero la mayor parte de lo que se anuncia es inexistente o fútil. Nada más excitante que transmitir sandeces en diferentes lenguas.

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