Se habla en todo el mundo de que con la crisis financiera mundial se ha acabado el capitalismo, o cuando menos que se va a “refundar” y muchos se aprontan a levantar carteles con la foto del Carlos Marx como único baluarte previsor de la situación actual.
Recuerdo una imagen de una chica en las protestas que hicieron grupos ecologistas y pacifistas en Gleneagles, Escocia cuando se celebró la cumbre mundial del G-8 de 2005. La chica vestía una casaca militar con estrellas del generalato sobre el bolsillo derecho; su cara pintada de blanco, excesivamente, con la textura del lienzo del pintor antes de dar los primeros trazos de óleo; su sonrisa se dibujaba exagerada, de un rojo que se extendía hasta las mejillas, los labios rodeados del mismo color e imitando un corazón; la punta de su nariz con un rombo de la misma pátina sanguínea; bajo los ojos, lágrimas pintadas de una tonalidad más grave y que repetía en unas cejas, falsas, arqueadas, que iban desde el comienzo de las verdaderas en los extremos y cuya curva del arco subía hasta el comienzo de la frente; y los pelos de un tono rosa, rosado que chillaba, era escandaloso. En sus manos había un cartel con un mensaje en inglés a favor de la paz mundial y sobre la cabeza un gorro con letras grandes que rezaba: capitalism is boring. Así de simple: “el capitalismo aburre”.
Es una reflexión interesante: ¿El capitalismo aburrido? ¿Hay que refundarlo o extinguirlo?
Pues en su mayor parte, en casi todos los países desarrollados del mundo, sí que es bastante aburrido. La gente vive preocupada por su trabajo, cómo pagar la hipoteca o que no haya atascos. La política no cuenta, o casi, no contaba. Los partidos se diferencian poco unos de otros; los demócratas liberales han logrado demostrar que la economía y la democracia son la base de la sociedad moderna, y la socialdemocracia, fiel a su tradición camaleónica, ha aprendido la lección y había dejado atrás, en su gran mayoría, las predicciones apocalípticas sobre el capitalismo salvaje que presenta al liberalismo como fuente de explotación de la masa trabajadora y empobrecimiento de los países del tercer mundo. Ha vuelto sobre ello, pero dejará de hacerlo cuando las circunstancias cambien. Porque cambiarán.
Mucho ha tenido que pasar para que así suceda. Durante gran parte del siglo XIX y casi todo el XX, el socialismo incitaba a tomar el poder por la fuerza de las armas. La revolución era sólo el preludio para el advenimiento de una nueva era donde la dictadura fuera la del proletariado, el obrero, base de la sociedad y quien mejor podía decidir su destino. Los hombres podrían ser iguales en la riqueza. Todos seríamos más felices y tendríamos las mismas necesidades y las mismas fuentes de ingreso y satisfacciones.
¿Qué ha quedado de todo ello? Aquellos países que intentaron esa utopía no tuvieron en cuenta algo tan simple como la individualidad del ser humano. Hayek dijo:
Una sociedad desconocedora de que cada individuo tiene derecho a seguir sus personales preferencias carece de respeto por la dignidad del individuo y desconoce la esencia de la libertad.
Esta regla tan sencilla, con tanto sentido común, fue intencionadamente enajenada por los “Estados benefactores” socialistas que pretendían implantar aquella utopía. Mientras, en el otro lado, el capitalismo abría más y más las expectativas de sus ciudadanos, estos crecían más económicamente y asumían cada vez más espacios de libertad restándole protagonismo al Estado. Quizás no era éste el objetivo primero de sus gobernantes, pero la lógica interna de organización de estas sociedades estaba concebida para que no fuera de otra manera. Se hacía evidente que estas externalidades de las políticas liberales eran consecuencia directa de respetar la esencia humana, aquella individualidad que apuntó Hayek.
Estas dos formas de organizar la sociedad se enzarzaron en una guerra sin armas, tratando de demostrar la superioridad de sus métodos. Las consecuencias de esta lucha de poder fortaleció al capitalismo que ha demostrado su eficiencia y capacidad de crecimiento económico allí donde las políticas liberales fueron bien, o incluso medianamente bien, aplicadas. Por el contrario los “Estados benefactores” del socialismo real, de esencia totalitaria, perdieron su disfraz de padres benefactores quedando sus vergüenzas al descubierto. Finalmente se vino a demostrar las tesis de economistas y pensadores liberales.
Ahora bien, ¿cómo puede asumirse entonces que el capitalismo, esa sociedad triunfante y respetuosa de la esencia del individuo, sea aburrido? Pues no es más que una evidencia de que los Estados cuentan menos en nuestras vidas, los políticos van relegándose a ese espacio donde nos pueden ayudar más o menos, pero decidimos cuándo se van o se quedan y cuánto deciden o no en nuestras vidas. A pesar de que en la sociedad todavía quedan bolsas de descreídos que creen en esa apocalíptica predicción de miseria para el mundo y fin del capitalismo, los políticos están cada vez más amordazados a nuestras leyes, a nuestras sociedades civiles. Allí donde el proceso es contrario se empobrece más al individuo y las causas no pueden buscarse fuera de sus propias fronteras.
¿Ha cambiado algo con las últimas medidas tomadas por los Estados mundiales para “inyectar liquidez” a los bancos? A pesar de que no es la idea imperante, creo que no, aunque es verdad que los Estados todavía deciden excesivamente.
Ahora bien, la sociedad del bienestar, esa entelequia extraña que los políticos europeos intentan mantener a golpe de viento y marea por la cantidad de votos que reporta, está viéndose amenazada; y lo es por la parte más evidente, la que los liberales de todo el mundo le han venido vaticinando desde hace tiempo pero que nadie ha querido ver. ¿Cómo sufragar los inmensos gastos que los estados en salud, capital de desempleo, etc, han cargado sobre sus espaldas?
No es que sea irreal la posibilidad de una sociedad del bienestar pues de hecho los niveles de vida y de igualdad social más importantes de la historia de la humanidad se han logrado precisamente ahora, en la actualidad, en estos países que han elegido la vía parlamentaria y la economía liberal -aunque a medias- como forma de organizar la sociedad, pero si se ha logrado no es posible perderla ahora por la ineficacia o la pasividad de los políticos que se niegan a ver el problema y por tanto evitan las soluciones.
Los liberales de todo el mundo advirtieron que la solución estaba en recortar gastos excesivos y tomar otras medidas económicas y sociales que, aunque impopulares, eran las que a la larga terminarían beneficiando a todos, porque dinamizan la economía y aumentan el bienestar sin que el Estado cargue con el gasto y de paso lograremos que intervenga menos en nuestras vidas. También advirtieron los liberales que lo ideal era empezar en las vacas gordas para lograr reducir al mínimo el coste social y económico y no cuando el problema se nos echara encima, pero estuvieron los políticos preocupados por ganar las elecciones siguientes y mantenerse los 4 años que les toca en el poder -y repetir si es posible- manteniendo esos gastos extremos que pretenden hacer de esta sociedad el paraíso en la tierra.
Sin embargo, el capitalismo ha sufrido innumerables crisis económicas. Las llamadas crisis cíclicas del capitalismo se estudian en cualquier clase seria sobre economía política mundial, y se justifican como una necesidad propia del reajuste que necesita el sistema para subsistir. Todas las crisis anteriores han sido “la peor crisis” que ha sufrido, y ahí tenemos el capitalismo aún más fuerte y vigoroso. La lógica interna que mueve el capitalismo, la base económica que lo sostiene es casi infinita. Siempre hay mano de obra disponible y siempre habrá deseos de ascender y triunfar en el ser humano. Con esa base le quedan muchos años a este sistema, nos guste o nos haga vomitar. Es pronto para sacudir el polvo de Das Kapital.