El cerebro es un apaño evolutivo (Eduardo Punset)
Hace unos días Yomar González, colega y amigo cubano –no puedo decir que cubano como las palmas si ello implica bailar salsa y hablar con el acento come erres de la isla, pero sí al menos cubano como el Capitolio que está hecho a imagen de un Capitolio semejante de Estados Unidos– se preguntaba cómo era posible que vibrara de emoción cuando veía, probaba o escuchaba elementos de la cultura argentina a pesar de haber vivido más de 30 años en la isla y ni un día –ni siquiera ha pisado– en la nación sudamericana.
Es una reflexión interesante. A mí me pasa algo parecido pero de otra manera. De Argentina guardo muchas referencias después de leer su literatura, ver su cine, conocer sus gentes que hacen que me sienta cercano a esa nación sin siquiera haber pasado sobre ella en un vuelo. Sin embargo nada me ata sentimentalmente a ella y pocas cosas me erizan la piel como no sean muchas escenas de varias películas como Tango Feroz o El lado oscuro del corazón.
Todos tenemos referencias que nos han formado, que nos acercan o nos alejan del resto de la gente. Yo vivo en España, en Madrid para más señas, y hay montones de elementos que me acercan con un español pero hay miles de pequeños detalles que me alejan, y de entre todas, las referencias son increíblemente importantes.
En una conversación entre españoles debo guardar silencio respetuoso cuando entra el Scalextric, Mortadelo y Filemón, la Semana Santa, pero sí me emociono si sale la tortilla de patata, el jamón, un tinto de Rioja o un queso de La Mancha.
Como un argentino tiene Mafalda, o un español Verano azul, yo tuve Elpidio Valdés, Toqui y los muñequitos rusos. Puedo contar qué son pero no qué significan, la emoción, la sensación de que algo se mueve dentro sin que puedas controlarlo, eso es imposible de transmitir sin haberlo vivido. O no.
Si a mi amigo le remueve el alma cuando “…tiene frente a él un mate, un alfajor, un asado, cada vez que escucha a Goyeneche o lee a Sábato…”, es curioso que lo mismo me pasa con la peninsular Madre Patria, algo que antes sólo sentía únicamente con Cuba, mi país de nacimiento; y es que el corazón me palpita si estoy fuera y veo imágenes de las calles, las comidas, el baile, la música, la gente, la bandera de cualquiera de los dos países.
No soy un patriota en el sentido tradicional del término. No me siento capaz de levantar un arma para defender ideas mías ni de otros que me las intentan imponer, no me siento emocionalmente capacitado para ir a un partido de fútbol a gritar junto a los que son de mi equipo preferido, no votaría al mismo partido si este me decepciona alguna vez, ni siquiera me atrevería a defender una ideología concreta porque en todas encuentro puntos de conflicto que rozan con mi independencia, o como mínimo, me obligan a la abstención. Y sin embargo las referencias me pueden. A veces.
Las últimas investigaciones sobre el cerebro vienen demostrando que tenemos recuerdos inventados. Momentos o situaciones que nunca hemos vivido pero están clavados en nuestras neuronas como reales. Hay, por si fuera poco, situaciones reales mejoradas en función de nuestra forma de ser, nuestras convicciones y moralidad. De forma que un hecho pasado, quizás no muy agradable en exceso, puede tener un recuerdo atractivo en nuestra memoria.
Dice Punset que el cerebro es un mal gestor de nuestros recuerdos porque está preparado para hacernos subsistir a toda costa, para acomodarnos a los momentos agradables desechando todo aquello que nos impida sobrevivir. Es una maquinaria genial para hacernos olvidar lo malo, pero imperfecta (Punset dice que bastante chapucera) para recordar, y ahí nos vamos dejando en el tintero experiencias que nos ayudarían a no caer en la misma piedra.
Por lo mismo es obvio entender que todo aquello que nos agrada termina siendo potenciado, mezclado con vivencias reales hasta hacernos un mix de todo como único. Lamento quitarle la gracia a los sentimientos que transmiten las referencias, pero a lo mejor por ahí van las cosas. Yo quiero seguir creyendo que en otra vida anterior (reencarnada o imaginada) tuve un pasado que disfrutaba con los elementos de la cultura europea que tanto me obligaban a exiliarme de Cuba en medio de la salsa y la timba.
Es menos científico, menos real, pero no me negarás que es más poético.
Mejor no expliques mucho de que va E. Valdez, capaz que vayan a buscarlo a Youtube y se enteren de que manera se representaba a los españoles ahí; excepto en una de las últimas películas, de cuando España volvía a hacer negocios con el gobierno cubano: E. V. era amigo de los españoles y luchaban contra los americanos…
No hay enfermedades literarias porque la literatura es el género del olvido por excelencia. Funes el Memorioso, en tanto personaje borgeano, debe olvidar buena parte de todo si pretende que sigamos leyendo hasta el final. Pero hay una enfermedad real tan curiosa que parece literaria (filosófica, una vez pensamos en ello), y consiste en que el cerebro recuerda de manera consciente absolutamente todo. ¿Todo, todo?; sí: todo.
Un capítulo de la serie House (creo que de la última temporada), trata a una mujer con este «don». Cualquiera que vea dicho capítulo, o cualquiera que piense en eso (no deberías pensar mucho en eso si lo recuerdas TODO), coincidirá conmigo, espero, en que el cerebro no gestiona mal nuestros recuerdos (por mucho que Punzet lo apunte). Muy al contrario, los gestiona muy bien, velando por lo primario, que es nuestra propia salud física y emocional.
El patriotismo es malo para la salud.
Y siempre habrá un jamón del mejor puerco ibérico, un asado de la mejor vaca argentina, para consolarnos del olvido de…, del olvido de…, eh.