Aristóteles nos legó muchos libros seductores sobre no pocos aspectos humanos. La ética, la lógica, la física, la metafísica, la literatura (la magnífica Poética), el arte de dar discursos (Retórica) y hasta la astronomía. Fue un escritor incansable y un investigador curioso del alma humana. No es raro, es rasgo típico de los grandes filósofos, haber indagado sobre las cosas de la vida: ¿de dónde venimos, adónde vamos, por qué somos como somos, de qué estamos hechos?
Cuando leí El nombre de la rosa me sentí desolado por la idea de que alguno de los libros de Aristóteles, concretamente el referente a la risa (Tratado de la risa), se hubiera perdido en realidad. En aquella magnífica novela de Eco ambientada en el medioevo, los líderes religiosos del convento en que se desarrolla hacen lo imposible, incluso hasta el asesinato, para que no salga a la luz este libro del gran maestro griego.
Parece cierto que existió un libro en el que Aristóteles abordó la comedia, que seguramente fue el segundo libro de La Poética, donde hace un análisis magnífico de la ficción y que todos los que aspiramos de algún modo a la maestría (o algo menos) literaria, deberíamos leer. No sé si es mito o realidad. Y la verdad es que de tanto que escribió Aristóteles, y lo poco que ha llegado a nosotros, es perfectamente verosímil que se haya perdido.
La risa, como motivo de estudio filosófico; si el más grande pensador conocido, el que revolucionó la forma de ver el mundo, consideraba la risa como un elemento vital, es para reflexionar sobre ello. Y me hubiera gustado saber sus argumentos y su influencia en nuestras vidas, por más que ningún filósofo es determinante para saber que la risa es algo más que una manifestación externa de una alegría o satisfacción plena.
Cualquier psiquiatra de medio pelo sabe que la risa es la mayoría de las veces sinónimo de optimismo, que puede hacernos mejorar el ánimo para encarar mejor ambientes enrarecidos o de crisis. Cuando desafías situaciones espinosas desde la risa, tu ánimo es más abierto a encontrarle soluciones. La gravedad, o incluso peor la depresión, no hace otra cosa que sumirnos aún más en la fosa del pesimismo.
Y lo que es más terrible, nos impide ver las salidas que están ante nuestros ojos. Como si de tanto llorar, los ojos anegados en lágrimas te impidieran ver al que está frente a ti ofreciéndote la mano para salir del hueco donde has caído.
Incluso más, existe un alto grado de sabiduría en la capacidad de reírse de uno mismo. Si te ríes de ti mismo, si no te tomas tan en serio y eres capaz, al menos un poquito, de verte desde fuera con algo de sana guasa, estás igualmente preparado para enfrentarte a muchos obstáculos y problemáticas en que los demás se ahogan, pero además has llegado a lo que el principito llamaba el más alto grado de sabiduría: la autocrítica.
¡Pero ojo! Que nadie entienda que la risa nos debe llevar a la apatía o la indolencia. Es famosa la teoría de la risa de los cubanos, que ante la adversidad de una dictadura, ante el embate del hambre y la escasez diaria, mantienen una sonrisa.
Es el llamado choteo cubano, el que con tanta buena imaginación nos dejó escenas exquisitas en Vampiros en La Habana o Chico y Rita, el choteo que permite que haya magníficos chistes sobre los hermanos Castro, sobre la situación diaria, como aquel que decía que un cubano había ganado un concurso de pintura para dibujar el hambre porque huyó de las imágenes dantescas de cuerpos flácidos y los campos desolados, ¡para pintar un culo con telarañas!
Por desgracia el choteo cubano es también una droga, porque tirarlo todo a chanza impide a veces tomar las decisiones adecuadas para encarar el problema. Tendrán los cubanos mucho tiempo dictadura si no la toman en serio.
Por eso, sí, es bueno reír sin perder el buen sentido, sin dejar de analizar el problema que enfrentamos como lo que es, un problema, una situación quizá deprimente, o una crítica que nos hacen para intentar hacernos mejor persona.
Lo importante de todo es no tomarnos la vida tan en serio. O mejor, sí tomarla en serio, pero no de forma tan trascendental que impida la risa, que impida el mirarnos con la necesaria dosis de humor para sentirnos mejor, incluso cuando nos dicen que nuestra nariz es la de Quevedo (“érase un hombre a una nariz pegado”).
Quizás con esas dosis de humor, un día alguien sabio –hasta cualquiera de nosotros si logramos esa madurez– se atreva a escribir un libro como el perdido de Aristóteles. Puedes ser tú mismo. Si te lo propones.