A propósito de la muerte de Neil Armstrong, nuevamente accedí (esta vez en Facebook) el debate pantagruélico y absurdo de si el hombre llegó a la luna. Soy de los incondicionales del sí: el hombre SÍ llegó a la luna; los argumentos de los partidarios (científicos, astronautas, periodistas, radio-operadores independientes, etc) son muy convincentes, y los argumentos detractores no son suficientemente poderosos (posiciones de bandera, sombras de fotos y demás cosillas cogidas por los pelos) como para convencerme de lo contrario.
Sin embargo, no intento persuadir a nadie de lo que creo; ni en esto ni en otros temas. Argumento, eso sí, con las evidencias que tengo en el momento. Pero no quiere decir que no esté abierto a cambiar de opinión si la realidad me demuestra lo contrario alguna vez.
Mirando los debates en Facebook, comenté en uno de ellos que es bueno dudar, incluso en cosas tan bien razonadas como esta, pero que es enfermizo aferrarse cuando la realidad desmiente a lo que nos aferramos.
Recordé la referencia a Tomás, el apóstol, que se negaba a creer en la resurrección.
«“Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré.” Ocho días después, Jesús vino de nuevo al Cenáculo, para satisfacer la petición de Tomás, el incrédulo, y le dijo: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.” Y cuando Tomás profesó su fe con las palabras “Señor mío y Dios mío”, Jesús le dijo: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído”» (Juan 20, 24-29).
¿Quién puede culparlo? Para un ser humano en su sano juicio, que tenga algo de conocimiento básico del funcionamiento del cuerpo humano o que observe un poco su entorno con algo de ojo crítico es imposible que alguien al parecer completamente muerto, con todas sus funciones paralizadas, sin respirar, sin comer, que ha dejado de funcionar ese equilibrio casi milagroso que tiene el cuerpo humano, pueda volver a la vida.
Pensémoslo bien. ¿Resucitar? Eso está vedado a los seres vivos. El cuerpo de cualquier ser vivo es la suma de muchos procesos químicos y biológicos que se altera si uno solo de estos procesos se paraliza. ¿Por qué alguien va a tener la capacidad de reactivar un proceso muerto y renovar el equilibrio que lo devuelva a la vida?
Es curioso, de ser cierta (disculpen pero yo no creo en resurrecciones) en esta historia Jesús invita a creer tal y como actúa hoy en día la ciencia, sobre la base de la experiencia material, no por la creencia directa de la fe. Si lo analizamos con el mismo argumento que ya utilicé una vez en este texto sobre los argumentos de la ciencia: se debe dudar de todo, incluso de aquello en lo que más firmemente tenemos arraigado.
Deberíamos aprender a usar el empirismo de Tomás que necesitaba tocar las llagas de Jesús para aceptar la verdad de algo que estaba más allá de sus creencias. Con el argumento material, con la prueba palpable de las heridas de alguien a quien vio morir, está dispuesto a aceptar aquello en lo que, hasta ese momento, no cree.
Invito a lo mismo. Con todos los reparos y todas las distancias entre religión y ciencia, la mejor manera de acercarnos a la sabiduría, al autoconocimiento, es la de estar abiertos a todo tipo de idea o noción, incluso en aquella que no creemos directamente, siempre y cuando puedan darnos suficientes argumentos de su validez.
Es difícil. Somos la suma de un conjunto de experiencias personales y aprendizajes que nos cuesta abandonar, pero nadie en su sano juicio, nos invitaría a renunciar a nuestro conocimiento previo, sino a estar alerta sobre si es realmente verdadero o es apenas un conjunto de valores aceptados por tradición.
Asumir como modo de vida lo que damos por verdadero no es malo siempre que estemos dispuestos a no aferrarnos con uñas y dientes a ello. Seguir unas mínimas pautas es importante para no desvariar sin rumbo en este viaje entre dos nadas. Lo que sí deberíamos es, si las circunstancias lo requieren, ser capaces de cuestionarnos lo aprendido, aceptar que la verdad es un punto de encuentro entre varias opiniones similares, paralelas o contrarias.
Si con todo ese material en nuestras manos, nos negamos a aceptar una realidad indiscutible por cabezonería, estamos poniendo barreras a nuestra búsqueda de la verdad y de la sabiduría.
Debemos estar dispuestos, de cuando en cuando, a someter nuestras verdades inmutables a un bombardeo de ideas contrarias para demostrar que no eran tan sólidas como creíamos o para afianzarlas luego de esa dura prueba, porque lo contrario, aferrarnos a nuestra experiencia, siempre sobre la base de verdades inamovibles, es –ya lo dije antes– una estupidez.