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Creo que por encima de todas las virtudes de William Somerset Maugham, todos estaríamos de acuerdo en su capacidad para identificar, reflexionar y retratar la naturaleza humana. Mientras traducía yo su libro de memorias, The Summing Up, me sorprendió la profundidad, en tan poco espacio, de sus reflexiones sobre aspectos humanos como la Verdad, la Belleza y el Amor.
Sus reflexiones me llevan a pensar que es muy improductiva la queja de amor. El lamento por no ser comprendidos, por no encontrar la pareja adecuada o el confidente necesario de nuestros sentimientos. Y sin embargo no podemos evitarlo.
Nos entregamos a quien queremos, y de la forma que decidimos, muchas veces renunciando a pequeñas o grandes cosas, pero el tope de la renuncia, en teoría, es nuestro, decidimos qué podemos entregar, qué podemos guardar y hasta donde soportamos la renuncia.
En la realidad, quizás concedemos más de lo esperado. Nos despertamos una mañana preguntándonos: ¿dónde dejé aquel amigo? ¿Dónde aquel proyecto, aquella forma de encarar la vida? ¿Dónde quedó el hábito perdido y añorado, aquella costumbre que me hacía feliz y los sueños que han sido ajusticiados por el día a día? Es esa entrega, quizás, la que nos produce más impotencia. Perder lo amado es, en parte, el reconocimiento de haber entregado mucho para nada.
Y el aprendizaje, la enseñanza obtenida no es aliciente. La mayoría de nosotros (si no, todos), en una hipotética encuesta renunciaríamos a la experiencia alcanzada si tuviésemos la posibilidad de mantener el amor perdido, incluidas todas las concesiones hechas para intentar mantener ese amor. La sensación de fracaso parece mayor que la experiencia, porque a veces preferimos ser conscientes antes de algo que no ponerlo en práctica cuando todo ya todo ha pasado.
Y, sin embargo, es todo en vano. O no, que dirían los gallegos.
Todos los seres humanos cambiamos, somos inconstantes, mudamos de aires de manera inevitable, nos guste o nos disguste. No somos los mismos ante las mismas circunstancias, porque, de forma general, somos también complejos. Como tendencia, mantenemos una base sólida y amplia que se mantiene aparentemente inalterable, por una educación concreta, unos principios morales o éticos perpetuos, o una capacidad, o falta de ella, para solucionar problemas que se van presentando.
Pero en realidad cambiamos. Cada pequeño hecho, gesto o situación diaria crea en nosotros una respuesta, porque nos prepara para una situación parecida en el futuro, nos enseña una forma nueva de actuar que hasta entonces no habíamos previsto. Incluso en esa base sólida, si existen crisis profundas, simas abruptas somos capaces de olvidar nuestro credo, nuestra religión y hasta nuestros principios morales o éticos.
Visto de esta manera parece medio absurdo la queja de amor. Las condiciones que se pactaron en su momento entre dos, cambian al año entrante –no porque se violen, que no se debería– porque ninguno de los dos involucrados son iguales; las reglas inalterables que se pactaron en un momento determinado no funcionan para los dos que han cambiado. Hay que renegociar.
Solo la renegociación permite la continuidad. No hacen falta cumbres anuales, ni reuniones especiales para ello. Cada día se van pactando las condiciones de la convivencia. Solo un milagro hace que sobreviva el amor a ese constante tejemaneje, a esos cambios, a las competencias o incapacidades para la coexistencia que todos tenemos en nuestro día a día.
Somerset Maugham escribe:
Los humanos somos seres variables, vivimos en constante mutación; y siendo así, ¿cómo cabe esperar que sea inmutable y escape a esta ley el instinto más fuerte después del de la conservación? No somos las mismas personas que un año atrás; y aquellos a quienes amamos tampoco son los mismos. Debe considerarse como una feliz casualidad si, a pesar del cambio, seguimos amando a la misma persona. La mayoría de las veces, convertidos en personas distintas a las que fuimos, hacemos patéticos esfuerzos por amar en otra persona a la que quisimos en otro tiempo.[1]
Esa feliz casualidad, ese increíble momento donde descubres un día que llevas un año, dos o los que sean, soportando los defectos de otro que además soporta los tuyos, y el amor aún existe, hay que conservarlo como un insecto en una gota de resina fósil. Y no porque sea imposible, sino porque es escaso.
Un amor que sobrevive a los cambios, una pareja que se siente sanamente bien, más allá de la constante renegociación de las condiciones de la convivencia, no se debe echar en saco roto. Si eres testigo de un amor así, si tienes la suerte de mantener a tu lado alguien que te quiere y a quien quieres, por más que se arrojen entre sí los defectos diarios, debes hacer lo posible por mantenerlo, o cuando menos, disfrutarlo mientras dure. Cada día, hora, o minuto.
Hay mucho a lo que agarrarnos en la vida para creernos más felices. Desde el bienestar que da el dinero hasta la satisfacción del trabajo que nos gusta. Pero recuerda, bienestar no es felicidad, y trabajo, siempre habrá, si haces las cosas más o menos adecuadamente, y eres capaz de adaptarte a las circunstancias. Disfruta el bienestar, cultiva tu trabajo si te gusta, pero agárrate a un amor que sobrevive al tiempo. Es raro, muy raro, casi hasta el milagro, encontrar a alguien que nos haga felices.
[1] W. Somerset Maugham, The summing up, 3rd printing., Mentor Book (New York: New American Library, 1951), p. 189.