Cincuenta años; media vida o una completa, según cada cual interprete. Y con la mitad –o algo (o mucho) más de la mitad– de la meta recorrida viene algo de autobombo. Cada vez que miro adelante no puedo decir que haya logrado todo lo que pretendo, aunque miro al pasado y sonrío con orgullo de lo conseguido.
Pensaba que era sencillo llegar a ese grado de satisfacción personal, pero cuanto escucho y veo me confirma que no es así.
Unos datos para comprenderlo. Mi inscripción de nacimiento reza que soy de un pueblito cubano que se llama San Juan y Martínez, con algo más de cuarenta mil personas de donde sale –dicen– el mejor tabaco del mundo aunque poco se note en la economía de su gente; mi educación primaria fue en Pinar del Río, una ciudad algo más grande de poco más de ciento noventa mil habitantes y que arrastra –entre la realidad y la ficción– con el mote de la “Cenicienta de Cuba”; y estudié educación superior en La Habana, con algo más de 2 millones de personas y que…, bueno…, ¿qué te cuento de La Habana? Seguro la conoces, o casi.
Hubo algo de progreso en este camino ayudado por decisiones de mis padres, y algo más. Aprendí una lengua extranjera, me gané alguna reputación como escritor, fui editor y/o corrector editorial de dos revistas de arte y literatura, y hasta pude aconsejar a algunos en su camino como escritores, dramaturgos o actores.
Este camino vital ya podía haber hecho a muchos sentirse a gusto, pero por algún motivo no estaba cómodo. Publiqué libros en alguna que otra editorial española, abrí camino como independiente en ese mundo tan difícil de la edición y logré terminar un master de lengua española en la universidad de Tours, Francia, donde, obviamente, aprendí otra lengua extranjera.
Las posibilidades de que un tímido y apocado niño sanjuanero, sin evidentes raíces europeas, nacido en un país pobre y comunista, llegara a ser profesor de Lengua española e investigador de una universidad francesa o tan sólo soñara con rozar el mundo editorial español eran tan reales como para un perro viajar al espacio. Y sin embargo, un día me enteré de que Laika había orbitado la tierra, había algo de esperanza. Hoy me pregunto, ¿cómo sucedió todo?
En varias fotos entre 1999 y 2009 reparaba en algunos de los que estaban cerca entonces y me doy cuenta que tenían más opciones para hacer la misma (y mejor) trayectoria profesional. De los colegas, amigos y compañeros que conservo y/o recuerdo puedo asegurar que no fui –aun no soy– el más talentoso, ni el que mejor escribe, ni el que mejores técnicas literarias conoce, ni el de mayor nivel cultural o literario.
Más bien todo lo contrario: veía talento en todos menos en mí; todos los que conocía eran escritores, yo un simple aprendiz; vivía deslumbrado de sus conocimientos en técnicas y cultura literaria mientras yo tenía un océano de dudas e inseguridades. Esa sensación de ser siempre uno del montón, un profesional corriente y con escaso talento, alguien que no podía compararse con los grandes de los que se rodeaba, me hizo esforzarme el doble que mis colegas, y hoy puedo asegurar que soy, esto sin ninguna duda, uno de los que más trabaja y que mejores decisiones ha tomado.
Un amigo vallisoletano me dijo una vez: “no sé cómo haces para intuir cuando es necesario decir que no y cuando te conviene decir que sí”. Yo mismo no lo sé. He perdido oportunidades, he retrocedido, me he equivocado, he tomado algunas malas decisiones y con ellas vivo, pero también he tenido oportunidades magníficas, he avanzado sin largas ni excesivas pausas y, sobre todo, he trabajado como un mulo, tomando a la vez decisiones que a muchos parecían absurdas y sinsentido.
Mi experiencia personal, que es mía y no sé si servirá a otros, demuestra que la base de todo ha sido esa: trabajo y buenas decisiones. Muchos de los mejores momentos que he vivido, de las mejores cosas que me han pasado, han llegado por trabajar mucho, saber escoger y desechar, y escuchar muy poco (o ni siquiera escuchar, como Temple Grandin) benévolos comentarios adversos y malignas risas burlonas.
No sé si fue 2011 o 2012 que trabajaba como teleoperador, en Madrid, para una de las empresas de telefonía móvil más importantes del mundo. Un día, en una pausa, mis compañeros me preguntaron por qué nunca protestaba por nuestra situación laboral si ellos tenían, y con razón, tantas cosas de qué quejarse. Mi respuesta fue simple: “miro atrás y veo que avancé, miro adelante y veo que me queda por hacer, no tengo nada de qué quejarme”.
Es difícil hacer un ejercicio de “lo que pudo haber sido”. Los que ejercen la Historia como ciencia social se niegan a menudo a este tipo de especulaciones, pero a los que ejercemos la ficción nos resulta más interesante. ¿Qué habría pasado con mi vida si en la niñez hubiera abandonado la primera novela de ciencia ficción que leía por las risas burlonas o me hubiera conformado en Madrid cuando me dijeron que otros con mejor currículum no habían logrado llegar al mundo editorial español?
Si hubiera hecho caso a cada burla que me arrojaron durante el pasado, a cada frase de “eso ya lo han intentado otros más preparados” o “es muy difícil”, si me hubiera quedado en Cuba incómodo con la frontera entre lo que lo que quería y lo que vivía, probablemente hoy sería un alcohólico fracasado o estaría preso por opositor.
Y no hay que ir a grandes libros de filosofía, que me han motivado desde que los descubrí en la universidad, para aprender que las decisiones importan. En la cultura popular Marc Anthony o Rubén Blades no se cansan de repetir en cada entrevista que, de los salseros de su generación, no eran los mejores, pero sí los que más trabajaban y mejor decidían. Por ahí va la cosa.
No sé cuántos años me quedan, pero los que sean van a terminar igual: contento de mis dos hijos y de mi vida profesional, tomando buenas decisiones, trabajando como una hormiga y escuchando muy pocos comentarios adversos; si no llego adonde quiero, al menos dejaré el camino disfrutando lo que me gusta, sea mañana o sea en otros 50 años.