El regreso a donde fui feliz

blankTengo intercambios muy interesantes con amigos a través de Facebook o Hotmail. Mi amiga –y durante un tiempo, asesora legal– Carola, me recuerda algo que tantas veces habíamos hablado sobre la vida, el amor, la política, la tecnología y mil temas que compartimos delante de un café o caminando bajo la brisa mañanera de algún sábado madrileño.

Me recuerda cómo una vez –o varias seguramente– le dije que yo era un cobarde, que nunca tendría valor suficiente para dejar mi comodidad madrileña para regresar a Cuba, a enfrentar algunas de las cosas de las que salí huyendo.

El tema surgió porque ella sí ha tenido el valor suficiente para hacerlo. No a Cuba, pero sí a su ciudad natal, muy cerca de la Córdoba argentina. “La familia, Hector”, fue siempre su respuesta cuando intentaba contraponerle algunos puntos de vista a su decisión.

Pero ya lo había decidido, había pesado en la balanza el bienestar lejos de los queridos al lado de los agobios propios de América pero con el aliento de los que siempre te perdonan, y la familia era más importante para ella. Incluso sabiendo que retrocedía, que iba a montar un toro que renquea, pero no se deja.

Hoy en día me dice que la familia sigue bajando la balanza, pero que no olvida los cafés de los sábados madrileños y otras miles de cosas que ofrece esta ciudad que tanto nos obliga a echar raíces a los que la conocemos desde dentro. Y me dice, me pide, me implora, que no regrese, que no cometa el error de dejar lo que ya tengo por lo que puedo obtener, que siga siendo el cobarde que una vez le dijo que no tenía el valor que ella sí, y que encamine aquellos sueños que alguna vez le conté sentado a la mesa de su piso en Plaza Elíptica.

Yo le pido a su vez que no se deje vencer, que aún es temprano para dejar los proyectos que llevaba bajo el brazo, y ella lo sabe. Está decidida –y yo creo que lo logrará– a llevar adelante en su apática ciudad mil ideas que aprendió en España, pero que siempre tiene mil obstáculos para emprenderlas. Y me repite una y otra vez: “levántate y echa a andar, que estás en el sitio adecuado”.

Pienso hacerle caso. Estoy dispuesto a darle siempre la razón porque a mi regreso turístico a Cuba hace unos años no pude dejar de recordar a ese rapsoda popular que se llama Joaquín Sabina, quien dijo una vez en Peces de Ciudad:

“En Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.”

No sé si en Cuba fui feliz, probablemente lo fui, al menos en parte.

Entre los mejores recuerdos de mi vida personal fueron en el pueblo donde siempre digo que nací: San Juan y Martínez. Allá está aún el mundo de mis sueños, la casa de mis abuelos, donde los recuerdos se mezclan con la imaginación para hacer melancolía de un lugar más increíble que Macondo, más bello que La Capilla Sixtina, más perfecto que el universo.

Dejé Cuba en uno de los momentos más dulces de mi carrera profesional, con dos premios literarios ganados, una novela publicada y vendiéndose bastante bien, en medio de un mercado que no era entonces comercial, y con un salario –alto para la isla– como editor de una revista de Arte y literatura.

Pero no era del todo feliz. Me faltaba algo esencial en el ser humano: la libertad. Y sabía que mi éxito profesional era circunstancial, destructible; porque no se asentaba en una entrega política al sistema, algo esencial para poder mantenerse en la cima de mi país de nacimiento.

Cuba es una trituradora de personas y una machacadora de talentos. Si subes sólo con el talento en algún momento te intentarán usar políticamente; y si no te dejas, si no abres las piernas, te moverán la escalera para dejarte caer. Eso no dejo de aconsejarlo a amigos y colegas cubanos que tienen triunfos profesionales en la isla. A mí, ya me lo aconsejó otro amigo cuando creía que estaba sobre la cresta de la ola: “eso es pecata minuta”, me dijo Jochy. Y hoy entiendo que me decía que era una mierda sin futuro. Tenía razón.

Hoy me sorprende que el éxito de muchos de los amigos y conocidos que dejé en Cuba ha sido efímero. Unos se han tenido que entregar a los brazos del sistema represor, otros han caído en desgracia. Pero todos han sentido el embate de la represión, del medio hostil que rodea todo lo que se emprende en la isla, y que muchos amigos de América me dicen que se repite en ese continente, en algunos casos quitando apenas la dictadura.

No insto a nadie a que deje el lugar donde nació. Y tampoco invito a nadie a que se quede eternamente en él porque el mundo es inmenso y tiene mucho para mostrarnos. Pero sí es importante ser consciente de que la novela de juventud que nos hizo soñar con ser aventurero, la serie de televisión que nos cambió la vida o el sitio donde la felicidad nos embargó durante tanto tiempo son también una invención de nuestra mente, una historieta dibujada en nuestro cerebro y embellecida por la distancia espacial o temporal.

Si es cierto lo que dicen las últimas investigaciones del cerebro y que Eduard Punset esboza en Viaje al poder de la mente, incluso tenemos recuerdos que nunca han existido. ¡Como para regresar al sitio donde fui ¿feliz?! De acuerdo Carola, no te rindas, yo tampoco regresaré.

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