Estado vs Liberalismo

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El año que acaba de iniciar factura desde el punto de vista socioeconómico un debate que puede resultar muy interesante en términos políticos para el destino de la humanidad. Y decir en términos políticos equivale a referirse a todos los ámbitos, dado que la política lo colma todo.

Hemos visto cómo la economía se ha abocado, casi por sí sola, a una debacle que muy pocos previeron y a los que lo venían anunciando se les acusaba de antipatriotas. Bancos con falta de liquidez, grandes emporios financieros que quiebran y aun peor, pequeñas y medianas empresas (las que más empleo ofrecen a nivel global) que cierran por falta de créditos; al final el Estado –es decir nuestro dinero– se ha visto obligado a intervenir para evitar que los actores de la economía supuestamente liberal se despeñaran también por el barranco.

No puedo decir que sea un especialista en economía. Cuando veo números junto a términos como “macroeconómico”, “externalidades”, “bróker”, mi entendimiento regresa a los años de la niñez cuando me aburría pintar y hacía lo posible porque mis padres me alejaran esas tareas. Sin embargo, siento curiosidad por el mundo en que me muevo y si bien no me puedo considerar un liberal en términos económicos, me gusta el sonido del discurso liberal y las ideas que se mueven en sus libros.

Seamos serios y no nos hagamos eco de los agoreros y poco informados antisistemas que despotrican contra esa entelequia que se han inventado como monstruo de clase al que llaman “neoliberalismo”. Si nos adentramos en Libertad de elegir, de Milton y Rose Friedman, La riqueza de las naciones, de Adam Smith, Camino de servidumbre, de Friedrich Hayek o Sobre la libertad, de John Stuart Mill, tendremos que reconocer lo agradable que suena que como individuos tengamos independencia para elegir nuestro propio medio de subsistencia y que el Estado intervenga lo menos posible en nuestras vidas, quizá apenas para aquello necesario e inevitable para respetarnos entre nosotros y que no interfiera con nuestra libertad.

Cada quien tiene su utopía, dicen algunos cuando escuchan estas cosas, pero no es cierto que se pueda comparar esta teoría con irrealidades como la del comunismo por una o dos razones fundamentales. La primera y quizá la más importante es que el liberalismo no pretende una sociedad ideológica concreta para el futuro, si no que utiliza el método de aprendizaje más antiguo que existe para perfeccionar la sociedad: prueba, error y corrección; siempre dejando que el individuo, como ser personal y único, tome las decisiones que más correctas considere ateniéndose a las leyes existentes, de forma que su entorno sea a su vez beneficiado con las externalidades –permítanme demostrar que tenía cierta idea del palabro– de su actuación. La segunda más importante es que el liberalismo, ¡no es una teoría!

El desarrollo económico actual, la base de la sociedad moderna, con todas sus virtudes y defectos es el resultado del liberalismo. Aquellos países que hace apenas una década eran rematadamente pobres hoy son capaces de colocar una empresa poderosa a competir en países del primer mundo y esto es posible gracias también a estrategias liberales. Sí, sigue habiendo muchos pobres, pero menos pobres y menos que hace diez años y al final no es el liberalismo quien puede ofrecer recetas para acabar con las desigualdades que establecen los políticos donde se tambalea el Estado de derecho.

Se puede hacer una lista –aún más en estos momentos– de los defectos del liberalismo. La mayoría de los críticos aseguran que la crisis económica actual es resultado de aplicarlas, sus defensores se defienden con que no se han aplicado correctamente sus principios.

Por mi parte, creo sinceramente que un análisis riguroso mermaría esa lista casi a nada.

En la segunda década del siglo XX el mundo empresarial se revolucionó con la universalización de la compra a crédito. Quienes querían algo que estaba antes vedado a sus bolsillos ahora podían tenerlo a plazos. El ser humano quiere cosas para vivir mejor, es un deseo básico e inevitable en el individuo. Criticar esta medida sobre esa base es realmente absurdo. Las personas se endeudan, las empresas igual, pero cada quien tiene lo que quiere de una forma que sería imposible de otra. Con este pequeño paso de la compra a crédito, las barreras sociales entre pobres y ricos se desdibujaron; no dejaron de existir ricos ni pobres pero el paso intermedio entre ambas se hizo menos empinado al crecer lo que se ha dado en llamar la clase media.
Ahora el debate se acerca peligrosamente a si se deben respetar esas normas que nos hemos inventado durante años o permitir que el observador imparcial que es el Estado se dedique a salvar, con nuestro dinero, aquellas empresas que en su endeudamiento puedan arrastrar consecuencias imprevisibles y desastrosas para el resto de la sociedad. El debate no deja de ser interesante, pues hay liberales que defienden que el Estado sitúe el dinero de nuestros impuestos para evitar el colapso del sistema, mientras otros apuestan por dejar que el Estado deje despeñarse a quienes no sepan adecuarse a la limpieza del modelo que significaría una crisis. Los críticos se mueven en una balanza que va desde ahuyentar al liberalismo del mundo actual hasta los que abogan por la desaparición del capitalismo como sistema.

Existe un grupo que pertenece tanto a defensores como detractores que abogan por el cambio de modelo pero sin tocar la base sobre la que se asienta la sociedad actual. Todo esto con matices. Pero sí, parece bastante lógico alarmarse en caso de que la crisis mundial pase sin que intentemos limitar las penas ni ensalzar las glorias. Algo tendría que suceder luego de que los mecanismos de la mano invisible del mercado hayan sido incapaces de contener la bola de nieve formada por el dinero sin contrapartida real.

Si todas las personas, empresas, acreedores en general decidieran exigir el pago del dinero que se les debe o simplemente sacar su dinero del banco, se armaría un caos financiero de colosales dimensiones. Y todo porque el dinero que aparenta tener el banco no está del todo en sus cajas, el que dice tener la empresa para pagar a sus proveedores no existe en sus ingresos anuales y el dinero que el ciudadano común pretende poseer para pagar su hipoteca ha desaparecido del colchón. No es normal que esta situación pueda ser normal; valga el pleonasmo.

No sé si será bueno o malo que el Estado, con nuestro dinero, se encargue a salvar empresas que no están saneadas. Si me preguntaran dejaría que se despeñaran aunque creciera el desempleo y trajera más consecuencias desastrosas. Quizá, y esto es sólo una hipótesis personal e improbable de demostrar, el colapso sacaría del mercado los activos sucios, las empresas fantasmas e instauraría un poco –si no toda– de cordura en las relaciones económicas mundiales. Lo que sí me causaría verdadero pavor es que se pusiera en entredicho las bases del desarrollo económico mundial, las bases de lo que hoy es la mejor de las situaciones económicas mundiales desde que el hombre se reúne en sociedad. Los excesos de sus miembros no invalidan al sistema y si el liberalismo ha demostrado ser útil deberíamos intentar mejorarlo, no desaparecerlo.

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