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Hay escritores difíciles de clasificar. Tener éxito y gozar del favor del público es casi siempre un boleto para la sospecha de críticos y decisores del canon, es decir aquellos que deciden lo que se debe leer. Murakami es quizás uno de esos inclasificables. Los que lo odian, lo hacen a muerte, los que amamos su prosa, la adoramos.
Llegué a Murakami por casualidad. Unos amigos españoles, seguramente en alguna conversación entre copas, supieron que no lo había leído, y en mi 42 cumpleaños, sin pensarlo dos veces, me regalaron los dos primeros libros de 1Q84. No soy de bestsellers. Me patea el estómago cada vez que debo adentrarme en libros que se venden mucho, porque me desencantan, decepcionan, y me dejan un mal sabor de boca. Por eso entré a Murakami con reparos.
¡Una historia de escritores, puaf!, dije, los escritores siempre mirándonos al espejo. Un tipo al que se le encarga de forma extraoficial la reescritura en negro de la novela La crisálida de aire, para que gane el premio más prestigioso de Japón. Luego, una entrenadora personal que mejora la entrada de capital a su bolsillo con una secreta vida paralela. ¡Nada nuevo! De hecho, es un cliché de la literatura contemporánea poner a mujeres fuertes como protagonistas.
Pero había algo en aquel libro que me ataba mientras criticaba; me obligaba al buceo ineludible en la lectura de una prosa que me parecía original; era el tono profundo, la sencillez del verbo, a veces imprecisa, con salidas de tono y ocurrencias casi melodramáticas, pero de una profundidad introspectiva sobrenatural; era una filosofía muy personal, una indagación peculiar sobre los seres humanos y sus actos que no había visto de forma tan sencilla en otros escritores y que aparecía en cada nuevo capítulo, con esa extraña concepción de un mundo diferente donde existen dos lunas en el cielo, pero no todos ven.
Murakami creó en esta novela un mundo nuevo, un universo con similar fuerza alegórica a Comala, Macondo o Yoknapatawpha. Una ciudad que se parece a Tokio, una ficción que quizás es Tokio, pero es aquel que guarda en su memoria, donde existe una especie de vida underground a los ojos de todos, pero sólo unos pocos tienen acceso a ella. Y donde las metáforas y personificaciones cobran forma propia:
En momentos como aquél le gustaba pensar sin ceñirse a un asunto concreto. Dar alas a su imaginación, como si soltase perros en un inmenso campo. Tras decirles que fuesen a donde quisieran e hiciesen lo que les viniera en gana, los dejaba libres. Él se sumergía en el agua caliente hasta el cuello, entornaba los ojos y se quedaba ensimismado escuchando la música a su manera. Los perros retozaban a su aire, rodaban cuesta abajo, se perseguían los unos a los otros sin descanso, seguían inútilmente el rastro de una ardilla, se manchaban de barro y de hierba y, cuando se cansaban de jugar y regresaban, Ushikawa les acariciaba la cabeza y volvía a ponerles el collar. (1Q84)
Pero sobre todo hay algo peculiar en sus personajes; con claroscuros, contradictorios, con singularidades que a veces me hacían mirar a la puerta esperando verlos aparecer; era una atmósfera sobrecargada, en una ciudad que nunca sabemos si es real, si estamos viviendo en algún lugar conjeturado por unas criaturas más allá de la realidad, por entes que dibujaron un plano en la cabeza del creador.
En alguna entrevista Mario Vargas Llosa considera que Murakami es un escritor frívolo y superficial. Las opiniones sobre libros de ficción son siempre subjetivas, más allá de ciertas lógicas que permiten distanciar la buena de la mala literatura. Murakami es buena literatura, pero no es para todos los públicos.
Su prosa es sencilla, se lee con placer, pero más allá de lo expresado, hay una ontología profunda en lo que no se dice, en lo que se oculta, o más bien sugiere. Es indudable que no existe en sus otros libros la grandeza de 1Q84, donde el poder de fabulación desborda la ficción tradicional. Podemos reconocer en ellos un narrador casi chejoviano en los personajes, pero más cercano a Hemingway en la concepción narrativa, con una vuelta a protagonistas quebrados, sin brillo en tanto personas, pero atractivos como personajes, siempre a la búsqueda de respuestas a heridas presentes en un pasado que no alcanzan a entender del todo.
Un conocido, me dijo que Murakami era un brujo literario y no puedo estar más de acuerdo. Jamás olvidaré la sensación que tuve mientras Sara le cuenta a Tsukuru Tazaki, en la novela Los años de peregrinación del chico sin color, su encuentro con una amiga:
Cuando regresó de Francia, me la encontré un día por casualidad. Hacía mucho tiempo que no la veía y me quedé petrificada. Era como si su cuerpo hubiera perdido todo el colorido tras haber sido expuesta durante largo tiempo a la luz del sol. Su aspecto físico apenas había cambiado, seguía siendo guapa y teniendo estilo…, pero estaba más apagada. Tanto que daban ganas de coger el mando de la televisión para subirle el brillo. Fue muy extraño. Parece mentira que alguien pueda apagarse hasta tal punto en tan pocos años. (Los años de peregrinación del chico sin color)
Tan sumido estaba yo en la atmósfera narrativa que describía el brujo japonés que casi tuve el impulso de extender el brazo, coger un mando y tocar los botones para ver cómo podía subir el brillo de la amiga de Sara. Ese es Murakami, con Nobel o sin él: un gran escritor.
Es un brujo, sin dudas. También me adentré en su lectura con cierta reticencia. Luego me embrujó.