Pocas cosas hay más frustrantes que fallar por no comprender algo. Nunca entiendo bien por qué, pero la mayoría de los seres humanos terminamos confundiendo ideas, argumentos o normas que no se deben mezclar. Es el caso de Optimismo y Felicidad.
Alguna vez –quizá más de lo que debiera– estuve en un círculo de amistades hablando del tema y la mayoría prefería empezar los nuevos proyectos pensando en el fracaso para que no les pillara de sorpresa cuando llegara.
Abogo por el optimismo. Creo que se debe y se puede ser optimista. Si voy a un trámite que no depende de mí, si comienzo un nuevo proyecto, si me enfrento a un tema difícil prefiero ir creyendo que voy a solucionarlo, pero –y aquí fue donde no creo haber explicado bien mis argumentos– no porque crea que el optimismo por sí sólo va a resolver la situación, sino porque al ir pensando en el triunfo de lo que voy a empezar, mi ánimo está más disponible a cometer menos errores en el camino.
Aquí está la clave.
El verdadero optimismo no es sinónimo de felicidad. Cualquier psicólogo de medio pelo que sea sincero no te cuenta la milonga que sólo por pensar en las cosas las vas a tener. Decía Sun Tzu en El arte de la guerraque una de las claves de la derrota está en la pasión irracional, que al final, termina por hacernos caer en la frustración porque nos impide medir nuestras fuerzas y las del enemigo.
Lo importante es que el optimismo nos prepara física y mentalmente para pisar de forma correcta los escalones que nos hacen llegar al sitio al que nos dirigimos. Y un buen general tiene preparada la retirada, antes de empezar a guerra.
El mismo Sun Tzu nos dijo:
“Si tu plan no contiene una estrategia de retirada o posterior al ataque, sino que confías exclusivamente en la fuerza de tus soldados, y tomas a la ligera a tus adversarios sin valorar su condición, con toda seguridad caerás prisionero.”
Sí, hay que dejar una parte del terreno libre para la retirada, pero uno es organizar la retirada para una posible derrota y otra ir consumiéndonos el cerebro con ella. Se debe preparar la retirada, sí, pero tenerla como recurso innecesario porque tenemos fe en nuestras fuerzas para llegar a la victoria.
Ser optimista no garantiza la victoria, pero nos hace ver soluciones allí donde otros ven obstáculos. Ser optimista garantiza que seamos capaces de intuir una estocada final al enemigo cuando está seguro de su victoria; ser pesimista es agarrarse a la derrota sin intentar la estocada final hacia la victoria.
El optimismo no garantiza la felicidad; el optimismo no es, necesariamente, felicidad, si bien puede acercarnos más a ella. El optimismo es la capacidad de manejar eficazmente nuestras frustraciones, de gestionarlas mejor, con mayor eficacia. Es, en definitiva, la capacidad de someter nuestros monstruos interiores, nuestros temores y naufragios últimos.
Hace poco tiempo la periodista Julia Otero entrevistó al escritor Albert Espinosa, que ha venido cultivando un éxito tras otro desde que varias editoriales rechazaron sus libros alguna vez. Para los que no han tenido el gusto, les comento que a Albert Espinosa, siendo niño, le fue diagnosticado un cáncer, y luego de varias complicaciones, le fue extirpada una pierna, un pulmón y parte del hígado, todo en diez años de vida entre médicos y salas de hospital. Espinosa se agarró a su historia personal y ha creado una obra optimista y cargada de fuerza vital.
A la pregunta de cómo se vive el éxito personal en un momento en que el mundo se está cayendo a pedazos entre las crisis económicas y los demás lastres que todos conocemos, el escritor respondió:
“Tengo la sensación de estar viviendo tiempo extra. A mí con 14 años me dieron 1,5% de posibilidades de vivir. (…) Cuando me dicen que las cosas van mal a veces pienso que un 1,5 % es mucho.”
Esa es la idea. Albert Espinosa lo comprendió y vivió para contarlo. Y aquí estamos nosotros para intentar aprenderlo. Nos falta no hundirnos en nuestras miserias, sino levantarnos de ellas con más ganas que antes.