El «lector sensible» o la censura que viene

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blankSi sigues esta web, probablemente te interese escribir, y si te interesa escribir, probablemente te va a importar lo que te voy a contar sobre una nueva tendencia que llega al mundo editorial. Por favor, siéntate, lo que viene merece una reflexión tranquila en medio de esta sociedad cerril de bienpensantes corporativizados en minorías.

Resulta que ahora, cuando envías tu libro para ser valorado para su publicación, en algunos de los comités editoriales te van a pasar por un filtro nuevo, el llamado “lector sensible”. El término viene del inglés Sensitivity Reading que nació en Estados Unidos, de donde suele venir todo lo malo, como McDonald’s, y todo lo bueno, como… McDonald’s. Como sea, este “lector sensible”, que quizás por su labor la mejor traducción sería “Lector por la sensibilidad” se encarga de revisar que tu texto no moleste a ninguna minoría, lobby o personas que forman parte de alguno de los cientos grupos de ofendiditos.

Ponte en situación. Escribes una novela que ocurre en 1934, pleno ascenso del nacionalsocialismo, quieres contar las consecuencias que trae este hecho histórico para una familia alemana, y en una comida, uno de sus miembros, gran admirador de Hitler, dice que la culpa de la mala situación económica la tienen los judíos y que habría que exterminarlos a todos.

Obviamente, ni tú lo crees como autor, ni esa es la tesis de tu novela, pero, incluso, aunque lo fuera, viene un “lector sensible” –aunque debería llamarse: “Censor de la incorrección política”, o siendo más macarra: “censor de la literatura verdadera”– y te va a meter borrón para que asumas que molestas a alguien que no debe ser molestado. Porque su trabajo es ese: tener una brújula moral perfecta, calzar los zapatos de todos cuantos puedan sentirse importunados por una línea que escribes y meter cuchilla a todo tipo de insulto: imagina, con la cantidad infinita de humillaciones que siente el ser humano en este siglo XXI.

Y aquí puedes imaginar la situación que quieras, un homófobo que agrede a un gay, pero ama a su hija lesbiana; un racista que da rienda suelta a sus motivos, en un estadio de fútbol, tirando una botella contra un negro, pero ayuda a rescatar inmigrantes marroquíes que vienen en patera; un xenófobo que cambia de parecer recibiendo ayudas sociales en otro país, etc…, etc…

Vas a tener un censor que te dice que no debes incomodar, que no debes alzar la voz sobre esto, ni opinar sobre aquello, ni blandir tu pluma para acullá, o sobre más acá; y como tú no quieres problemas, porque eres una persona normal, con virtudes y defectos, y tu libro es algo más que un par de comentarios de otro ser humano con defectos, accedes y, ¡hermano mío!: Ahora sí vamos hacia el fin de la literatura.

Lo peor es que esta sociedad puritana, que odia el conocimiento y ama la vulgaridad, está llena de ofendiditos. Todos tenemos motivos para molestarnos por algo, y si nos dan una vara de tumbar “potenciales” ofensas y nos reunimos en un grupito de intereses, podremos crear una nueva moral para que sea seguida por cuatro gatos, pero puede ser defendida en los medios de comunicación. Sólo nos piden un detallito menor: que la causa sea de ideología socialdemócrata.

Vivimos en una sociedad donde un ignorante, con cuatro frases dignas de figurar en una antología panfletaria de consignas aprobadas por lo políticamente correcto, llega a ministro de un gobierno y dicta su ética de manifestación de libelo como guía para todos. Convivimos en este mundo donde un “labrado intelectual” formado en dos días a través de vídeos de YouTube, TikTok y biósfera similar, sostiene enérgicas convicciones que expone en redes con sanchopancesco orgullo y, de paso, contradiciendo a diestra y siniestra a científicos o estudiosos que se han leído no menos de un par de centenar de libros y que tan sólo han cursado entre 5 y 10 años de una especialidad que conocen a fondo.

Conozco no pocas personas inteligentes, realmente formadas, con una cultura que destrozaría los argumentos más pedestres, que cuando ven estupideces varias en la red, dicen: “¿Para qué contraargumentar a un imbécil? Les da igual el conocimiento, están cómodos en su inmensa sabiduría de red social y no están dispuestos escuchar ideas que contradigan su erudición de clic de ratón.”

Este “lector sensible”, incluso, probablemente, sea inteligente, y hasta puede ser alguien con equis cantidad de lecturas muy, muy, escogidas desde los discursos de Fidel Castro hasta Las venas abiertas de América Latina, pero si lo analizas bien, no hace falta. Coges a cualquiera que haya ascendido en las despejadas aguas de las juventudes políticas de un partido, que tenga labia y cuatro frases que aparentan ser filosóficas, tipo: “la solución del medio Oriente pasa por el respeto de dos estados”, y tienes a un lector sensible, capaz de encontrar agravios contra una minoría en la descripción monótona de una silla de madera. Porque siempre es el indocumentado más mediocre quien se sube a la ola que mueve el barco de la superioridad moral.

Hay que ser muy simple, por más lecturas que se tengan o carreras se hayan estudiado, para no saber que el arte ficcional es indagación del ser humano y sus conflictos; y en esa indagación existen peligros, penumbras, reflejo de lo real y, más que nada, sacudidas emocionales y contradicciones éticas y morales.

Hay que ser muy indigente intelectual para no saber que el ser humano es complejo, que un malvado puede actuar con bondad, y que el héroe más noble, es capaz de odiar y cometer actos injustos y reprobables y que es parte de ser humano y debe ser reflejado en la ficción; o dedicarse a otra cosa.

Y lo peor es que, quien afirma que esto no debe ser así en la ficción, es el más ignorante, el que cree que la cultura debe someterse a una moral instaurada por los mediocres, el que hace gala de la vulgaridad porque considera que es vanidad intelectual el talento de otros y que a él le queda en un horizonte que no alcanza.

En todo caso, a los que no queremos someternos a esta dictadura moral que destroza la literatura, nos queda un consuelo: esta ignorante censura moral se la están aplicando a Shakespeare, Nabokov, Roald Dahl o Agatha Christie, entre otros “aprendices” de la literatura.

¡Y es fácil! Si ahora mismo lees con puntillismo moral las novelas de Víctor Hugo, Flaubert o Dickens, vas a encontrar suficientes argumentos para demostrar que tenían, con total seguridad, una transfobia, un racismo, una gordofobia o un machismo que estos lectores sensibles no tienen, tampoco su talento, pero eso ya no importa.

¿Cuál es entonces el consuelo que se lo hagan a clásicos de la literatura? Quizás debamos sentir un poquito de orgullo si caemos censurados en una lista donde también estén George Orwell, Mark Twain, Franz Kafka, Arthur Conan Doyle, Gustave Flaubert o hasta Jonathan Swift. ¡Enhorabuena si te sucede!

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