Intento no sentirme sorprendido con varios intercambios con amigos y amigas sobre los amores fallidos. Esas relaciones que, por culpa nuestra o del otro, no funcionaron. Ese proceso de dejar de ser uno –a veces– para intentar ser otro durante un momento de una larga vida.
La sorpresa es sobre todo por el número, es decir, tantos que nos quejamos de lo mismo. Es como si cada uno, hombres y mujeres, buscáramos la felicidad, pero siempre el otro lo hace mal, siempre el otro ha dado pasos que malogran la marcha de proyecto en conjunto que se inició alguna vez.
No tiene importancia pasar la hoja de la navaja para dividir culpas. La experiencia me dice que en un albañal hay porquerías de todos, que nunca somos enteramente inocentes en las relaciones humanas.
Sin embargo es importante prestar atención a la devastación que queda en la mayoría de los que sufrimos estas pérdidas. En todos los casos estremece el vacío que todos sentimos cuando alguien a quien nos entregamos, alguien con quien decidimos compartir futuro, quien escogimos porque creímos que valía la pena, se ha convertido en casi un extraño.
Y sobre todo, me deja sin palabras esa sensación de fracaso, de que algo que se empezó para siempre cayó en una sima de amores embarrancados.
¡No! No puede ser que lo veamos así. Puedo comprender el dolor de la pérdida, puedo entender la sensación de vacío que nos obliga a pensar nuestra vida de otra manera a como habíamos planeado, puedo incluso aceptar las lágrimas y la melancolía mientras metemos la nariz en el sumidero de los recuerdos vividos, pero me niego a aceptar el fracaso.
¡Las relaciones fallidas no son fracasos! Y lo repito varias veces para que quede fijo en tu mente.
¡Las relaciones fallidas no son fracasos! ¡Las relaciones fallidas no son fracasos! ¡Las relaciones fallidas no son fracasos!
Alguna vez le dije a alguien que las relaciones fallidas son cicatrices que nos recuerdan el dolor que sufrimos para evitar volver a abrirnos esa herida. Pero no quiere decir que nos encerremos en un cuarto oscuro. No se puede dejar de amar, no se puede dejar de jugar a los dados sociales, al azar de las relaciones humanas por temor a las heridas. Porque es peor la lobreguez del cuarto oscuro, que las posibles heridas que nos puede producir salir de él.
Las heridas cicatrizan, pero la sordidez de las tinieblas no desaparece si no dejas entrar la luz. Digo más, nunca encontrarás aquella persona que responde completamente a tus expectativas, nunca será del todo la imagen que te has creado en tu cabeza de lo que te mereces. Y es mejor así.
Un cierto nivel de diferencia es sano en una relación de pareja, porque está más que demostrado que en la diferencia está el desarrollo. Incluso en la sana competencia, en esa picazón entre dos personas que se quieren por tener el sartén por el mango en algunas situaciones se sazonan no pocas buenas reconciliaciones.
Y es verdad que si las diferencias son muy grandes las relaciones se hacen insalvables, porque hay metas por separados para todos, pero debe existir un mínimo objetivo en común que mantenga el lazo inicial. No puedes mantener contra viento y marea lo que no está preparado para las tormentas. Entonces es mejor dejar que se hunda y empezar de nuevo el viaje.
No olvidemos que en algunas culturas orientales se usa la misma palabra para describir las crisis y la oportunidad. No es mito, es real. Y la realidad es que crisis es crisis, depresión, situación desesperante e incómoda. Oportunidad puede llevar implícita una crisis, pero es otra, es una ocasión propicia, un buen momento para iniciar nuevas experiencias.
Aunque no sean lo mismo cada crisis es una puerta a una oportunidad. Es un camino que se abre a otro mundo. Recorrerlo o no es nuestra decisión. Y dejar atrás la sensación de fracaso es importante para transitarlo con cierta certidumbre. Es la parte buena de vivir en los infiernos, que te prepara eficazmente para vivir luego el paraíso, y ofrecerlo si fuera necesario.