Cierta tarde, alguien a quien quiero mucho, confesó que mi paso por su vida fue de las cosas más importantes que nunca le ha sucedido, aun sabiendo que sería un paso temporal, que nunca me quedaría allí por mucho tiempo. Ante mi cara de sorpresa, explicó que nunca había conocido alguien con tantas ganas de vivir, de hacer cosas nuevas, de empujar ánimo y sobre todo, de transmitirlo a los demás.
En ese momento pude revivir muchas veces, cuando hablábamos de nosotros o de la vida en general, que le di mis argumentos –jamás doy consejos– sobre la labor profesional a la que ella quería dedicarse, pero nunca empezaba por recelo personal, temor a los demás, al que dirán, por auto-exigencias personales abultadas. Lo curioso es que dicha labor no es especialmente de mi agrado. No me disgusta, pero es de esas profesiones que nunca me vería haciendo, como la venta telefónica o la adivinación, salvando las distancias entre ambas.
Independientemente de si tiene o no razón, lo que sí puedo atestiguar es que actualmente se dedica a lo que siempre quiso, y según me cuenta, mi influencia en su decisión fue determinante para ello.
Su comentario me estuvo merodeando por días. Anda rodando por ahí una frase de dudosa autoría que nos invita a acomodarnos a la idea de que algunas personas sublimes, importantes, llenas de amor y ganas de vivir que conocemos se quedan en nuestro recuerdo, pero terminan por dejar una silla vacía en nuestro salón, porque nunca se quedarán en nuestra vida.
Seguro que alguna vez lo has vivido. Especialmente en el amor. Si eres una persona sensata, alguna vez habrás comprendido que hay amores inmensos, personas increíbles y lúcidas que han pasado por tu vida, pero que de alguna manera has dejado ir o comprendes que tendrás que dejar ir alguna vez.
En la película, The Way We Were (irracionalmente traducida al español como Nuestros años felices) dos personas que se aman de manera intensa y sincera no pueden seguir juntos y se separan como amigos. Idea que luego vi repetida –de otra manera, con menos éxito, pero no encanto– en The Prince of Tides (El príncipe de las mareas).
No es tarea sencilla, no es algo que se aprenda de una vez, es un aprendizaje que lleva años de desencuentros, relaciones fallidas y desencantos sentimentales. Sea lo que sea, lo que en realidad debemos aprender de este hecho es aplicar el sentido común a cosas que tradicionalmente no aplicamos. El amor es una de ellas.
Y aunque puede ser triste, es también muy real. Algunas veces debemos acomodarnos a la idea de que alguien importante, determinante y lleno de fuerza es un momento necesario que nos inyecta arrojos para seguir adelante, nos transmite ganas de vivir, de romper muros, de saltar obstáculos, incluso nos da los momentos más felices, pero sin remedio, debemos abrir las manos para dejar que sigan su camino.
Quizá por inhabilitación para la convivencia, por incompatibilidades personales, para evitar auto-infligirse daño, o simplemente hay razones ajenas a ambas que impiden la unión.
Si sientes un amor, intenso, poderoso y bello, pero percibes a la vez que remontas una montaña sin escalas, si sientes que cada paso es andar descalzo sobre piedras afiladas, quizás lo mejor es retirarse a tiempo. En especial si con cada paso das un manotazo que hiere a quien te acompaña o si tú mismo recibes golpes que podías haber evitado.
A veces la mejor forma de demostrar amor hacia otro es permitirle ser feliz sin nuestros lastres. Eso, claro, siempre que el otro esté dispuesto a salirse. Porque si ambos sobreviven a los lastres del otro, quizás sería interesante pensar en quedarse juntos en esta vida, no en el recuerdo.