De joven fui comunista y cambié de opinión. El comentario no tiene ningún valor cualitativo para otros, sí para mí; pero no tiene en sí mismo peso alguno, ni negativo ni positivo, en especial si, como yo, naciste y te criaron en Cuba. Habiendo vivido en un país comunista por más de 20 años, salvo excepciones, la mayoría pasamos por asumir lo que nuestros padres son, por convicción o por miedo.
No tuve nunca carné, y evité hasta la saciedad ser elegido en la juventud comunista, porque en cada reunión que se hacía en cualquier ámbito alguien siempre quería nominarme porque era bastante aplicado en los estudios. Sin embargo, cuando ya no pude evitarlo más fue en el año obligatorio del servicio militar, y lo hice con cierta disidencia personal y creyendo que podía ser parte del cambio desde dentro, que podía ayudar a revolucionar las cosas siendo parte del sistema y no fuera de él.
Amigos me dicen: “no, nunca fuiste comunista porque no llegaste a él por convicción, sino por imposición”, y me gustaría creerlo, pero eso no tiene ninguna significación jurídica ni real, pero no estoy seguro. Lo curioso es que después he conocido personas que, de tanto vivir bajo las creencias de sus padres y abuelos en otra idea, han terminado siendo comunistas, anarquistas, católicos, protestantes, musulmanes y hasta varias de estas creencias en conjunto o de a poco. Lo que en sí mismo no es diferente a lo que viví.
Sin embargo, dada mi situación actual en referencia a lo que yo pensaba con 20 años, me ha hecho reflexionar más de una vez en la importancia de las creencias que profesamos. Me interesa el aspecto humano del cambio de opinión y lo contrario, la negación de todo pensamiento diferente, la idea de que una vez tuvimos una idea, un conjunto de creencias, una opinión que hoy en día podemos detestar o, como es mi caso, mirarla por el retrovisor sin odio, pero tampoco sin un mínimo de melancolía.
Los cambios tan contrapuestos en materia de pensamiento conceptual suelen ser graduales. Es muy difícil poder establecer un lugar temporal donde decimos, “hasta aquí dejé de creer en…”. Yo tengo la suerte de saberlo, recuerdo el momento en que las ideas que creía mías y que en realidad eran de mis padres y abuelos, se fueron a pastar al jardín de otros. Incluso me he preguntado muchas veces si las ideas de mis padres y mis abuelos ni siquiera eran propias de ellos, porque les llegaron, como a mí, por imposición, aunque después las asumieran algunos por convicción.
Pero aquel momento, ese lugar del tiempo que puedo establecer, fue en realidad el punto en que comenzó la reflexión, el foco que marcó el inicio de asumir que algo iba mal en lo que defendía y que creía entonces que lo hacía por convicción. Luego de contrastar muchas opiniones, de leer puntos de vista que no conocía, de analizar montones de expertos a los que antes sólo me mencionaban, pero de los que no había podido leer nada porque me los habían escondido, mi punto de vista cambió de forma gradual.
No puedo decir que haya hecho un viraje, sino una incorporación de nuevos sistemas de pensamiento sin dejar de ilustrarme de aquellos de los que había aprendido. Porque descubrí que, incluso, en aquella idea nativa, la que había desechado, podía habitar gente válida y de la que podía aprender, pero no lo había hecho hasta entonces porque nunca me las habían mostrado. Asumo, pues el comunismo como forma de ilustración personal, no como forma de vida, y jamás, como argumento conceptual.
Para mí fue un logro. Dejar de creer en un sistema colectivista que oprime la libertad individual porque debe ser sacrificada en aras de un interés general, abrió las puertas de otros mundos, de otras ideas, de un entorno que antes me había sido vedado, y del que aprendía tanto y más que aquel que me habían impuesto.
El mayor aprendizaje que llevo en este cambio de sistema de pensamiento es el de que todo lo que creemos puede ser equívoco, o cuando menos, tiene puntadas de las que es mejor ser conscientes, porque dichas creencias vienen de unos dogmas, de unas fuentes, de otras opiniones de las que nos alimentamos. Unas veces por asimilación y otras como rechazo.
Quizás por eso, porque lo que creemos es la suma y asimilación de varias ideas ajenas, me repelen las opiniones tajantes, la gente que no duda ni cambia de opinión, los valedores de un sentido común que detesta otros, aquellos a los que toda idea diferente la asumen como un ataque personal y no como el origen de un posible manantial de conocimiento a través del intercambio de ideas.
Me gusta aprender, y en ese aprendizaje, me gusta someter mis ideas a juicio, me gusta leer opiniones contrarias bien argumentadas y lo más alejada posibles de ideologías excluyentes, me fascina la buena ficción y los buenos ensayos que me obligan a dudar, que me llevan a una indagación de las ideas propias para saber si el camino que llevan es adecuado. Y, sobre todo, me gusta aplicar el principio básico de toda ciencia: que la práctica, el criterio de la repetición innegable que conlleva a una realidad irrefutable, es la única verdad posible.
Lo que más me gratifica en ese aprendizaje es que mi opinión no puede ser encasillada. A veces me acusan de una creencia y de su contraria, con lo cual me siento en paz conmigo mismo, porque significa que ningún grupo ni doctrina me satisface y que jamás se me podrá englobar en ideologías. La única creencia que tengo es que el futuro pone las cosas en su sitio, y tenga o no tenga razón, reconoceré mi cambio de opinión o diré, “ya lo decía yo”. El futuro pondrá a cada uno frente a su propia historia. O lo que es igual: que cada palo aguante su vela.