Cuando me examinaba como historiador en la universidad de La Habana, hace mucho ya, en una de las preguntas orales debía hacer un examen historiográfico de la novela El general en su laberinto. Mi disertación magistral sobre el uso de la historia, los argumentos narrativos y la complicidad entre la literatura y la historia, debía ofrecerme un decoroso aprobado en Historia de América.
Al final, la única pregunta que me hizo el jurado sobre esta novela de García Márquez fue si creía que merecía la pena hacer una novela sobre los peores años de una figura que había tenido una vida más bien llena de éxitos. Ante el desconcierto atiné a decir un lugar común como que dibujaba una figura más humana y cercana, o algo parecido.
Veinte años después sigo creyendo lo mismo; los defectos de aquellos que creemos cercanos a la divinidad, nos da esperanzas de que alguna vez podremos ser como ellos, que son seres humanos como nosotros que han tenido suerte o han trabajado con ganas hasta alcanzar lo que se han propuesto. Pero hay algo más que luego he aprendido.
Dos motivos diferentes aunque paralelos, me llevan a reflexionar sobre el tema. El filme El invasor (L’envahisseur), del director Nicholas Provost, salió de mi lista de cosas por hacer casi a la vez que la serie The Night of, que por cierto vi de un tirón en dos tardes. Ambas ficciones me dejan un mejunje de sentimientos encontrados que van desde la sorpresa, la indignación a la admiración, pero sobre todo con la idea de que a veces la sociedad, el conjunto de seres y normas que nos hemos creado luego de siglos de prueba y error, es a veces una selva durísima donde sobrevivir es una tarea para titanes.
En ambas, desde dos visiones diferentes, nos acercamos a la dura realidad de que el recorrido vital de un ser humano está a veces en manos de un azar inquietante que juega a los dados con los ojos vendados. L’envahisseur cuenta la incertidumbre de la existencia en Bruselas del africano Amadou, ilegal, pobre y honrado, desde la crudeza de resistir en la emigración, mientras que The Night of se arriesga con Nasir, un americano hijo de paquistaníes, que aprende a la fuerza que las pequeñas decisiones pueden cambiar el destino de un ser humano, para bien o para mal.
Hay aquí dos reflexiones que dejarán pocos indiferentes, dos argumentos para pensar en aquellos que, por un motivo u otro, son lanzados a las fronteras difusas de la sociedad que aspira a ser perfecta, de la vida con salario medio, televisión para disfrutar y cafés seguros por las mañanas.
Recuerdo siempre que, en el arte, más allá de los cándidos argumentos de centrar un destino hacia la belleza, no es válido sólo lo bello y lo bueno. Un artista tiene la opción de escoger entre describir el mundo tal cual es: duro, individualista, con situaciones escabrosas y complicadas o puede decidir hacer novelas rosas, blancas o del color que escoja, y embellecer en su obra lo que el mundo no ofrece. Ambas opciones son válidas. Negar una potenciando la otra, es argumento de intolerantes. La sabiduría está en saber escoger lo que más nos enriquece.
Embellecer la vida, incluso mostrando la fealdad que hay en ella, aún a riesgo de dejarse el alma en ello es el conflicto fundamental de gran parte del arte y sus creadores. Más allá de la belleza, de los campos de fresas y los amores de finales felices, existe una realidad artística paralela a la vida misma, una realidad ficcional que desafía lo políticamente correcto mostrando como a veces, la razón no está de un solo lado, que la realidad es una pieza de varias aristas que no siempre convergen hacia la belleza y la bondad, y que, como ya nos advirtió el escritor ruso que más me desconcierta, en Crimen y castigo, existe una realidad compleja donde no podemos establecer fronteras entre bueno y malo o blanco y negro.
A veces la ficción existe para encajarnos en la cara una realidad que, de tanto verla en los diarios, nos hemos vuelto inmunes a sus agravios y hostilidades, una realidad más allá de los placeres para almas cándidas y embelesadas con la esperanza de un mundo donde todos somos buenos y felices, y sí, también es necesario mostrar las caídas de nuestros ídolos, porque en sus caídas aprendemos a fijar nuestras anclas.